CAPÍTULO 6 p-2

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Como a veces ocurre, en un momento dado el tiempo se detuvo y ese momento duró más que cualquier otro. Y el sonido se detuvo, y el momento se detuvo durante mucho tiempo,mucho más tiempo que un momento.

Luego, gradualmente, despertó otra vez el tiempo y prosiguió perezosamente su marcha.Los caballos golpearon los cascos del otro lado de los pesebres e hicieron sonar las cadenas delos ronzales. Fuera, las voces de los hombres se hicieron más fuertes y más claras.

Llegó la voz de Candy desde el extremo del último pesebre.

—Lennie —llamó—. ¡Eh, Lennie! ¿Estás aquí? He estado haciendo más cuentas. Te diré lo que podemos hacer, Lennie.

Apareció el viejo Candy al rodear el último pesebre.

—¡Eh, Lennie! —llamó otra vez; y entonces se detuvo, y su cuerpo se puso rígido. Frotó la tersa muñeca contra la áspera barba blanca—. No sabía que usted estuviera aquí —dijo a la mujer de Curley.

Al no obtener respuesta, se acercó más.

—No debería dormir aquí —expresó con desaprobación; y entonces llegó a su altura y...—. ¡Oh, Dios! —Miró a su alrededor, azorado, y se frotó la barba. Luego saltó y salió rápidamente del granero.

Pero el granero estaba vivo ahora. Los caballos coceaban y resoplaban, masticaban la paja de sus camas, y hacían sonar las cadenas de sus ronzales. Al momento volvió Candy,pero ahora con George.

—¿Para qué me has traído aquí? —preguntó George.

Candy señaló hacia la mujer de Curley. George la miró con ojos muy abiertos.

—¿Qué le pasa? —preguntó. Se acercó más y entonces repitió las palabras de Candy—:¡Oh, Dios! —Se puso de rodillas al lado del cuerpo tendido. Le colocó una mano sobre el corazón. Y por fin, cuando se incorporó, lenta, tiesamente, su rostro estaba duro y prieto como madera, y sus ojos estaban endurecidos.

—¿Qué le ha pasado? —inquirió Candy.

—¿No te lo imaginas? —repuso George, mirando fríamente a Candy, quien guardó silencio—. Yo debía haberlo sabido —masculló George desesperanzado—. Tal vez allí, en lo más hondo de mí mismo, lo sabía.

—¿Qué vamos a hacer ahora, George? —exclamó Candy—. ¿Qué vamos a hacer?

George tardó mucho en responder.

—Creo..., tendremos que decírselo a los... muchachos. Creo que vamos a tener que encontrarlo y encerrarlo. No podemos dejar que se escape. El pobre diablo se moriría de hambre. —Y luego trató de consolarse—. Tal vez lo encierren y sean buenos con él.

Pero Candy afirmó, excitado:

—No, tenemos que dejar que se escape. Tú no conoces a ese Curley. Curley querrá lincharlo. Curley va a hacer que lo maten.

George miró los labios de Candy. Por fin dijo:

—Sí, es cierto. Curley va a querer que lo maten. Y los demás lo van a matar. —Y volvió la mirada a la mujer de Curley. Ahora Candy habló de su más grande temor:—Tú y yo podemos comprar el terreno, ¿verdad, George? Tú y yo podemos ir y vivir bien allí, ¿verdad, George? ¿Verdad, George? 

Antes de que George respondiera, Candy dejó caer la cabeza y miró el heno. Ya sabía la respuesta.

—Creo —murmuró George suavemente— que yo lo sabía desde el primer momento. Creo que ya sabía que jamás podríamos hacerlo. Le gustaba tanto oír hablar de eso que yo llegué a pensar que quizás lo hiciéramos.

De ratones y hombres→John SteinbeckDonde viven las historias. Descúbrelo ahora