25. La invitación

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Elliot se ciñó la capa negra a su alrededor, asegurándose de que no quedara expuesta ni una pulgada de piel

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Elliot se ciñó la capa negra a su alrededor, asegurándose de que no quedara expuesta ni una pulgada de piel. Resultaba tremendamente incómodo e irritante tener que cubrirse cuando poseía el brazalete de la nikté para protegerlo, pero no tenía más remedio. Temía que uno de los contrabandistas se hubiera dado cuenta de que podía caminar bajo el sol y lo gritara a pleno pulmón en la primera taberna en la que se emborrachara. El rumor correría como la pólvora y los vampiros de la Mandíbula no tardarían en matarlo para arrebatarle la preciada joya.

Para bien o para mal, después de haber molido a palos a Goran, contrabandistas y esclavistas mantenían las distancias con él.

Elliot no volvió a atar a Ratza-Mûn a los carros y nadie se atrevió a ordenárselo. Tampoco lo habían echado de la caravana donde había ocupado el último lugar, incluso tras los esclavos.

No pararon hasta bien entrada la tarde, cuando se detuvieron junto a un riachuelo. Guio a Ratza-Mûn a la orilla y retiró la silla y la carga para que pudiera descansar y beber mejor. Él mismo se permitió tomar dos viales enteros de sangre puesto que había llenado sus reservas en la matanza de los vokul.

Le echó una mirada a los esclavos y lamentó una vez más los pocos que quedaban. Ellos también se inclinaban sobre la corriente para beber, pero debido a las cadenas, era una tarea sumamente difícil y se veían obligados a sumergir la cabeza como animales.

Aquello lo llenó de furia.

Rebuscó entre sus pertenencias y sacó un cuenco de madera. Lo llenó de agua y se inclinó junto al primer esclavo que encontró: un joven enjuto, de ojos hundidos y heridas en las muñecas debido al roce de los grilletes. Le tendió el cuenco, pero él se apartó de un salto como si fuera presa de un espasmo. Los que estaban junto a él se tambalearon, unos intentando alejarse, otros perdiendo el equilibrio al estar atados entre ellos.

—No voy a haceros daño —susurró Elliot intentando calmarlos aún con el cuenco extendido.

Un resoplido fue la única respuesta que obtuvo. Se volvió y se topó con la esclava de cabello platino que se había esposado voluntariamente.

—¿Tienes algo que decir? —preguntó irguiéndose frente a ella.

—Sí, ¿me acercas ese cuenco?

Caminó hasta ella y se lo tendió. La joven lo tomó con brusquedad vertiendo parte de su contenido. Bebió lo que restaba y volvió a llenarlo para dar largos tragos de agua fresca.

—¿Tú...? —Se detuvo para aclararse la garganta—. ¿Tú no me tienes miedo?

—¿Por qué iba a tenerte miedo? —replicó en un siseo mirándolo con el desafío brillando en sus ojos negros.

—Soy un vampiro —contestó perplejo.

—Hay millares en Skhädell mucho más poderosos que tú.

Por algún extraño motivo, aquel comentario molestó al joven.

Los eternos malditos ✔️ [El canto de la calavera 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora