Crueldad

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Vi la perilla frente a mí por varios segundos antes de soltar un suspiro lleno de agobio e introducir la llave para entrar. La verdad fue que llegar a mi hogar nunca fue algo que me llenara de emoción.

Desgraciadamente, mi paciente tenía razón. Un matrimonio arreglado no era lo más romántico, ni una situación que me despertara sentimientos agradables. Llevaba tres años viviendo con una persona a la que había tratado toda mi vida y, sin embargo, parecía que éramos completos desconocidos.

Al cerrar la puerta, mi esposa salió de la habitación y me dio esa sonrisa que nunca abarcó todo su rostro.

—Buenas noches, Toby, ¿cómo estuvieron tus sesiones hoy? —preguntó mientras yo dejaba mi chamarra y mochila en el clóset de la entrada.

«Toby, Toby, Toby» pensé con desagrado. Intenté no fruncir el ceño y colgué la prenda conteniendo las ganas de azotar la puerta una vez que acabé.

Años de conocernos, de estar casados, y no me animaba a decirle lo mucho que detestaba que me llamara así; Toby parecía nombre de perro.

—Bien, Isabella —contesté con cierta sequedad entrando al baño a lavarme las manos.

Nuestra vida de casados era una inamovible rutina: entre semana se trataba de levantarse, desayunar, trabajar, comer cerca del consultorio, trabajar más y llegar a cenar. Los sábados ella se iba a eventos de caridad mientras que yo me quedaba a estudiar, y los domingos visitábamos a mi familia.

Así todas las semanas, todos los meses, todo el año; era increíble que nuestro matrimonio siguiera en pie.

—Me llamó tu madre —anunció desde la cocina a la que no la vi entrar.

«Eso es nuevo» pensé caminando al comedor mientras arrugaba el entrecejo.

Vivíamos en un exclusivo edificio, nuestro departamento era uno de los pequeños que constaba de dos habitaciones y un estudio. A pesar de los años juntos, una de las recámaras se mantenía solo con cajas llenas de cachivaches.

Salió de la cocina con un plato de spaghetti, me senté esperando que contara la razón por la cual mi progenitora se comunicó.

—Mañana harán una barbacoa —explicó al servir.

Entorné los ojos con disimulo y traté de contener el bufido que amenazó con escapar de mi boca, en vez de ello, endurecí la mandíbula. Una comida que solo tenía el fin de interactuar con familias de buen nivel, que procreaban muchos hijos que estarían visitando a mis colegas en unos años ante tanta presión social. ¡Maravilloso!

—¿No tienes evento? —indagué esperando poder librarme de los planes maquiavélicos de mi madre.

Ella sacudió la cabeza tomando su respectivo lugar en la mesa. «Rayos»

—Creo que es buena idea ir —comentó, pensativa, mientras disimuladamente llevaba la mirada a la habitación vacía.

Comencé a comer sin hacer algún comentario. Sabía lo que pasaba por su mente, pues era un tema que evitaba sin remordimientos.

La familia esperaba hijos nuestros desde hacía un tiempo y yo no podía siquiera entrar a esa recámara. Un hijo. La gente normal lo ve como una bendición, una pequeña extensión del amor entre una pareja. ¿Yo? Más bien lo veía como una atadura, como un candado que nunca más podría abrir.

IncongruenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora