Cuando era pequeña solía fantasear con que después de la muerte todos nos volvíamos nubes. Sí, soñara ñoñas, pero en aquellos tiempos asemejaba las almas a los pisoteados charcos de las calles de Pamplona. Se evaporaban tomando forma en el cielo.
Si de algo me siento orgullosa de mi infancia es de mi ignorancia. Quizás, si hubiera tenido algo más de sentido de la lógica, vería el mundo en un triste blanco y negro como lo veo ahora, y como lo es. Pero yo con un rotulador a mano, coloreaba cada segundo de mi vida como si de un lienzo se tratara, y quizás si no hubiese salido de sus rayas no habría sido abstracto, ni me habría manchado las manos, ni habría sido divertido.
Mis padres me enseñaron todo lo que necesitaba saber. Desde comer hasta hacer frente a un examen. Por supuesto que hubieron gritos y de esos portazos en la cara que te arrebatan el aliento, pero a pesar de todo nunca se salieron de su papel como maestros, ya que cargaban con la carrera de la "Universidad de la vida" como puntúan numerosas veces. Me impartieron los valores de la familia y me enseñaron a ser la mujer independiente que soy hoy. Más bien me enseñó, ya que suele ser mi padre el que se ocupa a enseñarme a buscarme la vida y a disfrutar mucho de muy poco.
Pero no me alargaré mucho con ellos, aun que podría hablar detenidamente sobre esto. La historia se desarrolla cuando aun estaba en fase de aprendizaje a mis 9 añitos. Cuando aun el ratoncito Pérez existía. Mi madre y yo subimos al centro en busca de un libro. Cogimos la linea 3 y en cinco minutos recorrimos el kilometro de asfalto hacia el destino. Montábamos en la vieja gama de autobuses que dejaban olor a humo y hacían ruido constante, puesto que cambiarnos a unos transportes híbridos no había sido propuesto.
El cielo de aquel día era gris, con alguna que otra alma con forma. Al bajar del bus nos encaminamos a la tienda, atravesando diferentes calles y plazas del casco viejo. El ambiente era frío , y olor de esas calles a humedad es algo que seguramente no olvidaré. Ese olor que desprendían las esquinas y rincones después del diluvio de ayer noche.
La gente me daba un sentido al día contradictorio. Algunos caminaban en grupos, y aun que no era exagerado todos lucían contentos. Sin embargo otros parecían acompañar al tiempo: sosos, simples, y tristes. Pero si algo había en común en cada caminante del centro era la inseguridad en sus ojos, el miedo por algo que había en ese horizonte desdibujado que observaban.
"Vaya, pero ¿A dónde pensaba que íbamos? ¡Si no se va por aquí!" exclamó mi madre con una mueca de enfado. Yo tampoco había estado atenta ni sabía dónde se encontraba la tienda, así que deje a mi madre liderar una vez más el camino.
Llegamos a la plaza del castillo y me llevó hasta el kiosco justo en el centro de ella. Mi madre algo perdida, observaba las diferentes calles que daban a la plaza intentando recordar las indicaciones de mi padre, y yo mientras jugueteaba con la fuente. Latas, plásticos, papeles... flotaban en un agua verde, pero a mí eso me daba igual. Me mojé las manos y me divertí.
Después de unos instantes de silencio me giré en busca de mi madre ya que ella rara vez se callaba. Pero había una sencilla explicación, y es que mi madre, no estaba allí. Mire a los lados pero sin resultado. Me sentí sola, jamás me he sentido tan sola como aquella vez. Me sentí como si fuera invisible, puesto que no había silueta que conociese ni que girase a mirarme. Todos parecían sumergidos en su mundo, con esos andares de prisa por llegar al lugar. Uno a uno pasaban delante mía, y yo me sentía cada vez más pequeñas, vulnerable e indefensa. Como una gota de agua perdida en el mar. El día empezaba a aclararse pero yo no. Mi cuerpo se inmovilizó en esa jaula de temor que nacía de mí, y estallé a llorar. Histérica empecé a dar vueltas al kiosko, mirando en todo rincón. Pero ella no estaba. Así que me senté y dejé mi destino en manos de Dios.
Es así como entre lágrimas se me acercó una humilde mujer de melena corta preguntándome qué me pasaba. Tendría 50 y tantos años y tenía un aspecto simpático. No quise responderla, no sé si por el temor o el hecho de que era una desconocida. Pero después de un tiempo comencé a responder a algunas de sus preguntas. Ella me hablaba con dulzura, como si entendiese mis sentimientos. Pero en verdad no avanzábamos, ya que no sabía el teléfono de mi madre, ni mi dirección, ni la ropa que llevaba. La cogí rápido confianza a aquella mujer la cual no recuerdo su nombre. Cosa que jamás enseñaría a mis hijos, pero es que en ese momento cualquier ayuda era bienvenida. Empezamos a dar vueltas por la plaza como dos detectives en una investigación o Batman y Robin en busca de un criminal. El agobio huyó de mi cuerpo, me sentía bien en manos de la bienhechora. Pero esta sensación no duró mucho tiempo, pero Sherlock ha dado con su objetivo.
Mi madre siempre estuvo a 50 metros de mí. Comprando un helado de chocolate para la ocasión.
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Treinta y cuatro cartas sin destino
RandomEste pequeño libro no es mas que un delicado enlace de palabras. Quiero que comprendas a cada persona en el interior de estas páginas, que te bañes en sus sentimientos. Ellos abrirán sus corazones. Así que pido, por favor, que tú hagas lo mismo.