La demencia

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La demencia es un estigma.
Marca soles de desaforado desierto -casi quema- en la bioquímica involuntaria del ser.
El demente será demente porque sí,
tan dementemente bello que pinta girasoles, nubes de azulada forma y movimiento, corta orejas, escribe notas de profundidad sonora, se mueve en altibajos de cadencia musical, casi una operística forma de sentir los sonidos, esos huracanes que hablan en do, re, mi...hasta creer que una nota provoca la resurrección.
El demente siembra flores exquisitas, petalea cada rosa como un accidente divino, escucha y persigue pájaros para llegar al cielo, toca la rigidez del tronco, se asombra de la gota escurridiza, cocina con las especies como si su búsqueda fuera otro continente, saborea los besos tan dulcísimos de tierra, de oxigenación, de azúcar.
El demente ama todas las cosas, hasta su dolor, su olvido, su vergüenza. Desata sus furias con el manejo de la luna sobre un río, perdona su ingenuidad, su clamor de ostra cerrada para siempre.
El demente pierde el tiempo, se va de sí mismo, se va hacia la dócil permanencia de lo finito, no le teme al odio, ni a la muerte desde cualquier ángulo, más bien la espera como si fuera nacer desde la profundidad, desde un colibrí o un coral de colores intensos.
El demente se ve en todos desde todos, es invisible y burlado, amado desde los fuegos compasivos de su sangre o extintos como insostenibles por un mundo natural casi perverso.
La demencia es un estigma inhumano por la diversidad de su jardín, por la luz que no se ve, por la belleza que se encuentra, por la ironía de su sazón, de su rabieta irreversible.
El demente solo se imagina distinto porque lo es.

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