Mi difunta abuela

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 Apenas había recibido la noticia cuando me lancé a su búsqueda. Era un lunes que podía haber sido como cualquier otro, deshaciendo maletas y alojándonos nuevamente en el recinto. Pero la noticia nos dejó a todas atónitas.

 La información vino de la mano de Anne, que traía también con ella un sentimiento de preocupación como carga. Llamó a la puerta y entró mas seguidamente anunció con voz tímida:

- Creo que ha muerto la abuela de Ane. Está llorando en el baño.

 No necesitamos más que un par de miradas. Un par de miradas. Eso fue todo lo que tardamos en partir en dirección al baño Nerea, Anne y yo. Por el camino observé todas esas chicas que seguían funcionando como lo habitual, charlando en los pasillos y con la melena empapada envuelta en una delicada toalla. Riendo y quejándose, creando una atmósfera que quizás no era la más adecuada en aquellos instantes. Suertudos los que disfrutaban desde la ignorancia. La mezcla de los gritos y el agua de ducha cayendo me generaron estrés, deseando que por una vez, se fueran todas al infierno si bien querían chillar de esas formas. Suspiré. Los errantes movimientos de pie nos abrieron paso entre la multitud hasta el nacedero de llantos que se percibía ya metros atrás.

 Tragamos saliva y abrimos la puerta. Ella se había encerrado en la última cabina de todas, con el teléfono y sus centenares de razones para llorar. Hablaba con su madre, y cada palabra que le soltaba parecía atravesarle el corazón como una bala. Puesto que desataba más gemidos de dolor. Se escondía de todos, del mundo, como si esos pocos centímetros de madera le aislaran al completo. Sin embargo, por mucho que nos privara de verla, estábamos ahí, apoyándola y acompañándola. El intimidante silencio reinó en aquellos viejos baños del internado, y logró ahogar mi corazón en intriga. Por un momento, me planteé abrir la puerta. Abrirla y darle un abrazo. Pero algo tan sencillo parecía simplemente imposible. El hecho de que estuviera a un metro de ella me hacía pensar que ella estaba tan cerca, al alcance de mi mano. Pero a la vez la sentía muy lejos. Sumergida en pensamientos y recuerdos, como si se hubiera marchado a su mundo, al cual yo no pertenezco.

 Qué hacer o qué decir. Solo nos mirábamos, sin mover los labios. Me dio rabia. Yo: que siempre quise ayudar a todos a sonreír, a salir adelante; y ahí me encontraba, de brazos cruzados observando su agonía.  Pude ver en los ojos de las chicas que compartían mis mismos sentimientos, que después de haberla llamado un par de veces y no recibir respuesta de vuelta había despertado la impotencia en ellas. Grité a mis adentros para callar a mis afueras, dejando nulo ruido que perturbara aquel de la luz parpadeante. Eran unos momentos críticos de los que cualquier movimiento en falso o palabra pronunciada podrían conducir a un estúpido mal entendido.

 Pero para el asombro de todas los llantos comenzaron a cesar como la marea que baja, y las lágrimas dejaron de brotar. Entonces se descubrió. La novia retiró el velo y descubrió su figura. Se la veía frágil, indefensa. Seguía con la ropa de calle, no tuvo tiempo ni de quitarse la cazadora marrón que tanto hacía resaltar sus ojos. Sus ojos, explosiones de tonos de marrón y verde que vivían en armonía en su mirada, estaban empapados de tristeza. Fue increíble como de forma inhumana sacó fuerzas de donde no tenía para levantar el mentón, y oscilar una sonrisa en sus labios, pero por desgracia (o fortuna) nunca se le dio bien actuar.

 Fue entonces, cuando la vi entre lágrimas, que mi consciencia se inundó de sentimientos contradictorios. Claro que sentí pena por ella, realmente sentí mucha pena, pero una pequeña parte de mí no podía evitar sentirse celosa. Qué envidia, tener una abuela a la que echar de menos. En fin, la única abuela que llegué a amar no fue por mucho tiempo, pues bien empecé a reconocer su amor tuvo que fallecer. No estaba en derecho a opinar ni a comprender. Así que guardar silencio nunca fue tan justo y necesario. Le preguntamos todas a coro si estaba bien, y se abalanzó a nosotras. Nos tuvimos que apartar si no queríamos el encuentro de nuestras cabezas, y cuando pasó a mi lado disponiendo a marchar, respondió con la voz rota casi susurrando, por lo cual no entendí su respuesta. A un ritmo frenético se perdió entre los pasillos, dejando solo su cabello bailar a sus espaldas y el ruido de los maderos del suelo como banda sonora de su despedida. 

La ronda de miradas volvió. Era mejor dejarla sola.

Treinta y cuatro cartas sin destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora