Capítulo 2: Buenos vecinos

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Toda la casa era de un color horrible.

No era alguien que le gustara mucho preocuparse por esas cosas superficiales, pero era inevitable no notar ese horrible color cascaron que cubría las paredes de esa construcción que tendría que llamar hogar.

Y luego el jardín...

Ni hablar. Nada podría estar vivo ahí ni aunque le pagaran. Pero ella debía estar ahí. Y no le pagarían, que era lo peor.

Eso cada vez se iba más al caño. Desde que estaban camino a Euskadi en la carretera lo sabía. Veía el paisaje cambiante y lo sabía. Veía el rostro de su hermana y lo sabía. Su mundo entero lo gritaba como desesperado.

Penélope seguía refunfuñando entre dientes, pero parecía que Javiva fuera la única que lo notara.

A veces sentía que era la única que le prestaba real atención a su hermana mayor. Ella más que nadie odiaba el nuevo lugar (incluso más que ella, y ya era mucho decir), sobre todo porque su gran cantidad de amigos se había quedado en Barcelona. Ahora tendría que iniciar de cero, en una secundaria que seguro sería peor que la anterior.

Los hombres pusieron el mueble que cargaban pegado a la ventana y se encaminaron por donde llegaron para traer el comedor.

Al menos el viejo sofá había sobrevivido al viaje.

—Penny, Javi, lleven esto a sus cuartos—dijo su madre dándoles unas cajas llenas de objetos personales de las chicas—.Sus camas ya deberían estar.

Las dos no desobedecieron y subieron corriendo las escaleras (En esa zona las paredes eran lilas. Mejor). Aun quedaba polvo sobre la superficie, pero nada que con una buena tarde de barrer no se quitara. Penélope, con el movimiento de su cadera, abrió la puerta.

Si su mueca de desagrado ya era grande, ahora era peor.

(Color durazno. ¿Dónde diablos quedó el azul que había pedido? Oh, en la tienda de pinturas, seguramente.)

—Diles que nos regresamos—le pidió Penélope, en un último intento de regresar a su buena y antigua vida de trece años—.Ellos te quieren más.

Javiva rió. Claro que no la querían más. Los padres no pueden querer en mayor cantidad a un hijo que a otro. Es imposible.

—Quisiera hacerlo. Pero no nos dejarían—aceptó dejando su caja sobre un escritorio nuevo que les habían regalado poco antes de irse.

Las figuritas de porcelana temblaron con el golpe, seguramente aterrorizadas al pensar en la futura repisa blanca sin gracia que les esperaba. A ella también le hubiera horrorizado saber que viviría el resto de sus días ahí.

Aunque Penélope estaba enojadísima, no se atrevía a hacer otra cosa que no fuera apretar los puños y aguantarse las lágrimas.

Como tenía ganas de consolarla, asegurarle que estaba bien si lloraba un poco, decirle que era un mal sueño y que estarían en su bella casa en cualquier segundo. Pero no quería mentirle a su hermana mayor. Esta, en un ataque de tristeza, se tiró sobre la cama desnuda que estaba pegada la pared con cuadros.

Se recuperaría. En esos momentos, Javiva no podía perder la compostura, ya que si lo hacía, Penélope caería como pieza de domino. Y si Penélope lo hacía, su madre también, seguida de su padre. Incluso sus peluches iban a terminar tirándose de una ventana o metiéndose en la pelea. Una historia de nunca acabar, que se podría extender hasta a los países vecinos.

Ahora que lo pensaba, ¿Dónde estaban sus peluches y el libro de esa escritora portuguesa?


A eso de las siete, cuando el camión se había ido, y todos estaban descansado finalmente, Javiva estaba abrazando a su peluche de conejo rosa, intentando dormir. Intentando.

Había algo que le decía que se mantuviera despierta.

Además, eran las siete. Nadie se dormía a las siete en vacaciones de verano. Los niños a esas horas estaban metiéndose a la casa después de jugar con sus amigos en el parque. Si estuvieran en Barcelona, lo estuviera haciendo.

Dio la vuelta y un marco decorado con estrellas de diamantina estaba sobre el escritorio. En la foto, estaban sus amigos bajo el sol después de un día en el campo. Se preguntó por cuánto tiempo le guardaría tanto cariño a esa imagen.

La puerta principal recibió tres toques. Toc, toc, toc.

—¿Quién será?—dijo la chillona voz de su madre con curiosidad.

—Quizás un vecino—contestó su padre.

Ahora, la puerta se abría. Y Javiva, al ver que Penélope seguía en la misma posición que cuando llegaron, salió sin decirle nada. Se detuvo en el barandal antes de bajar porque quería estar segura de quién era antes de hacerlo en condiciones tan deplorables. (Despeinada, descalza y con un posible hilo de saliva seca en su mejilla no era la mejor opción si se trataba de alguien al que se tenía que dar una buena impresión.)

—¡Hola!—decía alguien escaleras abajo. Hablaba extraño; como si es español no fuera su primer idioma—Somos los vecinos de enfrente. Veníamos a saludar.

Vecinos.

Se intentó cepillar el cabello con los dedos y corrió al baño a lavarse la cara. No fue por zapatos, le dio pereza buscarlos entre las cajas interminables que invadían su hogar.

—Izadi Garrido—dijo la voz de una mujer—George, mi esposo. Y ellos son nuestros hijos, Andrew y Ariadna.

—¡Les trajimos un pastel!—exclamó otra voz femenina.

Se miró rápidamente en el espejo. No se veía tan mal.

Que amables son—dijo su madre—.Nadie se había molestado en saludar aun. Me llamo Helena, un gusto.

—Josuécuando bajó, vio a su padre extendió la mano a los extraños rubios de la puerta—.Gracias por el pastel, pequeña.

Es de vainilla y nuez—dijo Ariadna extendiéndoselo.

Javiva se detuvo cuando se percató de que todos la estaban viendo ahora.

—Ella es nuestra hija Javiva—comentó su padre como si estuviera retomando la conversación—.¿Donde está Penélope?

—Duerme—respondió—.Hola—saludó sonriente. El hombre, rubio oscuro y de ojos verdes, contestó primero su saludo.

Era simpático el tal George.

Dio unos pasos hacia ellos. Tenía curiosidad sobre las nuevas personas que estaban paradas en su puerta. Y lo más raro, era que sus padres, como la gente educada que era, no les hubieran ofrecido algo. Quizás no querían que vieran las cientos de cajas y de muebles amontonados que aun tenían en la sala.

Cuando finalmente se hizo paso entre ellos dos, vio un par de ojos verdes mirándola. Era un niño con una chaqueta de color azul y el cabello rizado y del mismo color que los adultos. No sonreía como los demás, que estaban enfrascados en una conversación muy natural.

Se veía aburrido. Levantó la cabeza como diciendo: "¿Qué hay?" y luego la ignoró. Ella siguió su ejemplo torpemente.

Andrew no era simpático. 

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