Mamá Debería Irse

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Su espalda desnuda presagiaba el principio de un festín. La habitación era más reducida y menos cómoda que la de su propio hogar, tan ostentosa y confortable, pero allí, dentro de esas cuatro paredes, podría volver a vivir como la joven que una vez no pudo ser. Su mirada se perdió por un momento en los objetos y se olvidó del mundo. De todas las cosas emanaba un sereno remanso que le tranquilizaba el espíritu y se sentía como si la sola mirada de todo lo que la circundaba provocara en ella un efecto relajante. Estaba en un cuarto de hotel. La vista desde la ventana no era una playa paradisíaca, ni mucho menos una urbe encantada con luces parpadeantes. Solo se veían una hilera de restaurantes y una que otra farmacia. Una ventisca revoloteó en el espacio y surcó los montes embrujados de sus senos y entonces no tuvo mejor idea que ponerse la camisa del acompañante, mientras escuchaba una ducha y a un hombre cantar Como yo te amo de Raphael, sin la menor preocupación de reservarse el coro, lo cual le parecía hermoso.

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