Parte VII

5 2 0
                                    

Cuando hubo amanecido, Nofré, que dormía en una camita colocada a los pies de la de su ama, se extrañó de que Tahoser no la llamase, como tenía por costumbre, dando palmadas. Se incorporó y vio que el lecho estaba vacío.
Los primeros rayos del sol que daban en el friso del pórtico, empezaban a proyectar en el muro la sombra de los capiteles y la parte superior de los fustes de las columnas. Generalmente, Tahoser no era tan madrugadora y no abandonaba ordinariamente el lecho sin la ayuda de sus sirvientes; nunca salía sin haber hecho reparar el desorden que en su peinado produjera la noche y sin que vertiesen sobre su hermoso cuerpo las abluciones de agua perfumada, que recibía de rodillas con los brazos cruzados sobre el pecho.
Nofré, inquieta, se puso una camisa transparente, calzóse sandalias de fibra de palmera y se puso a buscar a su ama.
Empezó por buscarla bajo los pórticos de los dos patios, pensando que Tahoser, no pudiendo dormir, había ido quizá a respirar la frescura del alba en esos paseos interiores. Pero Tahoser no estaba allí.
—Veamos el jardín — se dijo Nofré; — quizás haya tenido el capricho de ver brillar el rocío nocturno sobre las hojas de las plantas y de presenciar el despertar de las flores.
Pero en e1 jardín reinaba completa soledad. Nofré miró los paseos, las bóvedas de follaje, los bosquecillos, todo, sin resultado. Entró en el quiosco que había al extremo de la enramada, pero su ama tampoco estaba allí. Entonces se dirigió corriendo hacia el estanque, donde su señora podía haber tenido el capricho de bañarse, como a veces hacía con sus acompañadoras, en la escalera de granito que descendía desde el borde hasta el fondo de tamizada arena. Las anchas hojas de los nenúfares flotaban en la superficie y no parecía que nadie las hubiese tocado; los patos metían sus azules cuellos en el agua tranquila, ondeándola, y saludaron a Nofré con sus alegres graznidos.
La fiel sirviente comenzó a alarmarse seriamente y llamó a todas las personas de la casa; los esclavos y las sirvientas salieron de sus celdas, y, enteradas por Nofré de la extraña desaparición de Tahoser, empezaron a perquirir por todas partes. Subieron a las azoteas, registraron todas las habitaciones, todos los escondrijos, todos los sitios donde pudiese estar su ama. Nofré, en su azoramiento, llegó hasta abrir los baúles de guardar ropa y los estuches de las alhajas, como si su ama hubiese podido estar dentro.
Decididamente, Tahoser no estaba en la casa.
Un viejo criado, de extremada prudencia, tuvo la idea de examinar la arena de los paseos del jardín para buscar en ella las huellas de los pasos de su ama; puesto que los pesados cerrojos de la principal no estaban descorridos, indicaban que Tahoser no había podido salir por ella.
Sin duda, Nofré había recorrido impensadamente todos los senderos, dejando en ellos las huellas de sus sandalias; pero, inclinándose, el viejo Suhem no tardó en descubrir, entre los pasos de Nofré, unas ligeras depresiones producidas por una suela mona y estrecha que debía pertenecer a un pie mucho más pequeño que el de la acompañadora. Esas huellas le condujeron desde el pilón del patio hasta la puerta que sobre el río abría, pasando por la enramada. Como lo hizo notar a Nofré, los cerrojos de esta puerta estaban descorridos y la puerta sólo entornada; de esto se deducía que la hija de Petamunoph había salido por allí.
Más adelante se perdían las huellas de los pasos; el muelle de ladrillos no había conservado ninguna. El canoero que condujo a Tahoser a la otra orilla no había regresado, y como los demás entonces dormían, al preguntárseles respondieron que nada habían visto. Únicamente uno de ellos dijo que una mujer pobremente vestida y que parecía ser de la clase más inferior del pueblo, había ido, muy de madrugada, a la otra orilla, al barrio de los Memnomias, probablemente para cumplir algún rito funeral. Las señas de esa mujer, que en nada se parecían a las de la elegante Tahoser, desorientaron completamente a Nofré y a Suhem.
Regresaron a la casa tristes y cariacontecidos. Los criados y las criadas se sentaron en el suelo con desoladas actitudes, una mano colgando, con la palma vuelta hacia arriba, y la otra colocada sobre la cabeza. Y todos exclamaron como plañidero coro: — ¡Desgracia! ¡Desgracia! ¡Gran desventura! ¡Nuestra ama se ha ido!
— ¡Voto a Oms, el perro del infierno! —dijo a la sazón el viejo Suhem; — la encontraré aunque tenga que ir hasta el fondo de la región occidental adonde se encaminan los muertos. Era una ama buena, nos daba de comer abundantemente, no nos mataba a trabajar y no nos hacía azotar más que con justicia y moderación; no era pesado el yugo de su servidumbre, y, en su casa, el esclavo podía creerse liberto.
— ¡Desgracia! ¡Desgracia! —repitieron todos echándose en la cabeza el polvo del suelo.
— ¡Ay, ama querida! ¡Dónde estarás ahora! — dijo la fiel Nofré, derramando amargas lágrimas. — ¡Acaso te haya hecho salir de tu palacio algún mago, por medio de irresistible conjuro, para realizar contigo algún odioso maleficio; y golpeará tu cuerpo, te extraerá el corazón por una incisión como un parosquita, echará tus restos a la voracidad de los cocodrilos, y tu alma mutilada no encontrará, el día de la reunión, más que trozos informes!¡No irás a reunirte con la momia dorada y pintada de tu padre, el sumo sacerdote Petamunoph, en el cuarto subterráneo preparado para ti, allá en el fondo de las galerías, cuyo plano conserva el colcita!
—Sosiégate, Nofré — le dijo el viejo Suhem; — no nos desesperemos anticipadamente. Pudiera ser que Tahoser retorne pronto. Sin duda se ha dejado llevar por un capricho que no conocemos, y en breve la veremos reaparecer alegre y sonriente, con un ramo de flores acuáticas en la mano.
Secándose los ojos con el extremo del vestido, la acompañadora hizo señal de asentimiento.
Suhem se acurrucó, doblando las piernas como esas imágenes de cinocéfalos vagamente esculpidas en un bloque de basalto, y, oprimiéndose las sienes con sus descarnadas manos, se puso a reflexionar profundamente.
El resultado de su meditación, que Nofré esperaba con ansia, fue decir:
—La hija de Petamunoph está enamorada.
— ¿Quién te lo ha dicho? — exclamó Nofré, que creía ser la única que leía en el corazón de su ama.
—Nadie; pero Tahoser es muy hermosa; ya ha visto diez y seis veces la crecida y el descenso del Nilo. Diez y seis es el número emblemático de la voluptuosidad. Desde hace algún tiempo llamaba a extrañas horas a sus tocadoras de arpa, de bandurria y de flauta como una persona que quisiera calmar la ansiedad de su corazón con la música.
—Dices bien; en tu vieja y calva cabeza habita la sensatez; pero ¿cómo has aprendido a conocer el corazón de las mujeres, tú que no haces más que cavar el jardín y acarrear agua en las vasijas que traes al hombro?
La faz del esclavo se iluminó con silenciosa sonrisa, y entre sus labios aparecieron dos hileras de largos y blancos dientes capaces de moler huesos de dátiles. Este gesto significaba: "No siempre fui viejo y cautivo."
Iluminada por la sugestión de Suhem, Nofré pensó en seguida en el bello Ahmosis, el oficial del Faraón que tan frecuentemente pasaba delante de la casa y que tan bien parecía en su carro de guerra durante el desfile triunfal. Como la misma Nofré le amaba, aunque sin darse cuenta de ello, creía que su ama experimentaría los mismos sentimientos. Púsose un traje menos transparente y se dirigió a casa del oficial; allí suponía que debía de estar Tahoser seguramente.
El joven oeris estaba en su cuarto, sentado en bajo asiento. En las paredes había panoplias de diversas armas; allí se veían la túnica de cuero escamada de plaquitas de bronce en que estaba grabado el rollo del Faraón, el puñal de bronce con mango de jade, con agujeros para meter los dedos, el hacha de batalla con el hilo de pedernal, la harpé de curva hoja, el casco adornado con dos plumas de avestruz, el arco triangular y las flechas empenachadas de rojo. Encima de unos soportes estaban los petos de honor, y varios cofres abiertos mostraban el botín cogido al enemigo.
Llegó Nofré y se quedó de pie en e1 umbral. Ahmosis, al verla, experimentó gran alegría; sus morenos carrillos se colorearon, sus facciones se estremecieron y palpitó fuertemente su corazón. Aunque Tahoser nunca contestó a sus amorosas miradas, creyóse que Nofré le llevaba algún recado de su ama, porque el hombre a quien los dioses hicieron don de la belleza, fácilmente se imagina que todas las mujeres se enamoran de él.
Se levantó y anduvo algunos pasos al encuentro de Nofré, quien escudriñaba con la vista los rincones de la habitación, para asegurarse de la presencia o de la ausencia de Tahoser.
— ¿Qué deseas, Nofré? — dijo Ahmosis al ver que la muchacha, preocupada con sus investigaciones no decía nada. — Supongo que tu ama está bien, pues me parece haberla visto ayer, cuando la entrada del Faraón.
—Si mi ama está bien o mal, tú debes saberlo mejor que yo — respondió Nofré, —puesto que se ha fugado de casa sin comunicar a nadie sus proyectos, y hubiera jurado por Hathor que tú conoces el sitio donde se ha refugiado.
— ¿Qué me cuentas? ¿Qué ha desaparecido? — dijo Ahmosis con sorpresa fingida.
—Yo creía que te amaba — añadió Nofré, — y las muchachas más honestas cometen, a veces, ligerezas. ¿De verdad no está aquí?
—El dios Phre, que todo lo ve, sabe donde está tu ama; pero ninguno de los rayos de ese dios, que en manos se terminan, no puede verla en mi casa. Mira, si quieres, y recorre las habitaciones.
—Te creo, Ahmosis, y me marcho, que si Tahoser hubiese venido no se lo ocultarías a la fiel Nofré, que no hubiera querido más que servir vuestros amores. Eres guapo y ella libre, rica y virgen. Los dioses hubiesen visto con agrado vuestra unión.
Nofré volvió a casa más inquieta y trastornada que antes. Temía que se sospechase que los criados de Tahoser la hubiesen matado para apoderarse de sus riquezas, y que se pretendiera hacerles confesar a bastonazos lo que no sabían.
También Faraón pensaba en Tahoser. Después de efectuar las libaciones y las ofrendas de ritual, se había sentado en el patio interior del gineceo y soñaba despierto, sin prestar atención a las evoluciones de sus mujeres que, desnudas y coronadas de flores, jugaban en la transparente piscina, se echaban agua unas a otras y lanzaban carcajadas argentinas y sonoras para llamar la atención de su señor, que aun no había decidido, como tenía por costumbre, quién sería la favorita aquella semana.
Esas mujeres hermosas, cuyos esbeltos cuerpos brillaban bajo el agua como estatuas de jaspe sumergidas, con ese marco de flores, en medio de ese patio rodeado de columnas pintadas de brillantes colores, bajo un cielo azul purísimo que de vez en cuando cruzaba un ibis hendiendo el aire con el pico y con las patas echadas hacia atrás, formaban un cuadro encantador.
Cansadas de nadar, Ámense y Twea habían salido del agua, y, arrodilladas en e1 borde del estanque, extendían al sol, para secarlas, sus abundantes cabelleras negras, cuyos mechones de ébano hacían parecer aún más blanca su piel. Las últimas gotas de agua corrían por sus lustradas espaldas y por sus brazos tan pulidos como el jade. Unas criadas las friccionaban con esencias y aceites aromáticas, mientras que una joven etíope les ofrecía, para olerlo, el cáliz de una flor.
