XII

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XII

Margarita se hallaba frente a la casa del poeta titubeando frente al timbre, sin poder decir qué hacer, si tocar o a marcharse para no volver. Hacía largo rato que permanecía en la misma disyuntiva, había andado y vuelto a desandar el camino varias veces. Su compasión la había llevado hasta allí mientras que su sentido común le advertía que aún no era tarde, que todavía podía echarse atrás y desentenderse del asunto de una vez y para siempre.

No dejaba de preguntarse qué era lo que estaba haciendo allí; cómo había logrado meterse en semejante situación. Recapitulando sólo un poco, el poeta no era más que un moscardón molesto en su vida, que no dejaba de rondarla.

En medio de sus cuestionamientos, ¿quién levantó la mano y apretó el timbre? ¿Fue ella? ¿fue su inconsciente? ¿quizás un invisible enviado de Eros? Tal vez, nunca se sepa el motivo por el que sucedió. O tal vez sí. Quizás, el poder de la pluma que escribe esta historia se materializó en el mundo bajo la forma de una fuerza magnética, la misma que aquella tarde de lluvia la había guiado hasta el refugio en el que el poeta estaba...

Mientras esperaba que le abriesen la puerta y la oportunidad de escapar aún no había pasado, Margarita se subió el doblez de su sobretodo para impedir que el paso del viento helado le calase los huesos.

Habían pasado dos semanas desde que el poeta, casi al borde de la desesperación por la falta de resultados positivos en su empresa amorosa, decidió caer nomás en un lugar común: pidió prestada una guitarra y convenció a su amigo para que lo acompañase con un bongó.

Antes de ir a la cita improvisada, dedicó la tarde entera a practicar. Hasta hizo gárgaras con huevo, para transformar su voz de perro en una caricia sedosa. Cuando anocheció, encaminó sus pasos hacia el hogar de aquella cuyo pensamiento jamás había naufragado en su persona.

Debido a la tristeza que le había producido el sentirse rechazado con sus escritos, nuestro poeta decidió probar suerte con la improvisación. Se instaló debajo del balcón de Margarita en donde, previsiblemente, el Destino la había ubicado para pintar con las ventanas abiertas y comenzó a desgranar las notas de una canción espontánea.

Margarita apartó la vista de su bastidor, intrigada por los primeros acordes musicales que llegaron hasta ella. Cuando el poeta comenzó a cantar, muy a su pesar, le reconoció la voz. Rogando estar equivocada, dejó el pincel a un costado, descorrió las cortinas y observó, petrificada, que su temor era correcto.

Cuando el poeta la vio asomarse le dedicó una sonrisa radiante, en la medida en que la melodía se lo permitió.

Los vecinos que vivían en la misma cuadra (y la de enfrente también) se fueron asomado para ver qué era lo que estaba ocasionando tanto bochinche. Risueños, fueron pocos los que no salieron a la calle. Se formó un semicírculo alrededor del poeta y comenzaron a acompañarlo con las palmas.

De una casa salió un muchacho empuñando un saxofón con el que se acopló a los versos de amor. Ante semejante éxito, el poeta prosiguió su improvisación alabando la celestial pureza de los ojos de su amada... que estaba indignada porque sus ojos eran verdes.

Otro vecino, que recién llegaba de trabajar, al ver semejante espectáculo abrió las ventanas de su casa y se sumó al jolgorio con su batería. Hubo uno que hasta tocó la bocina de su bicicleta. Pero de ese nunca se supo si lo hizo para acompañarlos o para pedirles a los vecinos que se corrieran para dejarlo pasar.

Cuando la canción terminó, era tal la algarabía general que todos juntos cantaron el estribillo improvisado. Terminaron con un gran aplauso y algunos hasta se pusieron a chiflar para demostrar su alegría. Margarita meneó la cabeza desde su ventana, sonriendo a medias, ya resignada.

Y así hubiesen seguido toda la noche, si no hubiese sido porque se largó un chaparrón sorpresivo que les aguó la fiesta.

Primero, un rayo de luz los cegó a todos. Luego, estalló un terrible trueno (que sobresaltó a más de uno, creyendo que se trataba de la llegada del Juicio Final). Después, el aguacero.

Todos dispararon hacia sus casas, con la risa feliz aún bailando en sus movimientos. El poeta, tironeado por su amigo, debió resignar el resto del espectáculo y marcharse corriendo, al tiempo que las calles comenzaban a inundarse, una vez más, de tal manera que cualquiera diría que la Naturaleza estaba tomando revancha contra el progreso y la tecnología, demostrando la furia y el poder de sus elementos.

Al día siguiente, el poeta amaneció con fiebre. El médico vino y se fue. El amigo corrió a la farmacia a conseguir todos los antibióticos necesarios. Fue inútil cuanto cuidado se intentó: su amigo le ponía toallas húmedas en la frente para refrescarlo, caldos de todo tipo se prepararon e inventaron. No mejoraba, prácticamente no retenía la comida, mucho menos los remedios y la piel colgaba de sus huesos. La fiebre había reclamado para sí un nuevo esclavo y se negaba a liberarlo.

Desesperado, su amigo lo veía consumirse cada vez más, incapaz de hacer nada por ayudarlo.

Temiendo que el fin no tardaría en llegar, su amigo hizo un último intento por reanimarlo: fue a buscar a Margarita. No fue una tarea fácil convencerla. La muchacha se negó de rotundo. Su amigo se arrodilló a sus pies y se abrazó a sus piernas, suplicándole que fuese a verlo una vez. Con la voz desbordada por las lágrimas que había estado conteniendo los días pasados le dijo que estaba muriéndose y que, tal vez, estaba en sus manos salvar una vida. Margarita, aterrada pero digna, le contestó que ella no podía perdonar a nadie de la muerte si su hora había llegado. Así como tampoco podía convertirse en la razón para vivir de alguien ajeno a ella misma.

Sin embargo, esa noche no pudo conciliar el sueño. Un sudor frío bañaba su cuerpo y las mantas no conseguían calentarla. Para peor, la acosaban pesadillas atroces los pocos minutos en que lograba dormitar. Su alma era bondadosa y por mucho que se repetía que ella no era responsable del destino del poeta, se sentía culpable. Sólo consiguió dormir las pocas horas que quedaban de oscuridad una vez que se consoló con la idea de ir a verlo al día siguiente.

Así que ahora se encontraba parada en el umbral de su casa. Enojada consigo misma por hallarse allí, aliviada ante la posibilidad de sacarse el peso de su conciencia y furiosa con el manipulador que el poeta tenía por amigo.

El objeto de sus maldiciones no la hizo esperar mucho más. Él mismo parecía ser el enfermo. La ropa colgaba de su cuerpo, tenía las ojeras más grandes que los ojos y su piel estaba amarillenta. Sonrió feliz por primera vez desde que su amigo cayera en cama y la abrazó, agradecido de por vida. 

el Poeta, el Diablo y MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora