Parte VIII

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Hay que confesar que Tahoser no se preocupaba de Nofré, su acompañadora favorita, ni de la inquietud que debía causar su ausencia. Esa ama tan querida había olvidado por completo su hermosa casa de Tebas, sus criados y sus joyas, aunque parezca increíble tratándose de una mujer.
La hija de Petamunoph no tenía la menor sospecha del amor del Faraón; no había observado la voluptuosa mirada que el rey la dirigiera, de ese rey cuya majestad nada en la tierra podía conmover. Y si lo hubiera notado, hubiese puesto ese deseo real, como todas las flores de su alma, a los pies de Poeri, como una ofrenda.
Mientras impelía con el pie el huso, para hacerlo ascender a lo largo del hipo — pues esta era la ocupación que le habían dado, —miraba con el rabillo del ojo cuanto Poeri hacía, y le envolvía con una mirada acariciadora, gozaba silenciosamente de la dicha de permanecer junto a él, en el pabellón cuya entrada le había permitido.
Si el joven hebreo la hubiese mirado, se habría extrañado del húmedo reflejo de los ojos de la doncella, de los súbitos enrojecimientos que cubrían a veces sus mejillas como rosadas nubes, del precipitado palpitar de su corazón, que se adivinaba por el temblor de su pecho. Pero, sentado junto a la mesa, Poeri se inclinaba sobre una hoja de papiro, en la que inscribía cuentas con cifras demóticas, sirviéndose de una cañita que entintaba en una tablilla que tenía un agujero con tinta.
¿Se daba cuenta Poeri del amor tan manifiesto que Tahoser sentía por él? ¿O simulaba no verlo por alguna razón desconocida?
La trataba con dulzura y benevolencia, pero con cierta reserva, como si hubiese querido prevenir o evitar alguna declaración importuna, a la que le hubiese sido difícil responder. Y, sin embargo, la falsa Hora era bien hermosa, sus encantos, que a través de su pobre vestido se adivinaban, tenían gran poder, y del mismo modo que, durante las horas más calurosas del día, vése ondear sobre la tierra brillante un vaho luminoso, una atmósfera de amor parecía rodearla. La pasión palpitaba en sus labios como un pajarillo que quisiera levantar el vuelo, y cuando estaba segura de que nadie podía oírla, bajo, muy bajo, repetía como una canción monótona: "Poeri, te amo".
El hebreo salió para inspeccionar la siega, pues esto sucedía en la época de la recolección. Tahoser, que no podía separarse de él más que la sombra del cuerpo que la produce, le siguió tímidamente, temiendo le dijese que permaneciera en casa; pero el joven le dijo con acento en que ningún enfado se traslucía:
—Las penas se alivian viendo las apacibles labores del campo; si atormenta tu alma algún doloroso recuerdo de la prosperidad perdida, se disipará ante el espectáculo de esta alegre actividad. Todo esto debe de ser nuevo para ti, porque tu piel, que el sol aun no ha tostado, tus delicados pies, tus lindas manos, la elegancia con que vistes el retazo de basta tela que te sirve de traje, me demuestran de concluyente manera que has vivido siempre en las ciudades, rodeada de comodidades y de lujo. Ven y siéntate, mientras hilas, a la sombra de ese árbol en que los segadores han colgado el odre que contiene su bebida, para que se refresque.
Tahoser obedeció y se sentó bajo el árbol, con los brazos cruzados sobre las rodillas, y éstas cerca de la barba.
La llanura se extendía desde las tapias del jardín hasta las primeras estribaciones de la cordillera líbica, y parecía un mar amarillo, en que el menor soplo de viento formaba olas de oro. La luz era tan intensa, que el dorado tono del trigo blanqueaba en algunos sitios, tomando matices plateados. Las espigas habían crecido vigorosas y opulentas en el fértil barro del Nilo, y eran altas y duras como jabalinas; nunca tostó el sol, llameante y cálido, cosecha más abundante; había para llenar hasta el tejado la fila de graneros abovedados que estaban junto a las bodegas.
Hacía largo rato que los trabajadores recomenzaran la tarea, y, desde lejos, se veían sus cabezas, emergiendo, mochas o crespas, entre las olas de trigo, con un pañuelo atado, y sus espaldas desnudas, de color de ladrillo.
Se inclinaban y se enderezaban con movimiento acompasado, segando el trigo con sus hoces, un poco más abajo de las espigas, con tanta uniformidad como si siguiesen una línea marcada con tirante cordel.
Detrás de los segadores iban los espigadores, con unos capazos de esparto, donde echaban las espigas segadas; los llevaban en el hombro o colgados de una barra transversal entre dos, y los acarreaban a los montones que de trecho en trecho formaban.
A veces, los segadores fatigados interrumpían su tarea y colocaban la hoz bajo el brazo derecho, mientras bebían un trago de agua; en seguida volvían a la faena, temerosos del látigo del capataz. Las espigas segadas eran luego transportadas a la era, donde se las extendía por capas, que se igualaban con las horquillas, y cuyos bordes aparecían ligeramente más altos por los últimos capachados aún sin allanar.
Poeri indicó al bueyero que hiciese avanzar sus bestias. Eran unos animales hermosos, con grandes cuernos ensanchados como los de Isis, de elevada cruz, potente papada y piernas secas y nerviosas. En sus ancas se veía la marca de la granja, estampada con candente hierro. Andaban pausadamente y estaban sujetos con un yugo horizontal que unía sus cuatro testuces.
Se les condujo a la era, y enardecidos por el látigo, empezaron a pisotear, andando circularmente, haciendo saltar entre sus pezuñas los granos del trigo; su lustroso pelo brillaba con el sol y el polvo que levantaban les subía a los hocicos; por esto, al cabo de unas veinte vueltas se apoyaban unos contra otros y, a pesar de las fustas que azotaban sus costados, acortaban sensiblemente el paso. Para animarlos, el conductor que los guiaba, tirándoles de los rabos, entonó, con vivo y alegre acento, la antigua canción de los bueyes: "Trillad bueyes; trillad, fanegas para vosotros y para vuestro amo". Y la yunta, animándose, se adelantaba y desaparecía entre una nube de rubio polvo, en que brillaban chispas doradas.
Cuando los bueyes hubieron terminado su faena, vinieron unos trabajadores que aventaron el trigo con palas de madera para quitarle las pajas, las barbas y las bainas.
Una vez aechado, se ponía el trigo en sacos, de que tomaba nota un grammate, y se lo llevaban a los graneros, a los que conducían unas escalas.
Sentada a la sombra del árbol, Tahoser se recreaba viendo ese espectáculo lleno de animación y grandeza, y frecuentemente su distraída mano se interrumpía de torcer el hilo.
El día iba avanzando, y el sol, que se alzara detrás de Tebas, había salvado el Nilo y se encaminaba hacia la cordillera líbica, tras de la cual se ocultaba todas las tardes. Era la hora en que el ganado torna de los campos y vuelve al establo. Tahoser presenció, junto a Poeri, ese gran desfile pastoral.
Vino primeramente una inmensa manada de bueyes, unos blancos, otros rojizos, unos negros pintarrajeados de blanco, otros píos, algunos zebreados; los había de todos los pelajes; pasaban levantando sus lustrosos morros, de los que pendían filamentos de baba, y abriendo sus grandes ojos dulces. Los más impacientes, al oler el establo ya próximo, levantaban las patas algunos instantes, y sobresalían de la cornuda muchedumbre, con la que se confundían, de nuevo al caer; los menos diestros, al quedarse rezagados, lanzaban plañideros mugidos como en son de protesta.
Junto a los bueyes iban los pastores con sus fustas y su cuerda enrollada. Al llegar delante de Poeri se arrodillaban y, con los codos pegados a los costados, tocaban el suelo con la frente, en señal de respeto. Los escribanos inscribían el número de cabezas de ganado en unas tabletas.
Después de los bueyes pasaron los asnos, trotando y coceando ante los palos de pastores que llevaban la cabeza rapada y estaban sumariamente vestidos de un cinturón de tela, cuyos extremos caían entre sus muslos. Los asnos desfilaron sacudiendo sus largas orejas y golpeando el suelo con sus pequeños y duros cascos. Los burreros hicieron las mismas genuflexiones que los vaqueros, y los escribanos tomaron nota exacta del número de bestias.
Luego tocó el turno a las cabras; llegaban precedidas de sus machos y balando débilmente y con satisfacción. Apenas podían contener su petulancia los cabreros y recoger las que se descarriaban. Se las contó, lo mismo que los bueyes y los asnos y, con iguales ceremonias, los pastores se prosternaron a los pies de Poeri.
Cerrando el cortejo venían las ocas que, cansadas de caminar, se bamboleaban sobre sus anchas patas, batían ruidosamente las alas, alargaban el cuello y daban roncos graznidos. El número de ellas fue anotado y las tabletas entregadas al inspector de la granja.
Mucho después de haber pasado los bueyes, los asnos, las cabras y las ocas, continuó elevándose lentamente hacia el cielo una columna de polvo que el viento no conseguía barrer.
— ¿Qué tal, Hora? ¿Te ha divertido ver esos segadores y esos rebaños?—dijo Poeri a Tahoser. — Estas son las distracciones del campo. Aquí no tenemos arpistas y bailarinas como en Tebas. Pero la agricultura es sana, es la nodriza que alimenta al hombre, y aquél que siembra un grano de trigo, ejecuta un acto que es agradable a los dioses. Y ahora ve a cenar con tus compañeras; yo vuelvo al pabellón y voy a calcular cuantas medidas de grano han producido las espigas.
Tahoser colocó una mano en el suelo y la otra sobre su cabeza, en señal de respetuoso asentimiento, y se retiró.
En el comedor reían y charlaban varias jóvenes domésticas, mientras comían cebollas crudas, pasteles de sorgo y dátiles, en un vasito de barro lleno de aceite había una mecha, cuya luz alumbraba la escena y extendía amarillenta claridad sobre las morenas caras y las leonadas espaldas, no cubiertas por ningún vestido, de las criadas. Unas estaban sentadas en sencillas banquetas de madera; las otras apoyadas en la pared, con una rodilla doblada.
— ¿Dónde irá el amo todas las noches? —dijo una muchachita de aire malicioso, mientras pelaba una granada con monerías de mico.
—El amo va adonde le acomoda — respondió una gran esclava, que masticaba los pétalos de una flor. — ¡Si tendrá que darte cuenta de lo que hace! En todo caso no serías tú quien le retuviese en casa.

—Yo también como cualquiera — respondió ofendida la chiquilla.
La grande se encogió de hombros.
—La misma Hora, que es mas hermosa y más blanca que todas nosotras, no podría retenerle. Aunque tiene nombre egipcio y está al servicio del Faraón, Poeri pertenece a la bárbara raza de Israel. Sin duda sale de noche para asistir a los sacrificios de niños que los hebreos celebran en sitios apartados en que pía la lechuza, gañe la hiena y silba la víbora.
Tahoser salió quedamente del cuarto sin decir palabra y se escondió en el jardín, detrás de un bosquecillo de mimosas. Al cabo de dos horas vio que Poeri salía al campo.
Y le siguió, ligera y silenciosa, como una sombra.

La Novela De Una MomiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora