Adalia

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Dieciséis días ya habían pasado desde su destierro, el reloj que imponía el tiempo parecieran ir en contra suya, apresurando la velocidad del movimiento de sus agujas, cuatro pasos ya habían sido concluidos, pero aun sobraban tres "Amor, Sufrimiento y Sacrificio". Gabriel no quería fracasar en esta misión encomendada, buscaba que poder hacer para superarlos, sin saber que no era necesario forzar cada paso, bastaba con dejarse llevar, que estas, se podían cumplir en el momento en el que menos lo esperaba.

Los días trascurridos habían sido bastantes pesados para él, no hubo momento en el que no lo inundaran sentimientos y sensaciones que en su vida había sentido. Cuando Will, le había dado la dirección de la cabaña en la que ahora se encontraban, no imagino que irían a parar prácticamente en la mitad de un bosque, cruzando un pequeño puente hecho de rocas que lo unía con la ciudad, separadas por un menudo rio. Lo bueno de aquello era que al estar un tanto alejados de la civilización se sentían más seguros, obviando el deterioro de las paredes de la cabañita en la que se refugiaban.

Por los periódicos que solía leer Will cada día, tanto para él como para Adalia, se llegaba a enterar de bastantes cosas, noticias que le ponían los pelos de punta, no había nada bueno en esos títulos, asesinatos, suicidios, familias separadas, vandalismo, pobreza, prisioneros, países confrontados y muchas otras situaciones, atrocidades de la vida humana que eran ocasionadas a consecuencia de la mentalidad de superación de lo insuperable, que tenían.

Cada que escuchaba algo similar lo afligía, su única manera de sentirse mejor era saliendo a recorrer un poco el bosque, el aire fresco lo aliviaba.

Aquello que más le había sorprendido de los días que transcurrieron, fue el hecho de que Will se había encargado de enseñarle alguna que otras tareas básicas, como buscar leña, encender una fogata, buscar frutas o algo comestible en el bosque, a limpiar y ordenar la cabaña. En aquel momento estaba tendiendo sus zapatos y su remera, que también le había enseñado a lavar. Prácticamente se pasaba ayudándolo a comportarse como un ser humano y a sobrevivir como uno, sin hacer ninguna sola pregunta del por qué no sabía hacer absolutamente nada, ni regañarlo por hacerlo mal, era increíble la paciencia que tenía para con él.

En aquel momento la mañana estaba muy tranquila, había unas que otras nubes adornando el cielo, Gabriel había salido a caminar por los alrededores luego de tender lo que había lavado, su lugar favorito era el acantilado que se encontraba al otro extremo de la cabaña, el sonido de la cascada que caía era relajante. Fue inundándose en las sombras de los verdes árboles mientras las hojas secas caídas de los mismos crujían bajo sus pies descalzos.

Al llegar, se paró justo a un costado de aquel acantilado, sintió como unos pequeños pedazos de tierra se desasían debajo de sí y caían en picada por el vacío, perdiéndose en el mar. El sonido del agua estrellándose en contra de aquellas rocas que firmes esperaban su vaivén, dispuestas a destrozándolas en miles de gotas, era caótico pero precioso y la brisa fresca del viento que elevaba consigo todos los aromas de las flores y del pasto del alrededor, le daban un toque bastante especial. Tenía sus sentidos muy activos y estos le permitían disfrutar hasta del más mínimo detalle de la naturaleza y el paisaje que había en ella. ¡Que hermoso era el mundo! Y aun así este no era suficiente para el hombre. Pensaba.

Observaba como los rayos del sol se metían caprichosos entre los huecos que dejaban las hojas en los árboles, un fulgor sublime que le recordó al santuario del cielo, aquel lugar en donde seguro ya habían pasado años desde su destierro. Era curioso la manera en la que allá, todo se hacía eterno, porque no había tiempo que determine momentos, como en la tierra.

El crujir de las hojas a sus espaldas irrumpió sus pensamientos, los pasos eran lentos, cuidadosos, supo de inmediato de quien se trataba, no volteó, ni cuando el andar se detuvo a unos pocos metros de él, era indescriptible como podía escuchar el latir de su corazón retumbar en su cabeza, como si estos le pertenecieran a nadie más que a él.

La Hija de GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora