Parte I

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ph es el nombre egipcio de la ciudad que en lo antiguo se llamaba Tebas, la de las cien puertas (o Diopolis Magna) parecía adormecida por la acción aniquiladora de un sol de fuego. Era medio día; la blanca luz caía del pálido cielo sobre la tierra desfallecida de calor; el suelo, abrillantado por las reverberaciones, brillaba como metal repujado, y la sombra sólo trazaba al pie de los edificios una estrecha fajita azulada, parecida a la línea de tinta con que un arquitecto dibuja sus planos en el papiro.
Las casas, cuyos muros estaban ligeramente inclinados en talud, resplandecían como los ladrillos de un horno; las puertas estaban cerradas, y en las ventanas con persianas de cañas entretejidas, no se veía ninguna cabeza.
En el fondo de las desiertas calles y por encima de los terrados, se destacaban en el espacio de incandescente pureza, las puntas de los obeliscos, los vértices de los pilones, los cornisamentos de los palacios y de los templos, cuyos capiteles, que representaban cabezas humanas o flores de loto medio emergentes, interrumpían las líneas horizontales de los techos y se alzaban como escollos sobre la uniformidad de los edificios particulares.
De trecho en trecho y sobresaliendo de los muros de un jardín, se alzaba el escamado tronco de una palmera terminado por un abanico de hojas completamente inmóviles, porque ni el menor soplo agitaba la atmósfera; acacias, mimosas e higueras de Faraón ostentaban sus ramajes y trazaban una sombrita azulada sobre la resplandeciente luz del suelo. Esas manchas verdes animaban y refrescaban la solemne aridez del cuadro, que sin ellas hubiese presentado el aspecto de una ciudad muerta.
Sólo desafiaban el ardor del sol algunos esclavos de raza Nahasi, de color negro, de cara simiesca, de bestial continente. Que llevaban a casa de sus amos, en jarras colgadas de un palo que apoyaban en el hombro, el agua cogida en el Nilo. Aunque sólo estaban vestidos de un calzón rayado ceñido en las caderas, sus espaldas, brillantes y pulidas como el basalto, chorreaban sudor; y los esclavos aceleraban el paso para no quemarse las encallecidas plantas de los pies en las aceras, que estaban tan calientes como el suelo de una estufa.
Los marineros dormían en la sentina de sus cangas amarradas al muelle de ladrillos del río, con la seguridad de que nadie les despertaría para pasar a la otra orilla, al barrio de los Memnomias.
En lo más alto del cielo giraban los gipaetos, cuyas agudas piadas se percibían gracias al general silencio y que en cualquier otro momento del día se hubiesen perdido en el rumor de la ciudad.
Dos o tres ibis, posados en las cornisas de los monumentos, con una pata replegada bajo el pecho y el pico escondido en el buche, parecían meditar profundamente y destacaban su tenue silueta sobre el azul calcinado y blanquecino que servía de fondo.
Pero no todo dormía en Tebas. Un vago murmullo de música salía de un gran palacio, cuyo cornisamento, ornado de palmitas, destacaba su gran línea recta sobre el cielo inflamado. Esas ondas de armonía. se extendían de vez en cuando al través del diáfano temblor de la atmósfera, donde casi hubiese podido observar la vista sus sonoras ondulaciones.
La música, apagada por el espesor de las murallas como por una sordina, tenía una dulzura extraña. Era un canto de triste voluptuosidad, de languidez extremada, que expresaba el cansancio del cuerpo y el desaliento de la pasión. Y también se traslucía en él el cansancio luminoso del eterno azur, el indefinible abatimiento de los países cálidos.
Al pasar a lo largo de esos muros, el esclavo, olvidando el látigo de su amo, detenía su marcha y se paraba para escuchar atentamente ese canto impregnado de todas las secretas nostalgias del alma y que le recordaba la perdida patria, los interrumpidos amores y los insuperables obstáculos de la suerte.
¿De dónde procedía ese canto, ese suspiro quedamente exhalado en medio del silencio de la ciudad? ¿Qué alma inquieta velaba, cuando todo dormía en torno suyo?
La fachada del palacio, que hacía frente a una plaza bastante grande, tenía esa rectitud de líneas y ese basamento monumental de la arquitectura egipcia civil y religiosa. Esa mansión no podía ser más que la de una familia de príncipes o sacerdotes; se adivinaba en lo escogido de los materiales, en lo primoroso de la construcción, en la riqueza de los ornamentos.
En medio de la fachada se elevaba un gran pabellón flanqueado por dos alas y coronado por un tejado en forma de triángulo desmochado. Una ancha moldura con profunda escocia y de saliente perfil terminaban el muro, en el que no se veía mas aberturas que una puerta colocada, no en el medio, sino el rincón del pabellón, probablemente para dejar que la escalera se desarrollase libremente en el interior, y coronada por una cornisa del mismo estilo que el cornisamento.
El pabellón sobresalía de un muro al que se aplicaban como balcones, dos pisos de galerías, especie de arcadas, formados por columnas de singular fantasía arquitectónica. Las bases de estas columnas representaban enormes capullos de loto, cuyas copulitas se abrían en forma de lóbulos dentados y dejaban salir, como gigantescos pistilos, los fustes, gruesos en la parte inferior, adelgazados en la superior, ceñidos por un collar de molduras bajo el capitel y terminados en una flor.
Entre los anchos vanos de los intercolumnios se veían ventanitas de dos hojas con vidrios de colores; y encima había un terrado pavimentado con enormes losas.
En estas galerías exteriores se veían grandes jarras de barro, que se habían perfumado con almendras amargas y que refrescaban el agua del Nilo, expuestas a las corrientes de aire, tapadas con tapones de hojas y colocadas sobre trípodes de madera. Sobre unos veladores había pirámides de frutas, ramos de flores y copas de diferentes formas, pues los egipcios gustan comer al aire libre, y comen, por decirlo así, en la vía pública.
A cada lado de ese arimez se extendía un cuerpo de edificio que sólo tenía planta baja. Estaba formado por una hilera de columnas empotradas hasta la mitad de su altura en una pared dividida en paneles, y constituía una especie de paseo en torno de la casa, resguardado del sol y de las miradas indiscretas. Todo el edificio, animado con pinturas ornamentales, pues los fustes, los capiteles, las cornisas y los paneles estaban pintados, producían un efecto bonito y espléndido.
Al traspasar el umbral de la puerta se entraba en un vasto patio rodeado por un pórtico cuadrilateral sostenido por pilares, cuyos capiteles estaban formados por cuatro cabezas de mujer con orejas de vaca, ojos rasgados, nariz ligeramente roma, con la sonrisa muy pronunciada y tocadas con rodetes rayados que sostenían un dado de dura arenisca.
Bajo ese pórtico se veían las puertas de las habitaciones, en las que sólo penetraba la luz atenuada por la sombra de la galería.
En medio del patio, iluminada por el sol, resplandecía una fuente bordeada por un margen de granito de Siena, sobre la que había esparcidas hojas de loto en forma de corazón, cuyas flores, de color de rosa o azules, medio se cerraban como desvanecidas por el calor, a pesar de estar en el agua.
En los arriates que encuadraban el estanque había flores plantadas en forma de abanico en pequeños montículos de tierra, y por las sendas que había entre los macizos se paseaban dos cigüeñas domesticadas, que de cuando en cuando castañeteaban el pico y agitaban las alas como si quisiesen emprender el vuelo.
Cuatro grandes perseas ostentaban en los ángulos del patio sus retorcidos troncos y sus hojas de un verde metálico.
En el fondo, una especie de pilón interrumpía el pórtico, y su ancho vano encuadraba el azul del cielo y dejaba ver un quiosco de verano, de rica y elegante construcción, situado al final de un enramado.
En los jardinillos situados a los lados del cenador y divididos por arbolitos enanos podados en forma de cono, se veían granados, sicomoros, tamarindos, mimosas, períplocas y acacias, cuyas flores brillaban como chispas, coloreadas sobre el fondo verde oscuro de las hojas que sobrepujaban los muros.
La música, dulce y tenue, de que hemos hablado, salía de una de las habitaciones, cuyas puertas estaban bajo el pórtico interior.
El patio estaba inundado de sol y el suelo brillaba intensamente; pero en la habitación había una luz azulada y fresca, y transparente gracias a su intensidad. Al penetrar en aquella estancia, los ojos, cegados por las ardientes reverberaciones del exterior, sólo distinguían las formas y los contornos hasta que concluían por acostumbrarse a ese claroscuro.
Las paredes de la habitación estaban pintadas de color lila claro, y en la parte superior había una cornisa pintada con llamativos colores y adornada con palmitas doradas. Divisiones arquitectónicas felizmente combinadas formaban en los espacios libres paneles encuadrados por dibujos, ornamentos, ramilletes de flores, figuras de aves, dameros de colores formando contraste y escenas de la vida íntima.
En el fondo de la habitación y cerca de la pared se veía un lecho de forma extraña, que representaba un buey, adornada la cabeza con plumas de avestruz y sosteniendo un disco entre los cuernos. El lomo del animal estaba aplanado para dejar el sitio a quien en el lecho se recostase sobre un delgado colchoncillo rojo, y todo ello reposaba en las patas del buey, negras y terminadas en verdes pezuñas, mientras que la cola se retorcía hacia arriba y se dividía en dos mechones.
Ese cuadrúpedo–lecho, ese animal–mueble hubiese parecido extraño en cualquier otro país, pero no en Egipto, en que también los chacales y los leones prestaban sus formas al artífice para transformarlos en lechos.
Delante de esa cama estaba colocado una especie de escabel de cuatro escalones, que servia para subir a ella. En la cabecera había una almohada de alabastro oriental, tallada en forma de media luna y destinada a servir de apoyo al cuello sin desarreglar el peinado.
En el centro del cuarto había una mesa de madera preciosa con un pedestal hueco, y sobre ella un florero con flores de loto, un espejo de bronce pulimentado y base de marfil, un cubilete de ágata listada lleno de polvo de antimonio, una espátula para perfumes, de madera de sicómoro y que representaba una muchacha desnuda hasta la cintura, estirada como si estuviese nadando y quisiera sostener su cazoleta encima del agua.
Cerca de la mesa, en un sillón de madera dorada realzada de rojo, con las patas azules, los brazos figurando leones y cubierto con un grueso almohadón púrpura estrellado de oro y adornado con cuadritos negros cuyo borde sobresalía formando volutas por encima del respaldo, estaba sentada una mujer, o mejor, una muchacha de maravillosa belleza negligente y melancólicamente, reclinada con graciosa postura. Sus facciones, de una delicadeza ideal, presentaban el tipo egipcio más puro, y los escultores debieron de pensar en ella con frecuencia, infringiendo los rigurosos dogmas hieráticos, al esculpir las imágenes de Isis y de Hathor. Reflejos rosados y dorados coloreaban su palidez, en la que se destacaban sus grandes ojos negros, agrandados aún más con una línea de antimonio, que expresaban indecible tristeza. Esos ojos obscuros, con las cejas retocadas y los párpados pintados, tenían una expresión extraña en esa cara tan mona, casi infantil. La entreabierta boca, coloreada como una flor de granado, dejaba ver entre los labios, ligeramente gruesos, un húmedo destello de nácar azulado, y tenía esa sonrisa involuntaria y casi doliente que comunica tan simpático encanto a las caras egipcias. La nariz estaba ligeramente deprimida en su nacimiento, en el sitio en que las cejas se confundían en una sombra aterciopelada, y se perfilaba con líneas tan puras, con tan fina arista, y se terminaba en unas aletas tan netamente recortadas, que cualquier mujer o cualquier diosa la hubiese querido para si, a pesar de lo imperceptiblemente
La barba era de curva extremadamente elegante, y brillaba como marfil pulimentado. Los carrillos, un poco más desarrollados que en las beldades de otros países, comunicaban a la fisonomía una expresión de dulzura y de gracia de indecible encanto.
Esta hermosa muchacha tenía por tocado una especie de casco formado por una pintada, cuyas alas medio extendidas se aplicaban sobre las sienes, y cuya bonita cabeza alargada llegaba hasta la mitad de la frente, mientras que la cola, moteada de puntos blancos, se desplegaba sobre la nuca. Una combinación de esmaltes, hábilmente hecha, imitaba admirablemente el moteado plumaje del ave; plumas de avestruz, enlazadas en el casco como un penacho, completaban ese tocado, que estaba reservado a las vírgenes, así como el buitre, símbolo de la maternidad no pertenecía más que a las mujeres.
Los cabellos de la muchacha, negros y brillantes, estaban peinados en finas trencitas, y se agrupaban a los lados de sus redondos y lisos carrillos haciendo resaltar el contorno de éstos y llegando hasta los hombros. Sobre el negro del pelo lucían, como soles sobre una nube, grandes discos de oro a guisa de pendientes; y del tocado partían dos largas bandas de tela, con los estrenaos franjados, que pendían graciosamente por la espalda. Un ancho peto, compuesto por varias franjas de esmaltes, de perlas de oro, de granos de cornalina, de peces y lagartos de oro estampado, cubrían el pecho desde la base del cuello hasta el nacimiento del seno, que se trasparentaba blanco y rosado al través de la sutil trama del calasiris. El vestido, de grandes cuadros, se ceñía bajo el seno por medio de un cinturón, cuyos extremos pendían, y se terminaba en una ancha franja adornada de listas transversales guarnecidas de ribetes. Triples brazaletes de granos de lazulita, estriados de trecho en trecho por una hilera de perlas de oro, ceñían sus finas muñecas, tan delicadas como las de un niño; y sus hermosos y estrechos pies, de flexibles y largos dedos, calzados con tatbebs4 de cuero blanco con dibujos dorados estampados, descansaban en un taburete de cedro incrustado de esmaltes rojos y verdes.
La joven egipcia se llamaba Tahoser. A su lado estaba arrodillada, en esa postura que los pintores reproducen con frecuencia en los muros de los hipogeos, una pierna replegada bajo el muslo y la otra formando ángulo obtuso, una arpista, colocada sobre una especie de zócalo bajo destinado seguramente a aumentar la resonancia del instrumento. Un trozo de tela rayada por bandas y colores y cuyos extremos, echados hacia atrás, flotaban con las puntas acaneladas, sostenía sus cabellos y encuadraba su cara, sonriente y misteriosa como la de una esfinge. Un vestido estrecho, o, por mejor decir, una funda de transparente gasa, se adaptaba exactamente a los juveniles contornos de su frágil y elegante cuerpo. Este vestido no llegaba más que hasta por debajo del seno y dejaba libres los hombros, el pecho y los brazos en su casta desnudez.
Un soporte hincado en el zócalo, sobre el que estaba la tocadora, y atravesado por una clavija en forma de cuña, servía de punto de apoyo al arpa, la que sin eso hubiese gravitado completamente sobre el hombro de la joven. El arpa se terminaba en una especie de "tabla de armonía", redondeada en forma de concha, adornada con pinturas ornamentales, y tenía en la extremidad superior una cabeza de Hathor esculpida, empenachada con una pluma de avestruz; sus nueve cuerdas estaban puestas diagonalmente y se estremecían al contacto de los finos y largos dedos de la arpista, quien, para alcanzar las notas graves, se inclinaba frecuentemente con gracioso movimiento, como si hubiese querido nadar sobre las sonoras ondas de la música y seguir a la armonía que se alejaba.
Detrás de la arpista estaba de pie otra tocadora que hubiese parecido completamente desnuda a no ser por la ligera gasa blanca que atenuaba el bronceado color de su cuerpo. Tocaba una especie de bandurria con asta desmesuradamente larga, cuyas tres cuerdas estaban coquetamente adornadas en sus extremos con borlas de colores. Uno de los brazos de la tocadora, delgado y sin embargo redondo, se alargaba hasta la extremidad del asta en escultural postura, mientras el otro sostenía el instrumento y hacía sonar las cuerdas. Otra tercera muchacha, cuya enorme cabellera hacíala parecer más delgada de lo que en realidad era, llevaba el compás con un atabal formado por un marco de madera ligeramente encorvado hacia adentro y cubierto con piel de onagro5.
La arpista cantaba una melopea lastimera, acompañada al unísono por inexplicable dulzura y profunda tristeza. El canto expresaba vagas aspiraciones, veladas penas, un himno de amor a lo desconocido, y tímidas quejas del rigor de los dioses y la crueldad de la suerte.
Tahoser, con el codo apoyado en uno de los leones de su sillón, la cara en la mano y el dedo levantado hacia la sien, oía con distracción más aparente que verdadera el canto de la arpista. A veces, un suspiro hinchaba su pecho y levantaba los esmaltes de su peto; de vez en cuando, un húmedo reflejo, producido por una lágrima que se formaba, abrillantaba el globo de su ojo, circundado por las rayas de antimonio, y sus dientecillos mordían su labio inferior como si ella se rebelase contra la emoción que sentía.
—Satú — dijo, dando una palmada para imponer silencio a la tocadora, quien inmediatamente apagó las vibraciones del arpa con la palma de la mano; — tu cántico me pone nerviosa, lánguida, y concluiría por marearme como un perfume demasiado fuerte. Parece que las cuerdas de tu arpa están hechas con las fibras de mi corazón y resuenan dolorosamente en mi pecho; casi me avergüenzas, porque mi alma llora al través de la música. ¿Quién puede conocer nuestros secretos?
—Ana — respondió la arpista, — el músico y el poeta lo saben todo; los dioses les revelan las cosas ocultas; expresan en sus rimas lo que el pensamiento apenas llega a concebir y lo que la lengua confusamente balbucea. Si mi canto te entristece, puedo sugerirte ideas más halagüeñas cambiando de tono.
Y Satú empezó a tocar de nuevo, con alegre energía y con vivo ritmo, que el atabal acentuaba, con precipitados redobles. Después de ese preludio, entonó un cántico celebrando los encantos del vino, el éxtasis de los perfumes y el delirio de la danza. Algunas de las mujeres que, sentadas en unas sillas de tijera en forma de cuello de cisne, cuyo amarillo pico muerde el pelo de la silla, o recostadas sobre almohadones escarlata, llenos de filamento de cardo, se mantenían en posturas de desesperada languidez bajo la influencia de la música de Satú, al oír los nuevos acordes se estremecieron, ensancharon las aletas de sus finas naricillas, aspiraron el mágico ritmo, se pusieron de pie y, movidas por irresistible impulso, empezaron a bailar.
De un peinado en forma de casco abierto que envolvía sus cabelleras se escapaban algunas guedejas que azotaban sus morenos carrillos, que pronto sonrojó el ardor de la danza. Gruesos círculos de oro se entrechocaban en sus cuellos y al través de sus largas camisas de gasa, bordadas con perlas en la parte superior, se velan sus cuerpos de color de bronce dorado, agitándose con la flexibilidad de una culebra. Se retorcían, se arqueaban, movían las caderas, aprisionadas en un estrecho cinturón, se echaban hacia atrás, tomaban posturas inclinadas, echaban la cabeza a un lado y a otro como si sintiesen secreta voluptuosidad en rozar con el carrillo sus fríos y desnudos hombros, se pavoneaban como palomas, se arrodillaban y volvían a levantarse, oprimían su pecho con las manos o desplegaban perezosamente los brazos, que parecían revolotear como los de Isis y de Nephtys, arrastraban las piernas, plegaban las corras, movían los pies con pequeños movimientos irregulares y nerviosos, y seguían todas las ondulaciones de la música.
Las acompañantes, adosadas a la pared para dejar el espacio libre a las evoluciones de las bailarinas, marcaban el compás chasqueando los dedos o dando palmadas. Unas estaban completamente desnudas y no tenían más adorno que un brazalete de pasta esmaltada; otras, únicamente vestidas con una pampanilla ceñida, sostenida por tirantes, adornaban su peinado con retorcidos tallos de flores. Era un espectáculo extraño y gracioso. Los capullos y las flores, al agitarse dulcemente, extendían su aroma por la sala, y esas muchachas hubiesen dado motivo a los poetas para hacer felices comparaciones.
Pero Satú se había ilusionado con el poder de su arte. El alegre ritmo parecía haber aumentado la melancolía de Tahoser. Una lágrima corría por su mejilla, como una gota de agua del Nilo por el pétalo de una ninfea, y, ocultando la cara en el pecho de la esclava favorita, que estaba apoyada al sillón de su ama, murmuró sollozando con un gemido de paloma que se ahoga:
— ¡Ay, mi pobre Nafré, qué triste estoy y cuán desgraciada me siento!

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