Capítulo 10

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La señora Magui me dejó más dudas. Pero lo peor era que León no volvió. Para el tercer día, me dolía la cabeza de pensar y esperar. No solo no podía encontrar las respuestas necesarias, sino que estaba preocupada por  no volverlo a ver. No recordaba la última fecha que mencionó y yo soy muy mala para las cuentas. ¿Y si ya había muerto?¿Cómo salvaría a papá si no encontraba la solución a la maldición?

Mamá y papá me proponían volver con los médicos. Hasta la señora Magui me decía que fuera. Tenía muy mal aspecto.Pero los medicamentos me daban sueño y no detenían los dolores de cabeza. Y no quería irme sin volver a ver al capitán. Ahora era yo la que recorría el lugar, buscándolo.

Los primeros días los pasé estudiando la fuente y la pérgola, intentando encontrar algo que me diera una pista. La fuente era relativamente nueva, de 1954. Incluso tenía la firma del autor.

 La pérgola era vieja, tanto que no sabía cómo aún se mantenía en pie

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 La pérgola era vieja, tanto que no sabía cómo aún se mantenía en pie. Su madera, firme y suave, no tenía marcas. El carpintero era todo un artista.

A pesar del frío, que en ese momento sí sentí en cada hueso, cada tarde iba a leer, con la esperanza de que los dolores se fueran

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A pesar del frío, que en ese momento sí sentí en cada hueso, cada tarde iba a leer, con la esperanza de que los dolores se fueran. Aunque, según la maldición, estaba destinada a morir. Porque para ese momento, yo sabía que estaba condenada, y lo había asumido. Había dejado caer en una cena qué probabilidades había de tener un hermanito, pero mamá me aclaró que a sus treinta y ocho años lo consideraba riesgoso, y que se cuidaban. Bien, tal vez lo consideren... cuando yo no esté.

Aquella tarde, no recuerdo cuánto había pasado, el dolor de cabeza era constante y sostenido. Sabía que los médicos no podrían curarme con la misma certeza de que ya no encontraría la solución a la maldición, y esta se cobraría otra victima más. Tal vez me resigné a mi suerte, no lo sé. Y no pensaba con  la claridad de semanas atrás.

Como decía, aquella tarde no llevé un libro, llevé un cuaderno y una lapicera. Quería contarle a mamá lo que sucedía. Pero, ¿cómo? ¿Cómo explicarle todo esto sin sonar loca?

"Si  con mi ida te doy  paz, te devuelvo tu paz, no llores, pues lo hago con gusto. " 

No sé qué fue lo que me llevó a escribir esa línea. Solo la escribí.

Me quedé mirando la casa, intentando guardarla en  mi memoria. Pero entonces vi una figura caminar hacia mí. No era la que esperaba. Y realmente no me daba buena espina. Me levanté del asiento que me abrigó todas esas tardes, los escalones de la pérgola, dejando olvidado el cuaderno.

Fergus ya no sonreía con simpatía, ni me miraba con alegría. Su rostro era la cara de la culpabilidad. No sé por qué, intenté correr lejos de él, pero  no sirvió de nada. Me tiró al suelo, mi cuerpo cayó pesado, el golpe me quitó el aire de los pulmones.

-Lo siento, lo siento...

Intenté luchar, quitármelo de encima. Era un hombre grande y yo apenas superaba los sesenta  kilos. Me puso un trapo en la boca. El extraño olor me debilitaba, me adormecía. ¿Qué pretendía? ¿Por qué lo hacía? Como si el cielo presagiara mi destino, una nube cubrió el sol. O era mi consciencia que se desvanecía, no lo sé. Solo escuchaba su voz.

-Lo siento, lo siento, lo siento...

La pesadez me impedía mover el cuerpo, pero mi mente se empezaba a aclarar. No estaba segura de cuánto tiempo había pasado. Sabía que estaba tendida en una superficie dura, que hacía frío y que alguien rezaba en algún lugar cercano.

-Muy bien hecho. -dijo Esther. ¿Qué hacía ella ahí?

-Mi dinero. -ese era Fergus.

No escuché nada más por unos cuantos minutos. Entonces sentí una mano enguantada que rozaba mi mejilla, tal vez quitándome un mechón de pelo.

-Tu madre me quitó lo que más quería. Yo haré lo mismo.

Recordé la conversación que tuve con León en el auto. Ahora sabía la respuesta. Solo esperaba que alguien le hiciera pagar.

Esperé. Lo inevitable. Que no llegaba. ¿Cómo lo haría? Un grito rasgó el silencio. Un grito de horror. Un grito espeluznante que me heló la sangre. ¿Qué estaba pasando? El silencio se prolongó demasiado. El aire se congeló, igual que mi cerebro. Pero yo conocía "ese" frío, aunque nunca de forma tan intensa.

-¡Laura! Contesta, Laura... por favor...

¡Su voz! ¡Cómo había extrañado su voz! Pero mi cuerpo no respondía. No podía contestarle, decirle cuánto me alegraba tenerlo a mi lado en mi últlima hora. Sabía que era tarde, que aquel frío era el preludio de mi muerte.

-No te vayas, Laura. Aún... no resuelves la maldición... No te rindas, Laura... No te vayas... No me dejes...

Este capítulo es el más corto. De aquí en más se puede decir que la historia cambia, otro libro comienza, algo más allá de la imaginación... Tened paciencia... Lo mejor, está por venir...

León (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora