VIII

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VIII

Algunos días después de haberla encontrado, el poeta y su amigo se vistieron con elegancia o, al menos, intentaron no ser tan estrafalarios como de costumbre y se dirigieron a una fiesta.

Quedaron anonadados cuando llegaron a destino. Era una mansión imponente por su tamaño pero carente por completo de buen gusto. Daba la impresión de que toda su estructura consistía en hierro y vidrio. Adiós a lo clásico: carecía de curvas, todo era rectangular, angular. Moderno. Ajjj... Parecía una heladera.

No tuvieron ningún problema para colarse. La puerta estaba abierta de par en par y la gente entraba y salía a voluntad. Por dentro era aún peor: el suelo era de cerámica incolora, los muebles estaban dispersos por doquier, eran pequeños e incómodos.

El salón rebosaba de gente. Más allá había dos puertas abiertas que daban al jardín y hacia allí se dirigieron el poeta y su amigo después de revisar el salón con la mirada y no hallarla.

Por encima del ruido estridente de esa música carente de ritmo, el poeta le preguntó a su amigo, por milésima vez, si estaba seguro de que ella se encontraría allí esa noche. Su amigo volvió a confirmarlo, armándose de paciencia. Qué era lo que había hecho para enterarse de que Margarita estaría allí ésa noche era un secreto que no le había querido revelar.

En el jardín comenzaron a buscarla en medio de la naturaleza artificial que los rodeaba. No había rastros de ella.

Y, de pronto, la vio. Estaba sentada en un banco, bajo la sombra de un gran sauce llorón. Contemplaba la luna, pensativa. Estaba sola. Al verla de esa manera, tantas imágenes poéticas aparecieron frente a sus ojos que casi dejó de verla a ella.

Contuvo la respiración. Se sentía más tímido que un colegial declarándose por primera vez. No podía moverse, mucho menos hablar. Desde que encontrara su teléfono en la guía y, por ende, su dirección, había ido a verla varias veces, sin atreverse a tocar el timbre. Se paraba en la puerta de su casa y permanecía allí hasta que alguien entraba o salía, escondiéndose para no ser visto. Después, volvía a su casa furioso consigo mismo.

Su amigo lo codeó suavemente y, sin palabras, lo instó a acercarse. El poeta respiró hondo, asintió con la cabeza, reunió valor y caminó despacio hacia ella.

Margarita volvió la cabeza al escuchar los pasos cautelosos que se le acercaban. No lo reconoció hasta que lo tuvo frente a sí. La sonrisa murió en sus labios. Su rostro se puso serio y lo observó preocupada.

–¿Te gustaron las flores? –le preguntó él mientras se sentaba a su lado.

Margarita se encogió de hombros sin contestar y observó más allá del poeta, hacia las puertas de vidrio.

Las flores por las que le preguntaba las había dejado en la puerta de su casa, días ha. Era un ramo de rosas rojas, once en total porque la doceava la representaba Margarita. El interrogatorio al que su tía la había sometido la había disgustado, de igual manera que todo el asunto en general. La tarjeta, señalándola como la destinataria, decía:

"Sabe, si alguna vez tus labios rojos

quema invisible atmósfera abrasada,

que el alma que hablar puede con los ojos

también puede besar con la mirada".

Firmaba, simplemente, "el poeta". Ella no conocía a ninguno y, como no hay peor ciego que quién no quiere ver, se dijo a sí misma que no era posible que aquel loco que conociera en esa tarde de lluvia la hubiese seguido. Ahora su temor parecía volverse realidad.

el Poeta, el Diablo y MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora