Capítulo único.

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Hace millones de años, antes de que el tiempo existiera y de que los humanos nacieran, existían dos poderosos dioses que gobernaban el cielo y la tierra, en total armonía y paz. Ambos amaban aquel hermoso lugar que estaban formando en conjunto, sin llegar a darse cuenta, a pesar del enorme poder que poseían, de que se estaban enamorando.

Sin embargo, la eternidad era demasiado larga como para pasarlo solo, y eso era algo que ambos sabían.

No obstante, también sabían que jamás podrían estar juntos, pues cada vez que sus labios se tocaban, el planeta que tanto amaban sufría: la poderosa Tierra, cada vez que su corazón se aceleraba, conseguía que los volcanes despertaran y la superficie temblara; el indómito Cielo, cada vez que sonreía, hacía que los huracanes y las tormentas se avivaran y los mares se embravecieran. Y aunque ambos se querían con todo su corazón, no soportaban la idea de hacer daño a aquel inocente y nuevo mundo.

Por eso, una cálida noche, el Cielo se acercó a la Tierra y ambos se fundieron una última vez, intentando ignorar el daño que causó aquel momento.

–Nunca imaginé que podría sentir algo tan poderoso por ti –susurró la Tierra, sabiendo que dos ardientes lágrimas de fuego estaban recorriendo sus mejillas–. Pero no podemos estar juntos, no si esto le causa daño a este mundo.

–Lo sé –le respondió resignado el Cielo, rozando por última vez el ardiente rostro de su amada–. Sin embargo, no puedo irme sin pedirte antes un último deseo... Un recuerdo de ti.

–Por supuesto –le respondió la Tierra al instante, sin poder negarle nada a quien amaba.

–Te suplico que me des tu corazón, mi amada... Quiero tu corazón, pues tú robaste el mío.

La Tierra entreabrió los labios, sorprendida de aquella petición. Sin embargo no se negó, pues sabía que el amor que compartían era puro y real. El primer amor del mundo.

–Que así sea –afirmó entonces, llevándose la mano al centro de su pecho y hundiendo los dedos en su corazón, arrancándose con fuerza la mitad del mismo y entregándoselo al Cielo. Al momento en el que lo hizo, el mundo estalló en llamas, pero ninguno de los dos pudo hacer nada.

Cielo lo cogió entre los dedos y cerró los ojos, alzando las manos y haciendo que el corazón se elevara, colocándolo en el centro del cielo, donde siempre pudiera verlo.

–Jamás tendré palabras suficientes para agradecerte este incalculable regalo –susurró Cielo, abrazándola con fuerza contra él–. El mundo girará en torno a tu corazón, absorbiendo su calor y la fuerza necesaria para mejorar, como yo he hecho contigo. Él será el motor para todo aquello que ocurra de aquí en adelante, y sin él, el mundo acabará, al igual que lo haré yo.

Tierra, emocionada por las palabras de su amado, cerró los ojos con fuerza y asintió, aceptando aquella terrible profecía.

Sin embargo, cuando volvieron a separarse y toda comunicación entre ambos terminó por siempre, Tierra observó sorprendida como de pronto, en el cielo, aparecía un trozo del corazón de Cielo, tan blanco como su alma.

De repente, un huracanado aire recorrió el mundo, llevándole el último mensaje de su amado:

''De la misma forma en la que yo observo tu corazón y recuerdo tu amor por mí, el mío girará únicamente en torno a nuestro mundo, recordándote que yo vivo por ti, mi amor. No me olvides nunca.''

Y con aquellas palabras, el mundo comenzó a girar y el tiempo empezó a existir... de la misma forma que el primer y más puro amor, tuvo que llegar a su fin.

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