La corriente de viento fresco que producía la rápida marcha del carro, hizo que Tahoser volvióse pronto en sí. Oprimida y como aplastada contra el pecho del Faraón, por dos brazos de granito, apenas tenía sitio para respirar y los duros collares de esmalte se incrustaban en su pecho. Los caballos, a los que el rey daba rienda suelta, inclinándose sobre el borde del carro, se precipitaban con furia; las ruedas giraban velozmente, las placas de bronce resonaban, los ejes, recalentados, humeaban. Tahoser, despavorida, veía vagamente y como a través de un sueño alejarse a izquierda y derecha las confusas formas de los edificios, las masas de árboles, los palacios, los templos, los obeliscos, los pilones, los colosos que la noche hacía parecer fantásticos y terribles. ¿Qué pensamientos podían cruzar su mente durante esa desenfrenada carrera? No tenía más ideas que la paloma palpitante que el halcón lleva en sus garras; un mudo terror la pasmaba, helándole la sangre, suspendiendo sus facultades; sus miembros flotaban inertes, su voluntad, como sus músculos, se había aflojado, y si los brazos del Faraón no la hubieran sostenido, se hubiese dejado caer al fondo del carro, doblándose como un pedazo de tela que se abandona. Dos veces creyó sentir sobre su cara un aliento ardiente, y dos labios que abrasaban, pero no ensayó siquiera volver la cabeza; el terror le había quitado el pudor. Una vez que el carro chocó violentamente contra una piedra, el oscuro instinto de conservación la hizo crispar las manos en el hombro del rey y estrecharse contra él; después volvió a abandonarse de nuevo y a dejarse llevar con todo su peso — bien ligero — por ese círculo de carne que la martirizaba.
El vehículo penetró en un dromos de esfinges, al final del cual se alzaba un pilón gigantesco, coronado de una cornisa donde se veía el globo simbólico con las alas desplegadas; como empezaba a clarear, la hija del pontífice pudo reconocer el palacio del rey.
Entonces la desesperación se apoderó de ella, forcejeó, ensayó de desembarazarse del abrazo que la oprimía, apoyando sus débiles manos en el pecho duro del Faraón, poniendo rígidos los brazos y echándose sobre el borde del carro. ¡Vanos esfuerzos! ¡Lucha insensata! su raptor sonriente la estrechaba, con una presión irresistible y lenta, contra su corazón, como si hubiera querido incrustársela; ella entonces empezó a gritar, pero un beso le cerró la boca.
Los caballos llegaron en tres o cuatro brincos hasta el pilón y lo atravesaron al galope, contentos de volver a la cuadra, y el carro rodó en el inmenso patio.
Acudieron los criados y se abalanzaron a la cabeza de los caballos, cuyos bocados estaban blancos de espuma.
Tahoser tendió en torno suyo su aterrada mirada. Altos muros de ladrillo formaban un vasto recinto en el que se alzaban, al levante, un palacio, al poniente, un templo entre dos grandes estanques, piscinas de cocodrilos sagrados. El disco del sol emergía ya sobre la cordillera líbica y sus primeros rayos esparcían un resplandor rosado sobre las partes altas de los edificios, el resto de los cuales estaba aún metido en una sombra azulada. Ninguna esperanza de escaparse; la construcción, aunque nada tenía de siniestra, presentaba el carácter de fuerza inductable, de incontestable voluntad, de eterna persistencia; sólo un cataclismo cósmico hubiese podido abrir una salida en esas espesas murallas, a través de esos conglomerados de dura arenisca. Para hacer caer esos pilones, construidos con pedazos de montaña, hubiera sido preciso que el planeta conmoviese sus entrañas; el incendio no hubiese hecho más que lamer con sus llamas esos bloques indestructibles.
La pobre Tahoser no podía disponer de tales medios, y no tuvo más remedio que dejarse llevar, como un niño, por el Faraón, que había saltado de su carro. Cuatro altas columnas con capiteles de palmas formaban el propileo del palacio donde el rey penetró, teniendo siempre a la doncella estrechada contra su pecho. Cuando hubo traspasado la puerta, dejó delicadamente su carga en el suelo, y viendo que Tahoser se tambaleaba, le dijo:
—Tranquilízate; tú reinas en Faraón, y Faraón reina en el mundo.
Eran las primeras palabras que la dirigía.
Si el amor se dejase llevar de razones, Tahoser hubiese debido preferir Faraón a Poeri. El rey tenía una belleza sobrehumana; sus rasgos grandes, puros, regulares, parecían esculpidos con cincel, y en ellos no se hubiese podido encontrar la menor imperfección. El ejercicio del poder había impregnado sus ojos de esa luz penetrante que distingue entre todos a los dioses y a los reyes. Sus labios, que con una palabra habrían podido cambiar la faz del mundo y la suerte de los pueblos, eran de un rojo purpúreo como la sangre fresca sobre la hoja de una espada, y, cuando sonreía, tenían esa gracia propia de las cosas terribles a la que nada puede resistir. Su alta estatura, bien proporcionada, majestuosa, presentaba la nobleza de líneas que se admira en las estatuas de los templos; y cuando se presentaba, solemne y radioso, cubierto de oro, de esmaltes y de piedras preciosas, rodeado por el vaho azulado de los amschirs, no parecía pertenecer a la débil raza que, generación por generación, cae como las hojas y va a consumirse, impregnada de betún, en las tenebrosas profundidades de los hipogeos.
¿Qué era el miserable Poeri comparado con ese semi–dios? Y, sin embargo, Tahoser le amaba. Hace tiempo que los sabios han desistido de querer explicar el corazón de las mujeres; poseen la astronomía, la astrología, la aritmética, conoce en tema natal al universo y pueden determinar la posición que ocupaban los planetas en el momento de la creación del mundo; saben con certeza que la Luna estaba entonces en el signo de Cáncer, el Sol en Leo, Mercurio en Virgo, Venus en Libra, Marte en Escorpio, Júpiter en Sagitario y Saturno en Capricornio; dibujan en papiro o en granito el curso del Océano celeste, que va de Oriente a Occidente; han contado las estrellas que hay en el vestido azul de la diosa Neith (la noche), y explican el viaje del sol en el hemisferio superior y, en el inferior, con los doce baris diurnos y los otros doce nocturnos, guiados por el piloto hieracocéfalo y de Neb–Wa, la señora de la barca; saben también que Orión influye en la oreja izquierda y Sirio en el corazón, durante la segunda mitad del mes de Tobi; pero ignoran completamente por qué una mujer prefiere un hombre a otro, un mísero israelita a un Faraón ilustre.
Después de haber pasado por varias salas con Tahoser, a quien llevaba de la mano, el rey se sentó en un sillón en forma de trono, en una sala espléndidamente decorada.
En el techo azul brillaban estrellitas de oro, y en los pilares, que sostenían la cornisa, se apoyaban estatuas de reyes con el pschent en la cabeza, las piernas empotradas en el bloque y los brazos cruzados sobre el pecho, y cuyos ojos realzados por líneas negras miraban a lo interior de la habitación con espantosa intensidad.
Entre cada dos pilares lucía una lámpara colocada sobre un pedestal, y los paneles de las paredes representaban una especie de desfile etnográfico; en ellos se veían, con sus fisonomías especiales y sus trajes particulares, las naciones de las cuatro partes del mundo.
A la cabeza de ese pintado cortejo iba, guiado por Horus, pastor de pueblos, el "hombre" por excelencia, el Egipcio, el Rot–en–ne–rome, de dulce fisonomía, nariz ligeramente aguileña, cabellera trenzada y la piel de un rojo sombrío, que contrastaba con una pampanilla blanca. Detrás iba el negro o Nahasi, de labios abultados, de negra piel, de pómulos salientes y de enmarañados cabellos; después, el asiático o Namu, de color de carne tirando a amarillo, con nariz marcadamente aguileña, barba negra y poblada, afilada en punta, y vestido de una túnica de colores, adornada con borlas; luego venía el europeo o Tamhu, el más salvaje de todos, diferenciándose de los demás por su color blanco, sus ojos azules, su barba y su cabellera rojizas, con una piel de buey sin curtir sobre el hombro y las piernas y los brazos tatuados.
Los demás paneles representaban episodios de guerra y de triunfo, cuyo sentido explicaban inscripciones jeroglíficas.
En medio de la sala, sobre una mesa que sostenían cautivos atados por los codos, tan hábilmente esculpidos que parecían vivir y padecer, había un enorme ramillete de flores, cuyas suaves emanaciones perfumaban la atmósfera.
Así, pues, todo en esta habitación, rodeada por las efigies de los antepasados del rey, contaba y cantaba la gloria del Faraón. Las demás naciones marchaban en pos del Egipto y reconocían su supremacía, y él mandaba en Egipto.
En vez de sentirse deslumbrada por ese esplendor, la hija de Petamunoph pensaba en el pabellón campestre de Poeri, y principalmente en la miserable cabaña de barro y paja del barrio de los hebreos, donde había dejado a Raquel dormida; a Raquel, ahora la dichosa y única esposa del joven hebreo.
Faraón tenía cogidos los dedos de Tahoser, que permanecía de pie ante él y la miraba con sus ojos de halcón, cuyos párpados no se cerraban nunca. La doncella no tenía más vestiduras que la manta con que Raquel sustituyera su ropa mojada durante la travesía del Nilo; pero nada perdía con ello su belleza. Allí estaba medio desnuda, sosteniendo con una mano la tosca tela que se deslizaba, y toda la parte superior de su cuerpo aparecía con su blancura dorada. Cuando estaba ataviada podían echarse de menos los sitios que tapaban los petos, los brazaletes y los cinturones de oro o pedrería de colores; pero viéndola así, sin ningún adorno, se satisfacía la admiración, o por mejor decir, se exaltaba.
Muchas mujeres muy hermosas habían penetrado en el gineceo faraónico, pero ninguna podía ser comparada con Tahoser, y las pupilas del rey lanzaban tan vivas llamaradas, que la doncella tuvo que bajar los ojos por no poder soportar su brillo.
Tahoser se sentía orgullosa de haber inspirado amor al Faraón; pues, ¿cuál es la mujer, por perfecta que sea, que no sea vanidosa? Sin embargo, hubiese preferido seguir en el desierto al joven hebreo. El rey la atemorizaba, se sentía deslumbrada con los esplendores de su cara y se le doblaban las piernas.
Notando su turbación, Faraón la hizo sentar a sus pies en un almohadón rojo bordado y adornado con borlas.
—Tahoser — la dijo besándole el cabello, — ¡Te amo! Cuando te vi desde lo alto de mi palanquín de triunfo que los oeris llevaban por encima de la gente, mi alma experimentó una sensación desconocida. Yo, que no conozco los deseos, he querido algo; he comprendido que no lo soy todo. Hasta entonces había vivido, solitario en medio de mi omnipotencia, en mis gigantescos palacios, rodeado de sonrientes sombras que se decían mujeres y que no me hacían más efecto que las figuras de los frescos. Oía murmurar y quejarse, a lo lejos, las naciones, en cuyas cabezas limpiaba mis sandalias o que levantaba por el cabello como representan los bajo relieves simbólicos de los pilones, y no veía los latidos de mi corazón en mi pecho frío y compacto como el de un dios de basalto. Me parecía que no podía haber en el mundo un ser parecido a mí y capaz de conmoverse; en vano traía de mis expediciones a las naciones extranjeras vírgenes escogidas y mujeres célebres en sus países por su hermosura; ahí las dejaba como flores, después de haberlas respirado un instante; ninguna me inspiraba deseo de volver a verla; presentes, apenas las miraba; ausentes, las olvidaba en seguida. Twea, Taía, Ámense, Hont–Reché, que he conservado por no tener que buscar otras que al día siguiente me hubiesen sido tan indiferentes como ellas, no han sido entre mis brazos más que vanos fantasmas, formas perfumadas y graciosas, seres de otra raza a los que mi ser no podía asociarse, como tampoco el leopardo puede unirse a la gacela, el habitante de los aires al que vive en el agua. Y yo pensaba que, colocado por los dioses fuera y por encima de los mortales, no debía participar ni de sus dolores ni de sus alegrías. Un inmenso hastío, parecido al que deben de sentir las momias que, envueltas en vendas, esperan en sus féretros, en el fondo de los hipogeos, a que sus almas hayan efectuado el ciclo de sus migraciones, se había apoderado de mí, en mi trono, donde frecuentemente permanecía con las manos sobre las rodillas, como un coloso de granito, reflexionando sobre lo imposible, lo infinito, lo eterno. Muchas veces llegué a pensar en levantar el velo de Isis, arriesgándome a caer aniquilado a los pies de la diosa. Acaso, me decía, esa figura misteriosa es el cuerpo con que yo sueño, el que debe inspirarme amor. Si la tierra me rehúsa la dicha, escalaré el cielo... Pero te vi, y entonces experimenté una sensación extraña y nueva; comprendí que fuera de mí existía un ser necesario, imperioso, fatal, sin el cual no podría vivir, y que tiene el poder de hacerme feliz. ¡Yo era un rey, casi un dios, y tú has hecho dé mí un hombre!
Probablemente no había pronunciado el Faraón nunca un discurso tan largo. De ordinario, una palabra, un gesto, un guiño de ojos, le bastaba para expresar su voluntad, que en seguida adivinaban mil atentas e inquietas miradas. La ejecución de su idea seguía al pensamiento como el relámpago sigue al rayo. Para Tahoser parecía haber renunciado a su granítica majestad; hablaba y se explicaba como un mortal.
Tahoser era presa de singular turbación. Aunque era sensible al honor de haber inspirado amor al predilecto de Phre, al favorito de Ammón–Ra, al conculcador de pueblos, al ser terrible, solemne y soberbio, hacia el que apenas se atrevía a levantar la vista, no sentía por él ninguna simpatía, y la idea de pertenecerle le inspiraba un terror repulsivo. No podía dar a ese Faraón que había raptado su cuerpo, su alma, que había quedado con Poeri y Raquel, y como parecía que el rey esperaba una respuesta, le dijo:
— ¿Cómo es posible que, entre todas las muchachas de Egipto, tu soberana mirada haya ido a fijarse en mí, a quien tantas sobrepujan en belleza, talentos y dones de toda clase? ¿Cómo, en medio de tantos ramos de lotos blancos, azules y rosados, con la corola abierta y delicado perfume, has ido a elegir la humilde hoja de hierba que nada distingue?
—Lo ignoro; pero sabe que tú sola existes para mí en el mundo, y que haré criadas tuyas a las hijas de los reyes.
— ¿Y si yo no te amase? — dijo tímidamente Tahoser.
— ¿Qué importa, si yo te amo? — respondió Faraón. — ¿No se han tendido al través de mi puerta las mujeres mas hermosas gimiendo y llorando, arrancándose los cabellos y no han muerto implorando una mirada que no han obtenido? La pasión de otra mujer nunca hizo palpitar este corazón de bronce en mi marmóreo pecho; resísteme, ódiame, por ello no seras más que más encantadora; mi voluntad encontrará un obstáculo por vez primera, y yo sabré vencerlo.
— ¿Y si amase a otro? — continuó Tahoser envalentonada.
Con esta suposición, las cejas del Faraón se fruncieron, se mordió violentamente el labio inferior, en el que sus dientes imprimieron marcas blancas, y apretó los dedos de la doncella hasta hacerla daño. Después se calmó, y dijo con voz lenta y profunda.
—Cuando vivas en este palacio, en medio de estos esplendores, rodeada por la atmósfera de mi amor, lo olvidarás todo, como olvida el que come nepenta. Tu vida pasada te parecerá un sueño, tus sentimientos anteriores se evaporarán como el incienso sobre las ascuas del incensario; la mujer amada por un rey no se acuerda más de los hombres. Anda, ven; acostúmbrate a las magnificencias faraónicas, coge de mis tesoros cuanto quieras, haz correr el oro como un río, amontona las pedrerías, manda, haz, deshaz, eleva, rebaja, sé mi dueña, mi mujer y mi reina. Te doy el Egipto con sus sacerdotes, sus ejércitos, sus labradores, su pueblo innumerable, sus palacios, sus templos, sus ciudades; arrúgalo como un pedazo de gasa; yo te conquistaré otros reinos más grandes, más bellos y más ricos. Si el mundo no te basta, conquistaré los planetas, destronaré a los reyes. Tú eres la que amo; Tahoser, la hija de Petamunoph, no existe ya.
