XIV

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XIV

Era de noche cuando el amigo del poeta llegó a la casa. Estaba cansado, había tenido que trabajar doble turno, cubriendo una suplencia. Decidió pasar por la buhardilla a ver si el poeta necesitaba algo. ¡Qué enfermedad tan extraña lo aquejaba! Había estado en cama tantas semanas... ¿Quién hubiese dicho que la gripe podía ser así de poderosa? Claro que cuando el remedio era dulce no convenía curarse muy rápido...

Entreabrió la puerta sin hacer ruido, por las dudas que estuviese durmiendo. Lo recibió una escena privada que no llamó su atención, había estado esperándola de un momento a otro.

Efectivamente, el poeta estaba durmiendo y hasta tenía una sonrisa de hombre feliz brillándole en los labios. Margarita estaba recostada en la silla, al lado de la cama. No había escuchado la puerta, absorta como estaba en el dibujo que estaba delineando con un lápiz negro sobre la hoja que descansaba en sus rodillas.

Cada línea, cada sombra, eran una caricia.

Quien haya observado con detenimiento el amanecer habrá notado que el cielo se va coloreando muy despacio hasta que ¡de pronto! estalla la luz. Quizás el sol todavía no se asomó pero hubo un segundo de transición y todo cambió: antes, la oscuridad mandaba; ahora, la claridad reina. De la misma forma una persona comienza a sospechar de sus sentimientos. Los niega, los oculta y hasta puede llegar a combatirlos. Entonces, ¡la evidencia explota! El pecho se expande y el amor se vuelve innegable.

El amigo caminó en silencio hacia ellos. Margarita no supo de su presencia hasta que la saludó en voz baja para no despertar al convaleciente. Luego de un primer momento de sobresalto, en el que intentó ocultar el retrato del poeta, terminó mostrándoselo.

–Es muy bueno –susurró el amigo–. Me gusta mucho. Tenés un talento especial para captar las expresiones de los demás.

Ella le sonrió agradecida.

–Vení, acompañame, no me gusta cenar solo. Traje pan recién horneado, queso fresco y una botella de vino.

Una vez instalados en la cocina, pusieron sobre la mesa las provisiones, dos platos y las copas. Se sentaron a comer alumbrados por la desvencijada luz que colgaba del techo. Permanecieron en silencio sólo los pocos minutos de rigor que suelen preceder una confidencia.

–Al final terminaste enamorándote de él ¿no es cierto? –inquirió el amigo, ignorando las sutilezas que suelen emplearse en estos casos.

Margarita suspiró quedamente mientras esquivaba la mirada, sin querer clavar los ojos en su interlocutor. Primero se retrajo sobre sí misma, pensando en tantas cosas...

–Sí.

¿Para qué negarlo? Ni siquiera a sí misma podía ocultárselo ya. El amigo sonrió, apreciando la ironía de la situación.

–Todo lo que él hizo para llamar tu atención no fue suficiente. Sólo te sentías molesta ante su presencia. Ahora, que está recuperándose luego de luchar por su vida de una manera muy poco honorable para cualquiera (al menos las primeras dos semanas) lo amás por eso. No seré yo el hombre que se declare entendido en materia del amor... mucho menos, de mujeres.

Margarita soltó una risa pura y cristalina.

–Cualquiera diría que es un típico caso del Síndrome de Estocolmo, ¿no? –dijo–. No lo quiero porque esté enfermo o indefenso. Ni siquiera sé por qué me enamoré, sobre todo teniendo en cuenta que amaba a otro hombre... O creía quererlo... No lo sé, es todo demasiado confuso en este momento. La ruptura con Rodrigo no fue fácil y...

El amigo permaneció en silencio un largo tiempo, pensando en lo que acababa de escuchar.

–No puedo decirte que te entiendo totalmente –le dijo–. Es como si estuvieras hablando en un idioma desconocido para mí.

Ella tomó su mano en una rápida caricia. Lo soltó y sus ojos se nublaron con las centellas de la melancolía.

–Es por eso que dudo de su amor –murmuró con suavidad.

El amigo la miró incrédulo.

–¿Me estás hablando en serio? ¿Después de todo lo que él hizo para conquistarte?

Una sonrisa triste surcó el rostro de Margarita.

–Él no me vio. No realmente. No a la mujer que soy –le contestó ella–. No me conoce. Se enamoró de la persona que cree que soy, de una imagen a la que le puso mi cara.

–Eso no podemos saberlo, al menos de momento, porque el poeta cree que su sentimiento está vivo y que es más real que él mismo.

–Lo sé. De la misma manera que tengo la seguridad de que no es verdadero.

–Eso no podés asegurarlo. Sobre todo cuando él, que es quién tiene la última palabra, está afirmando lo contrario.

–¿Hasta cuándo? –quiso saber Margarita–. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que las estrellas abandonen sus ojos y pueda verme, descubrir que no era a mí a quién amaba?

–Eso depende de vos.

–¿No lo entendés? La fuerza misma de mi amor, mi orgullo de mujer, me pide realidad. Quiero que me quiera a mí, no a una ilusión. No puedo contentarme con menos.

–Dale tiempo. Mostrale quién sos. Eventualmente, terminará por descubrirte. Y, cuando eso suceda, las respuestas llegarán solas.

–¿Tiempo para qué? ¿Para vivir en una fantasía? ¿Dentro de una de sus historias?

–Mientras no sea dentro de uno de sus poemas, no creo que sea tan terrible.

La rápida e incongruente respuesta sorprendió tanto a Margarita que volvió a estallar en carcajadas. El amigo esperó a que ella recuperase la seriedad para proseguir:

–Para enseñarle cómo formar parte de tu vida. Y que la realidad, el amor mismo, es más interesante en este plano de cotidianeidad que en el quimérico que él creó. Pensalo.

Se levantó, la besó en la frente y abandonó la cocina.

o

el Poeta, el Diablo y MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora