Redención

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El manto de nubes negras y la inmensidad de los árboles no dejaban pasar ninguna pisca de luz, el día se hizo noche de un momento a otro y la oscuridad que los inundaba era bastante intensa, muy pesada, como si en ella guardará un misterioso secreto.

La luna se hizo notar en lo alto, Gabriel, la observaba perderse entre las nubes y luego volver a aparecer, desde aquel pequeño puente en el que se encontraba parado todo quedaba a su vista, teniendo a un lado suyo la inmensidad de la ciudad y al otro el sendero que lo llevaba a la pequeña cabañita en la que se alojaba.

Se preguntaba una y otra vez, qué debía hacer; pasar el último de sus días con Adalia y Will, dos personas más que maravillosas para él o con los mortales, pues al fin y al cabo fue desterrado con el propósito de que aprendiera a ser uno de ellos, podía ayudarles o dejarles el mensaje de amor que el señor les enviaba, tal vez eso sería lo correcto y agradable a los ojos del altísimo. Pero no estaba seguro.

―Increíble, basta con un grano de arena para crear un propio desierto―se escuchó decir a alguien entre el espeso bosque.

Gabriel se giró a mirar, pero por la oscuridad no divisó ninguna silueta, creyó que aquello era solo imaginación suya, tanto se esforzaba para tomar una decisión acertada que hasta creyó que ya comenzaba a escuchar voces.

―Falta poco al hilo sutil de arena para llenar el lado del frasco que te corresponde―se escuchó de nuevo, esta vez no se inmutó, sabía que no era producto se su imaginación.

―Espero me alcance para cumplir con mi deber― respondió Gabriel.

Fue entonces que el misterioso visitante se dejó ver, su rostro inexpresivo y su aspecto fuerte lleno de seguridad, seguía exactamente igual de imponente, sin cambio alguno. Este en cambio al dirigirse hacia Gabriel no pudo evitar sorprenderse por el gran cambio en su apariencia, ante sus ojos se veía demasiado diferente.

― ¿Qué han hecho contigo? ―preguntó estupefacto.

―Nada, Miguel.

―Luces...

―Humano― concluyó Gabriel, que se sentía bastante impaciente. No podía evitar no sentirse de tal manera, la voz de su conciencia, las dudas, las múltiples opciones y los impulsos lo llevaban a adquirir dicho desperfecto, era impaciente y no sabía cómo evitarlo, lo único que sabía era que ese pequeño defecto, en él, le recordaba constantemente su condición humana― ¿Qué haces aquí, Miguel? ¿Vienes a recordarme que el tiempo acaba, que aún me queda un paso por cumplir? ¿O has venido a darme le veredicto final por fallar en lo que me han encomendado?

―Solo hay una respuesta a tus dudas Gabriel.

― ¡Pues dime cual es! ― exclamó observando el menudo rio que circulaba por debajo del puente.

―La niña que viene en camino―dijo este mirándolo fijamente.

― ¿Qué niña? ¿Mabel? ― preguntó atónito― Dime ¿Qué es lo que sabes? ¿Qué sucederá con ella? ¿Es malo? ―Miguel, solo lo observaba sin inmutarse, sin responder a ninguna pregunta desesperada que le hiciera. Haciendo que Gabriel quedará conmocionado y afligido por ello. ― ¡Respóndeme! ― exigió.

―Debes salvarla.

― ¿De quién?

―Gabriel, ella es hija del cielo, una enviada, tu enviada, tu protegida.

― ¡Eso no es posible! ― respondió taciturno ―La acaban de condenar a una certera muerte, de ser real... El vendrá por ella.

Miguel lo observó acongojado, se acercó a él, coloco una mano en su hombro, hizo un ademán con la otra en dirección del agua haciendo que esta se convirtiera en una especie de espejismo, como una pantalla que comenzó a proyectar siluetas borrosas en ella.

La Hija de GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora