CAPÍTULO 6

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Un extremo del enorme granero estaba ocupado por una alta pilada de heno nuevo y sobre la pilada pendía la horquilla mecánica de cuatro puntas, suspendida de su polea. El heno caía como la ladera de una montaña hacia el otro extremo del granero y había un espacio al nivel del suelo sin ocupar todavía por la nueva cosecha. A los lados se veían los pesebres, y entre las barras de cada uno se distinguían las cabezas de los caballos.

Era domingo por la tarde. Los caballos en descanso mordisqueaban las restantes hojas de heno, y golpeaban los cascos y mordían la madera del pesebre y hacían sonar las cadenas de los ronzales. El sol de la tarde penetraba por las grietas de las paredes del granero y yacía en brillantes paralelas sobre el heno. Había en el aire un zumbido de moscas, el perezoso susurro de la tarde.

Desde fuera llegaba el tañido de las herraduras contra la estaca de juego y los clamores de los hombres, para jugar, para alentar, para mofarse. Pero en el granero había calma y zumbido y pereza y calor.

Sólo Lennie estaba en el granero; Lennie se había sentado en el heno junto a un cajón y bajo un pesebre situado en el extremo del granero no ocupado todavía por el heno. Lennie,sentado sobre el heno, miraba a un perrito muerto que yacía frente a él. Lo miró largo rato,luego extendió su mano enorme y lo acarició desde la cabeza a la cola.

Y Lennie dijo suavemente al cachorrito:

—¿Por qué has tenido que morirte? No eres tan pequeño como los ratones. No te pegué muy fuerte.

Dobló hacia atrás la cabeza del cachorro y siguió hablándole:

—Ahora quizá George no me deje cuidar los conejos, si descubre que has muerto.

Excavó un hueco en la paja, metió en él al cachorro y lo cubrió con heno hasta ocultarlo;pero siguió mirando el montículo que había hecho.

—Esto —continuó— no es algo tan malo como para tener que esconderme en el matorral.¡Oh, no! No es para tanto. Le diré a George que te encontré muerto.

Desenterró el cachorro y lo inspeccionó, y volvió a acariciarlo desde las orejas a la cola. Y continuó hablando acongojado.

—Pero lo va a saber. George siempre sabe. Me va a decir: «Tú lo mataste. No trates de engañarme». Y va a decir: «Ahora, no vas a cuidar los conejos».

De pronto, explotó su ira.

—¡Maldito seas! —exclamó—. ¿Por qué has tenido que ir y morirte? No eres tan pequeño como los ratones.

Levantó el perrito y lo arrojó a lo lejos. Le volvió la espalda. Se sentó, muy inclinado el busto sobre las rodillas, y murmuró:

—Ahora no van a dejar que cuide de los conejos. Ahora George no me va a dejar.

Se inclinó hacia adelante y atrás, meciéndose en su desventura.

Desde fuera llegaba el tañido de las herraduras contra la estaca de hierro y luego un breve coro de gritos. Lennie se incorporó y buscó el perrito, lo tendió en el heno y se sentó.Volvió a acariciar al cachorro.

—No eras bastante grande —susurró—. Me dijeron y me repitieron que todavía no eras grande. Yo no sabía que ibas a morir tan fácilmente.

Tomó entre sus dedos la fláccida oreja del perrito.

—Quizá George no se enoje —se consoló—. Este condenado hijo de perra no era nada para George. A lo mejor no le importa.

La mujer de Curley apareció dando la vuelta al extremo del último pesebre. Caminaba muy lentamente, de modo que Lennie no la vio. Llevaba su vistoso vestido de algodón y las chinelas con rojas plumas de avestruz. Tenía la cara muy maquillada y sus bucles, como salchichas, estaban dispuestos cuidadosamente. Llegó muy cerca de Lennie antes de que éste alzara la mirada y la viera.

De ratones y hombres→John SteinbeckDonde viven las historias. Descúbrelo ahora