La mirada de Alicia me delató.
Era quizás el peor momento para marcharse. La tristeza y el miedo estaban presentes en Pontivy y en cada uno de sus habitantes. Los escombros me entorpecían el paso. Piedras, cristales... provenientes del bombardeo de ayer noche. Intenté grabar en mi mente la imagen de aquel pueblo que tantos buenos momentos me había otorgado mientras me abría paso. Pero por desgracia, todo edificio había sido reducido a cenizas. Solo quedaban rastros de lo que un día pude llamar hogar. La librería, la panadería, ni si quiera la santa iglesia se salvó. Sin duda, aquel había sido el golpe más bajo que podíamos haber recibido. La gota que colmó el vaso.
El viento del norte me envolvió enrojeciendo mis mejillas. Este invierno era especialmente frío, pobre y triste. Pero mis guantes me mantenían en calor, al igual que su beso de despedida. Saqué de mi bolsillo una antigua fotografía que guardaría durante mi viaje. Era ella, tan bella como siempre.
Nunca fui mujer de muchas lágrimas, por eso prometí que no lloraría. Mas en vez de mis lágrimas los copos de nieve fueron quienes empaparon mi tesoro: había comenzado a nevar.
A Alicia le encantaba la nieve, y a mi me encanta porque me recuerda a ella: inocente y blanca como su piel, y el sol lucía como su cabello rubio.
No fue fácil convencerla. No quiso aceptar que me fuese a cuidar a los que nunca han hecho nada por mí. Levantaba la voz y refunfuñaba, lo que daba cabida a una risa en mí. ¿Cómo hacerla entender que no era cuestión de los demás? ¿Cómo hacerla entender de que sólo me importa ella? Puede que no fuera de gran ayuda, o quizás no me dejaran hacer mucha cosa por ser mujer, pero la fortaleza no se trata de eso. La fuerza viene de aceptar nuestro pasado y seguir adelante en el presente. Es la única manera de sacar lo mejor de ti. Ya era hora de ponerle fin a aquella estúpida guerra. Zanjar asuntos nunca fue tan difícil. Tuve que alejarme de ella, dejarla en la puerta no sin antes repetirle: "Eres mi única razón para luchar". Después nuestros labios se fundieron a forma de despedida, y sin pronunciar una sola palabra más partí.
Pude distinguir al todoterreno a lo lejos, junto a dos militares que fumaban un cigarro en mi espera. La nieve me cubría los pies y avanzar era difícil. Parecía que todo estuviera en contra de mi marcha, pero tenía que ir. Hasta que esta guerra no acabase ninguna de las dos estaría a salvo.
Con paso firme llegué hasta allí. Cabizbaja sumergida en mis pensamientos, diciéndome constantemente que lo que hacía era lo correcto. Fue así que me lucré de esa afirmación para crear una barrera a mi alrededor, que no pasara ni una sola pizca de arrepentimiento. Armada de valor me giré a observarla una última vez, y su mirada me delató.
Me miraba con sus ojos grises, grises como la ceniza que arrastraba el viento. Estaba triste, lo podía ver en ellos, pero no servía de nada complicar aquello más de lo que ya estaba. Así que simplemente sonrió, y su sonrisa relució entre la pobreza de todas las personas. Me desnudó el alma como el que pincha un globo con un alfiler. Destruyó la barrera con una sencilla mirada, y en aquel instante no pensé más que en que ya la estaba echando de menos.
Entonces supe que lucharía con todas mis fuerzas.
Por ella.
Por nosotras.
Por el viento de invierno que nos una.
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Treinta y cuatro cartas sin destino
RandomEste pequeño libro no es mas que un delicado enlace de palabras. Quiero que comprendas a cada persona en el interior de estas páginas, que te bañes en sus sentimientos. Ellos abrirán sus corazones. Así que pido, por favor, que tú hagas lo mismo.