XIII
Margarita entró en la casa que le hubiese parecido acogedora si no fuese porque todas las cortinas estaban cerradas. Las frías lamparitas de luz iluminaban la estancia. Parecía que el funeral ya había sido efectuado. La tristeza era palpable.
El amigo la condujo por las escaleras. Cuando Marga entró en la buhardilla del poeta pegó un respingo por la impresión. Una vela alumbraba la estancia porque el doliente no soportaba la luz pero temía a la oscuridad. El viscoso olor a enfermedad invadía la habitación.
Después del estremecimiento inicial respiró hondo para darse valor y entró con paso seguro. Descorrió las cortinas y abrió la ventana de par en par, dejando entrar el aire frío. El poeta se removió en la cama y se quejó con voz cascada del viento que comenzaba a limpiar el lugar.
Marga se acercó hasta donde estaba y casi sin pensar en lo que hacía, se sentó a su lado. Tomó una de sus manos mientras retiraba suavemente algunos mechones de la frente calurosa y acariciaba sus mejillas. El poeta, que apenas la había reconocido, le sonrió entre sueños y delirios.
–¿Estoy muerto? –le preguntó con voz débil, casi inaudible.
–Aún no –contestó ella, dedicándole la primera sonrisa de sol.
Se volvió hacia el amigo que la observaba desde el umbral de la puerta, sin atreverse a entrar. Le preguntó qué era lo que tenía el poeta. "Gripe", le respondió el otro. En seguida la puso al tanto de la situación, el médico lo había visitado varias veces pero el resultado era nulo. No retenía el alimento ni los remedios, apenas si habían logrado mantenerlo vivo a base de sopas que, milagrosamente, no vomitaba en todas las oportunidades.
Ella asintió con la cabeza. No había mucho que pudiese hacer, pero lo poco que se le ocurrió no dejó de ponerlo en práctica. Una vez que la habitación se repuso con un aire más puro, las ventanas volvieron a cerrarse. Cambiaron las sábanas y mantas por otras limpias, excepto el pijama del poeta, al cual Margarita declaró insalvable y lo tiró a la basura.
Mientras su amigo llevaba a rastras al poeta para que se diese un baño, Margarita fue hasta la cocina. Nunca se supo a ciencia cierta qué eran los yuyos que había llevado en su morral. Lo cierto fue que puso a hervir un extraño mejunje. Una vez que se hubo enfriado, lo coló y llenó un tazón grande con la bebida.
El poeta, ya limpio y bien peinado, la esperaba recostado en la cama. La sonrisa se le borró del rostro cuando Margarita le informó que tenía que beberse hasta la última gota del líquido sospechosamente verde. Su amigo se puso de parte de ella y le advirtió que si no lo hacía le taparía la nariz y se lo haría tragar por la fuerza.
En cualquier otra oportunidad el amigo se podría haber mostrado escéptico ante los métodos de Margarita para que el poeta recuperase la salud. Pero a esa altura estaba dispuesto a permitir cualquier cosa, incluso que ella se pusiera a bailar desnuda en el patio mientras entonaba cánticos demoníacos, si de esa forma ayudaba a que sanara de una vez. Sin embargo, por fortuna no fue necesario llegar a tales extremos.
Ya fuese porque el poeta se había reanimado por la visita, por el brebaje o porque ella era una buena enfermera, el resultado fue que logró retener la sopa que Margarita le dio en cucharadas. Viendo la oportunidad, ella aprovechó para hacerle tomar los remedios que esperaban en sus capsulas transparentes y luego lo dejó al cuidado de su amigo, dándole instrucciones precisas para la noche.
Volvió al día siguiente, al otro y durante muchos más. Llegaba temprano por la mañana, se marchaba tarde por la noche. Nadie se detuvo a cuestionar sus acciones en ningún momento. Estaba cuidando a un enfermo y eso era todo. Un paciente muy especial que bajo sus cuidados y sin prisa comenzó a mejorar.
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el Poeta, el Diablo y Margarita
RomanceEn la cotidianeidad del Buenos Aires de 2002 sucede un hecho extraordinario: el poeta conoce a Margarita y se declara dispuesto a todo con tal de conquistar su amor... Con la cercanía de Marte a nuestro planeta, el Diablo aprovecha para meter la col...