Mamá debería irse - III

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Bruno salió radiante de la ducha al limitado espacio de aquel reino primitivo. Refrescado, tenía una de esas sonrisas que apenas se pueden disimular. Y se le veía jovial, eterno. Y de pronto se detuvo en seco, elucubrando una quimera en la mente. La mujer lo atisbaba con aire alegre y dulce. Pero en Bruno una interrogante nació y despertó una pequeña sombra en su interior. Volviéndose, sintiéndose estúpido y patético, soltó la pregunta más temida: «¿Me amas?». La mujer quedó atónita. Era indudable que tan solo por permanecer en esa habitación a solas con él y haberse desquiciado por dejar que la poseyera era un signo inequívoco de que alguna emoción estaba involucrada. Pero es difícil llamar amor a un sentimiento que tal vez no existió nunca en tu vida. «No lo sé», respondió. Y se cubrió el pecho, abotonándose la camisa con rapidez. Bruno advirtió esta acción y decidió cambiar de tema por el temor a que se sienta presionada, pero aún esta revelación lo atormentó en silencio hasta más adelante. «Por cierto, esa camisa se te ve genial», bromeó, retomando la sonrisa perdida. La mujer no cambió su estado de ánimo hasta que Bruno se abalanzó sobre su cuello y lo besó febrilmente. Ella abrió la blusa de un tirón para dejarse amar desperdigando todos los botones a su paso.

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