Los siete pasos

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En lo alto, mucho más a allá de las nubes blancas y espumosas, allí entre el firmamento, donde se encuentra el territorio angelical, está Gabriel, el arcángel, acongojado con la mirada fija, observando la tierra envuelta en estrellas.

Con pasos ligeros y tranquilos se movía un lado a otro buscando un punto para su mejor observación, tocando su pelo rubio sedoso, ligeramente encrespado, que se deleitaba al vaivén de la brisa que colmaba el santuario. Pareciera ansioso e intranquilo y aquello se notaba más aun en su bello rostro, digno de un poema o una pintura, nadie entendía aquello que sus ojos intensamente azules envidiado por el mismo cielo, buscaban.

Hiso una mueca cuando una brisa fresca lo envolvió, con sus brazos fuertes se abraso a sí mismo, luego, como si de un momento a otro le pesaran, hiso un movimiento tratando de acomodar sus alas, fue entonces, que las abrió, dejando al descubierto la increíble majestuosidad de las mismas, de un color dorado intenso como si hubieran sido impregnadas en oro puro, comenzó a moverlas ligeramente y el aroma a azucenas que desprendían colmó el lugar, se elevó, solo un poco, pero eso bastó para dejar a la vista su elegante e inminente figura, cubierta por su vestimenta blanca de un suave algodón.

Gabriel, más allá de ser uno de los arcángeles más poderosos, carecía de iniciativa y no era consciente de esto, amaba al ser superior y era dócil ante él, lo obedecía estoicamente en todos los mandatos que se le era encomendado. Pero no comprendía la razón de tanto amor hacia el ser humano, tampoco, la misericordia que el señor tiene para con los hombres.

Es por ello, que su siguiente labor consistía en descender a la tierra y vivir como un ser humano más, un hombre ordinario que lucha por sobrevivir en el mundo terrenal, hasta que pueda aprender los siete pasos:

1. El dolor

2. La compasión

3. La alegría

4. El hambre

5. El sufrimiento

6. El amor

7. El sacrificio

Siete pasos, que, para Gabriel que solo conocía la obediencia, era solo cumplir una orden, pero no podía evitar sentir un leve desequilibrio en su ser, al imaginarse todo lo que podía ocurrirle en la tierra humana y quizá, todo lo que divagaba por su mente, ni se aproximaban a lo que fuera a ocurrirle como un hombre común. De hecho, esa era la lección que debía aprender, ningún ser humano es común a los ojos del Altísimo.

Mientras él, se encontraba sumido en sus pensamientos, flotando en el aire gracias a sus alas, alguien, comenzó a acercase a él, el sonido que hacían aquellas armaduras cuando este individuo se desplazaba a algún lugar podía ser reconocible por cualquiera en el santuario.

―Miguel―dijo Gabriel mientras giraba sobre sí para verle el rostro a su compañero que iba acercándose poco a poco.

El arcángel guerrero se dirigió tranquilo a él, luciendo su brillante armadura de plata que acentuaba en él su poder protector, empuñando aquella espada con la que ha guiado siempre al ejército celestial.

Gabriel lo notó bastante serio, mucho más de lo habitual, al estar Miguel a una distancia prudente, abrió sus esplendorosas alas resplandecientes de plata vivo y se elevó junto a él, sus ojos grises irradiaban seguridad en sí mismo y su tez morena daba un toque implacable a su aspecto, sin reprimir en él la sugestiva tranquilidad interior que trasmite a quien se le acerque.

―Ha llegado el momento, Gabriel―dijo este con voz ronca pero cicatrizante a la vez.

―Lo sé― replico en un susurro―, solo dime ¿por qué razón debo de ser castigado? ―preguntó, un tanto confuso.

La Hija de GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora