CAPÍTULO 2 p-2

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—No servía para acariciarlo —explicó Lennie. 

La llama de la puesta de sol se elevó desde la cumbre de las montañas y el crepúsculo entró en el valle, y la penumbra se extendió entre los sauces y los sicomoros. Una carpa enorme subió a la superficie de la laguna, tragó aire y luego se hundió misteriosamente otra vez en el agua oscura, dejando unos círculos que se ensanchaban en la laguna. Más arriba, las hojas susurraron de nuevo, y unas hebras de algodón cayeron suavemente y se posaron en la superficie del agua. 

—¿Vas a buscar esa leña? —preguntó George—. Hay mucha ahí, tras ese sicomoro. Es leña de la crecida del agua. Cógela, vamos. 

Lennie fue detrás del árbol y trajo un manojo de hojas y ramitas secas. Las arrojó en montón sobre las cenizas y volvió a buscar más. Ya era casi de noche. Las alas de una paloma silbaron sobre el agua. George caminó hasta la pila de leña y encendió las hojas secas. La llamarada crepitó entre las ramitas y empezó a quemarlas. George deshizo su hatillo y sacó tres latas de judías. Las colocó en torno al fuego, cerca de la llama, pero sin que la tocaran. 

—Hay bastante para cuatro —afirmó. 

Lennie lo miraba por encima del fuego. 

—Me gustan con salsa de tomate —dijo pacientemente. 

—Bueno, pero no tenemos —explotó George—. Cualquier cosa que no tengamos, eso es lo que quieres. ¡Dios del cielo! Si yo estuviera solo, viviría tan bien... Conseguiría un empleo y trabajaría sin tropiezos... Nada de sustos..., y cuando llegara a fin de mes podría cobrar mis cincuenta dólares y podría ir a la ciudad y comprar lo que quisiera. ¡Podría estar toda la noche en un burdel! Podría comer donde se me antojara, en un hotel o en cualquier parte, y pedir todo lo que me gustara. Y podría hacer todo eso cada mes. Me compraría tres litros de whisky,o me pasaría la noche jugando a las cartas o a los dados. 

Lennie se arrodilló y, por encima del fuego, miró al enfurecido George. La cara de Lennie tenía una expresión aterrorizada. 

—Y en cambio, ¿qué hago? —siguió George con rabia—. ¡Te tengo a ti! No puedes conservar un empleo, y me haces perder todos los trabajos que me dan. No haces más que obligarme a recorrer el país entero. Y eso no es lo peor. Te metes en líos. Haces cosas malas y yo tengo que sacarte de apuros. 

Se alzó su voz hasta ser casi un grito. 

—Imbécil, hijo de perra... Me tienes siempre sobre ascuas. George adoptó los modales primorosos de las niñas cuando se mofan unas de otras. 

—Sólo quería tocar el vestido de esa chica —imitó—. Quería acariciarlo como a los ratones... Sí, pero ¿cómo diablos iba a saber ella que no querías más que eso? La pobre da un tirón, y tú sigues agarrándola como si fuera un ratón. Grita, y nos tenemos que esconder en una zanja todo el día mientras nos buscan, y tenemos que escaparnos en la oscuridad y salir de allí escondidos. Y siempre es igual, siempre. Desearía poder meterte en una jaula con un millón de ratones para que te divirtieras.

La ira lo abandonó súbitamente. Miró a través del fuego la angustiada cara de Lennie, y entonces, avergonzado, bajó los ojos hacia las llamas. 

Era muy oscuro ya, pero el fuego iluminaba los troncos de los árboles y las curvas ramas más arriba. Lennie se arrastró lentamente, con cautela, alrededor de la hoguera hasta que estuvo junto a George. Se sentó entonces sobre los talones. George hizo girar las latas de judías para que el fuego les diera del otro lado. Fingió no haber advertido que Lennie se encontraba tan cerca de él. 

—George —dijo muy suavemente.No hubo respuesta. 

—¡George! —insistió. 

—¿Qué quieres? 

De ratones y hombres→John SteinbeckDonde viven las historias. Descúbrelo ahora