Hubiérase dicho que el artista que esculpió los bajo relieves decorativos de las salas del gineceo, había tomado por modelos esos encantadores grupos. Pero el Faraón no hubiese mirado con mayor indiferencia el dibujo trazado en la piedra que la que manifestaba ante el grupo de sus mujeres.
Un mono doméstico, encaramado en el respaldo del sillón, comía dátiles y castañeteaba los dientes, y el gato favorito se restregaba contra las piernas del Faraón, encorvando el lomo. El deforme enano tiraba al mono del rabo y al gato de los bigotes, y uno maullaba y el otro juraba, lo que generalmente entretenía a Su Majestad. Pero éste no tenía ganas de reír; repelió el gato, hizo bajar al mono, dio un puñetazo en la cabeza del enano, y se dirigió hacia las habitaciones de granito.
Estas habitaciones estaban construidas con bloques de prodigioso tamaño, y tenían puertas de piedra tales, que ningún poder humano hubiese forzado, sin conocer el secreto con que se abrían.
En ellas estaban encerrados las riquezas del Faraón y los botines cogidos a las naciones conquistadas. Allí había lingotes de oro y de plata, petos y brazaletes de esmaltes tabicados, pendientes que relucían como el disco de Mui; collares de siete vueltas de cornalina, de lazulita, de jaspe rojo, de perlas, de ágata, de sardónica, de ónice; cercos finamente trabajados, para las piernas; cinturones de placas de oro con jeroglíficos, sortijas con escarabajos engarzados; hileras de peces, cocodrilos y corazones sobredorados; serpientes de esmaltes, enroscadas; jarrones de bronce; copas de listado alabastro y de vidrio azul, en el que se transparentaban espirales blancas; cofrecillos de barro esmaltado; cajas de madera de sándalo de extrañas y quiméricas formas; montones de esencias de todos los países; troncos de ébano; ricas telas, tan sutiles, que una pieza de ellas hubiera pasado por una sortija; plumas de avestruz, blancas y negras, o pintadas de diferentes colores; colmillos de elefante, de enorme tamaño; copas de oro, de plata, de vidrio dorado; estatuitas excelentes, tanto por la materia de que estaban hechas, como por el arte con que habían sido talladas.
En cada una de esas habitaciones, el Faraón mandó coger la carga de unas anganillas llevadas por dos robustos esclavos de Kusch y de Scheto, y dando unas palmadas, llamó a Timopht, el criado que había seguido a Tahoser, y le dijo:
—Haz que lleven todo esto a Tahoser, la hija de Petamunoph, de parte del Faraón.
Timopht se puso a la cabeza del cortejo, cruzó el Nilo en una canga real, y pronto llegaron los esclavos, con su carga, a casa de Tahoser.
Al ver esos tesoros, Nofré estuvo a punto de caer en síncope, mitad de miedo, mitad de deslumbramiento; temió que el rey la mandase matar cuando supiera que la hija del pontífice no estaba allí.
—Tahoser ha desaparecido — respondió temblando a Timopht, —y te juro por los cuatro gansos sagrados, Amset, Sis, Sumots y Kebsnio, que vuelan en los cuatro puntos cardinales, que ignoro dónde se halla.
—Faraón, el preferido de Pre, el favorito de Ammón–Ra, ha enviado estos regalos, y no puedo volver a llevárselos; guárdalos, pues, hasta que tu ama aparezca. De ellos me respondes con la cabeza; hazlos encerrar en las habitaciones y guardar por criados fieles — respondió el servidor del rey.
Cuando Timopht. volvió a palacio y, prosternado, con los codos en los costados y la frente en el suelo, dijo que Tahoser había desaparecido, el rey se puso muy furioso y tiró el cetro con tal violencia, que se rajó la losa con la que chocó.

La Novela De Una MomiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora