CÁPITULO 3

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La casa de los peones era un largo edificio rectangular. Por dentro, las paredes estaban blanqueadas con cal y el piso no tenía pintura. En tres paredes había pequeñas ventanas cuadradas y en la cuarta una sólida puerta con cerrojo de madera. Contra las paredes se alineaban ocho camastros, cinco de ellos hechos ya con mantas y los otros tres con sus fundas de arpillera al aire. Sobre cada camastro estaba clavado un cajón de manzanas con la abertura hacia adelante de manera que formaba dos estantes para guardar los efectos personales del ocupante de la litera. Y esos estantes se hallaban llenos de pequeños artículos, jabón y polvo de talco, navajas y esas revistas del Oeste que gustan leer los trabajadores de los ranchos, delas que se mofan y en las que creen en secreto. Y también había medicinas, frasquitos y peines; y de los clavos a los lados de los cajones colgaban unas pocas corbatas. Cerca de una de las paredes había una negra estufa de hierro fundido, cuya chimenea subía recta a través del techo. En el centro de la habitación se levantaba una gran mesa cuadrada cubierta de naipes, y a su alrededor se agrupaban cajones para que se sentaran los jugadores.

A eso de las diez de la mañana el sol atravesaba con una brillante barra cargada de polvo una de las ventanas laterales, y las moscas entraban y salían del rayo de luz como estrella serrantes.

Se alzó el cerrojo de madera. Se abrió la puerta y entró un anciano alto, cargado de hombros. Vestía ordinaria ropa azul y llevaba una gran escoba en la mano izquierda. Detrás de él entró George y, detrás de George, Lennie.

—El patrón os esperaba anoche —dijo el viejo—. Se enojó como el diablo cuando no os vio esta mañana para ir a trabajar.

Señaló con el brazo derecho, y de la manga surgió una muñeca redonda como un palo,pero sin mano.

—Podéis ocupar aquellas dos camas —agregó, indicando dos camastros cerca de la estufa. 

George se acercó a un camastro y arrojó sus mantas en el saco de arpillera lleno de paja que formaba el colchón. Miró el cajón de sus estantes y sacó de dentro una latita amarilla.

—¡Eh! ¿Qué diablos es esto?

—No sé —contestó el viejo.

—Aquí dice «mata positivamente piojos, cucarachas y otros insectos». Vaya condenada clase de camas que nos dan, ¿verdad? No queremos bichitos de éstos.

El viejo peón movió la escoba y la sostuvo entre el codo y el cuerpo, mientras extendía la mano para tomar la lata. Estudió cuidadosamente la etiqueta.

—Te diré qué ocurre —dijo por fin—. El último que tuvo esta cama era un herrero..., un hombre condenadamente bueno, y el tipo más limpio que se pueda conocer. Solía lavarse las manos hasta después de comer.

—Entonces, ¿cómo tenía piojos?

George iba mostrando gradualmente su ira. Lennie puso su hatillo en el camastro vecino y se sentó. Miraba a George con la boca abierta.

—Te lo explicaré —dijo el viejo—. Este herrero, un tal Whitey, era de esos que ponen veneno aun cuando no haya bichos, para estar seguros, ¿sabes? Te digo que en las comidas pelaba las patatas hervidas y les quitaba los puntitos, hasta los más pequeños, antes de comerlas. Y si le daban un huevo con una mancha roja, la quitaba. Al final se fue, a causa dela comida. Era un tipo así... muy limpio. Los domingos se vestía del todo, aunque no fuera a ninguna parte; hasta se ponía corbata, y después se quedaba sentado aquí.

—No me convence mucho —dijo George con escepticismo—. ¿Por qué dices que se fue?

El viejo puso la lata amarilla en un bolsillo y se frotó las ásperas canas de la barba conlos nudillos.

De ratones y hombres→John SteinbeckDonde viven las historias. Descúbrelo ahora