El Faraón llegó frente a su palacio, situado a pequeña distancia del campo de maniobras, en la margen izquierda del Nilo.
En la azulada transparencia de la noche, el inmenso edificio tomaba proporciones aún más colosales y perfilaba sus enormes ángulos sobre el fondo violáceo de la cordillera líbica, con un vigor excesivo y sombrío. Esas masas inconmovibles, sobre las que la eternidad parecía no poder hacer más mella que una gota de agua en el duro mármol, inspiraban la idea de un poder absoluto.
Un gran patio, rodeado de anchas murallas ornadas en su parte superior con profundas molduras, precedía al palacio. En el fondo de este patio se alzaban dos altas columnas con capiteles que simulaban palmas, y que marcaban la entrada de un segundo recinto amurallado. Detrás de las columnas había un gigantesco pilón formado por dos macizos monstruosos, entre los cuales estaba una puerta monumental, hecha más a propósito para dar paso a colosos de granito que a hombres de carne. Más allá de esos propileos y ocupando el fondo del tercer patio, aparecía e1 palacio con su formidable majestad. Dos arimeces, parecidos a los baluartes, de una fortaleza, se proyectaban de frente, en cuyas fachadas se velan bajo relieves aplanados de dimensiones prodigiosas que representaban, en la forma acostumbrada, al Faraón vencedor azotando a sus enemigos y pisoteándolos; desmesuradas páginas de historia, escritas con buril en colosal libro de piedra, y que la posteridad más remota podrá leer.
Estos pabellones eran mucho más altos que el pilón, y su cornisa, ensanchada y dentada de merlones, se perfilaba orgullosamente sobre las crestas de las montañas líbicas que formaban el último término del cuadro. La fachada del palacio ocupaba el espacio comprendido entre los dos pabellones y unía el uno al otro. Encima de la gigantesca puerta, flanqueada de esfinges, resplandecían las ventanas de tres pisos; eran cuadradas y destacaban sobre la sombría pared como un damero luminoso. En el primer piso había balcones cuyos voladizos sostenían estatuas de prisioneros en cuclillas sobre una meseta.
Los oficiales de la casa real, los eunucos, los servidores y los esclavos, prevenidos por el toque de los clarines y el redoble de los tambores de que Su Majestad se aproximaba, habían salido a su encuentro y le esperaban arrodillados o prosternados en las losas de los patios; cautivos de la mala raza de Scheto, llevaban urnas llenas de sal y de aceite de oliva, en las que se humedecían mechas, cuya llama, viva y clara, chisporroteaba. Estos esclavos formaban filas desde la puerta del palacio hasta la entrada del recinto, inmóviles como "lampadarios" de bronce.
La cabeza del cortejo penetró en el palacio, y los clarines y tambores, repercutidos por los ecos, resonaron con tal estruendo, que los ibis, que dormían posados en los cornisamentos, tomaron el vuelo asustados.
Los oeris que llevaban la litera real se pararon ante la puerta, entre los dos pabellones. Unos esclavos trajeron un escabel de varios escalones y lo colocaron junto a las anganillas. El Faraón se levantó con majestuosa lentitud y permaneció de pie varios segundos con perfecta inmovilidad. Sobre aquel zócalo de hombres dominaba la multitud y parecía que tenía doce codos de alto. Extrañamente alumbrado, mitad por la luna que salía, mitad por el resplandor de las lámparas, y con su traje, cuyos esmaltes y dorados relampagueaban bruscamente, el Faraón se parecía a Osiris o mejor aún a Tifón. Descendió los escalones con paso de estatua y penetró, por fin, en el palacio. El Faraón atravesó lentamente, en medio de multitud de esclavas y sirvientes, un primer patio interior, encuadrado con una fila de enormes pilares tachonados de jeroglíficos y que sostenían un piso terminado en forma de voluta.
Después apareció otro patio rodeado de un pasadizo cubierto y de rechonchas columnas, cuyos capiteles estaban formados por un dado de dura arenisca, en donde descargaba el macizo arquitrabe. Las líneas rectas y las formas geométricas de esta arquitectura, construida con pedazos de montaña, tenían carácter de indestructibilidad; las columnas y los pilares parecían esforzarse poderosamente para sostener el peso de las enormes piedras que se apoyaban en sus capiteles; los muros se inclinaban en talud para tener más apoyo, y las hiladas parecían juntarse de manera que formasen un bloque único; pero las decoraciones policromas y los bajo relieves realzados de vivos colores, prestaban ligereza, durante el día, a esas enormes masas, las que durante la noche volvían a tomar todo su imponente aspecto.
Sobre la cornisa, de estilo egipcio, cuya inflexible línea recortaba en el cielo un vasto paralelogramo azul oscuro, temblaban, con el intermitente soplo de la brisa, las llamas de las lámparas encendidas de trecho en trecho; un estanque que había en el centro del patio mezclaba, al reflejarlas, las chispas rojizas de las lámparas con los azulados reflejos de la luna; varias hileras de arbustos, plantados en torno del estanque, exhalaban sus perfumes débiles y delicados.
En el fondo se abría la puerta del gineceo y de las habitaciones privadas, decoradas con particular magnificencia.
Debajo del techo había un friso de "uraeus", que se levantaban sobre sus colas y ahuecaban el buche. Sobre el entablamento de la puerta, en la curva que formaba la cornisa, aparecía el globo místico con las alas desplegadas; unas hileras de columnas, simétricamente dispuestas, sostenían grandes bloques de arenisca en forma de sofitos, cuyo fondo azul estaba constelado de estrellas doradas.
En las paredes había grandes cuadros en bajo relieve aplanado y coloreados con brillantes frescos que representaban las ocupaciones ordinarias del gineceo o escenas de la vida íntima. En ellos veíase al Faraón en su trono, jugando seriamente al ajedrez con una de sus mujeres, que permanecía completamente desnuda y de pie ante él, con la cabeza rodeada por ancha venda, de la que salían, formando ramillete, flores de loto. En otro cuadro, el Faraón, sin perder su impasibilidad soberana y sacerdotal, alargaba la mano y tocaba la barbilla de una joven, únicamente vestida con un collar y un brazalete, que le ofrecía un ramo de flores. En otros se le veía indeciso y vacilante como si maliciosamente tardase en escoger, en medio de las jóvenes, que hostigaban su seriedad con toda clase de cariñosas y graciosas coqueterías.
Otros paneles representaban tocadoras y bailarinas, mujeres bañándose, rociadas de esencias y masadas por esclavas, con una elegancia en las actitudes, una juvenil suavidad de formas y una pureza de líneas que ningún arte ha podido sobrepujar.
Los espacios que quedaban vacantes estaban cubiertos con dibujos ornamentales de rico y complicado gusto, de perfecta ejecución, en que se mezclaban los colores rojo, azul, amarillo y blanco. En rollos y bandas alargadas a manera de estelas se leían los títulos del Faraón e inscripciones en su honor.
En los fustes de enormes columnas, se entrelazaban figuras simbólicas o decorativas tocadas con el "pscent", armados de taos, que se seguían procesionalmente y cuyos ojos, dibujados de frente en las cabezas pintadas de perfil, parecían mirar curiosamente a la sala. Líneas verticales de jeroglíficos separaban las zonas de personajes pintados. Entre las verdes hojas, esculpidas en el macizo de los capiteles, se destacaban cálices y capullos de loto con sus colores naturales que semejaban canastillas de flores.
Entre cada dos columnas, una elegante columnita de madera de cedro pintado y dorado, tenía sobre su plataforma una copa de bronce llena de aceite perfumado, en la que se impregnaba una mecha que producía una luz aromática.
Grupos de alargados jarrones, unidos entre sí por guirnaldas, alternaban con las lámparas, y los ramilletes que ostentaban tenían filamentos dorados mezclados con hierbas del campo y plantas balsámicas.
En el centro de la sala había una mesa redonda, de porfiro, cuyo disco estaba sostenido por una figura de cautivo. Apenas podía verse esta mesa, oculta por un montón de urnas, jarrones, copas y botes que contenían un bosque de gigantescas flores artificiales, porque las naturales hubiesen parecido mezquinas en esa sala inmensa, y era preciso que la naturaleza estuviese en proporción con la obra gigantesca del hombre. Los colores más vivos, amarillo dorado, azul, púrpura, matizaban esos enormes cálices.
En el fondo se alzaba el trono o sillón del Faraón. En los ángulos formados por las patas de ese sillón, que estaban cruzadas de manera extraña y sujetas con ligamentos, había cuatro estatuas de prisioneros bárbaros, asiáticos o africanos, a los que podía reconocerse por sus fisonomías y sus vestidos. Esos desventurados, con los codos atados en la espalda, de rodillas, en incómoda postura y con el cuerpo retorcido, sostenían con sus humilladas cabezas el almohadón a cuadritos dorados, rojos y negros, en que se sentaba su vencedor. Hocicos de animales quiméricos, cuyas bocas ostentaban largas borlas a modo de lenguas, adornaban los travesaños del sillón.
A cada lado del trono había una fila de sillones destinados a los príncipes. Estos sillones eran menos suntuosos que e1 del rey, pero también de extremada elegancia y caprichosamente trabajados, porque los egipcios no son menos hábiles para esculpir el cedro, el ciprés y el sicómoro, y dorarlo, colorearlo e incrustarlo con esmaltes, que para tallar en las canteras de Philae o de Siena enormes bloques de granito para los palacios de los Faraones y los santuarios de los dioses.
El rey cruzó la sala con paso lento y majestuoso, sin que sus pintados párpados se moviesen ni una vez. Nada indicaba en él que oyese los gritos de amor con que le recibían ó que viese los seres humanos arrodillados o prosternados, cuyas frentes rozaban los pliegues de su calasiris, moviéndose al andar. Se sentó con los tobillos juntos y las manos sobre las rodillas, en la solemne actitud de las divinidades.
Los jóvenes príncipes, tan bellos como mujeres, se sentaron a derecha e izquierda de su padre. Los sirvientes les quitaron los petos de esmaltes, los cinturones y las espadas, vertieron frascos de esencia en sus cabellos, friccionaron sus brazos con aromáticos aceites y les ofrecieron guirnaldas de flores, lozano collar de perfumes, oloroso lujo más apropiado a las fiestas que la pesada riqueza del oro, de las piedras preciosas y de las perlas, y cuya combinación con éstas produce tan buen efecto.
Hermosas esclavas desnudas, cuyos esbeltos cuerpos presentaban el gracioso término medio entre la infancia y la adolescencia, con las caderas rodeadas por estrecho cinturón que no ocultaba ninguno de sus encantos, una flor de loto prendida en el pelo y un cubilete de listado alabastro en la mano, se acercaron tímidamente al Faraón y echaron aceite de palma en sus hombros sus brazos y su espalda, que eran tan finos como el jaspe. Otras esclavas agitaban en derredor de su cabeza anchos abanicos de pintadas plumas de avestruz, ajustadas en mangos de marfil o de madera de sándalo que, recalentado por las manitas de las sirvientes, exhalaba delicioso olor. Y otras, en fin, alzaban hasta la nariz del rey tallos de ninfeas, cuyos cálices se abrían como la copa de los amschirs.
Aquellas jóvenes cumplían su cometido con profunda devoción y como con respetuoso miedo, como si prodigasen a una persona divina, inmortal, bajada de las zonas superiores por piedad, entre los hombres. Porque el rey es el hijo de los dioses, el protegido de Phre, el predilecto de Ammón–Ra.
Las mujeres del gineceo habían sacudido su postración y se habían sentado en hermosos sillones esculpidos, dorados y pintados, con cojines de cuero rojo, rellenados con filamentos de cardo, y formaban una hilera de graciosas y sonrientes cabecitas, que un pintor hubiese querido reproducir.
Unas vestían túnicas de gasa blanca a rayas alternadas, opacas y transparentes, cuyas cortas mangas dejaban al descubierto finos y redondos brazos, cubiertos de brazaletes desde las muñecas hasta los codos. Otras, desnudas hasta la cintura, llevaban una cota lila pálido estriada de listas más obscuras, cubierta con una redecilla de pequeños tubitos de vidrio rosa que dejaba ver, entre los rombos del tejido, el emblema del Faraón trazado en la tela. Había algunas vestidas con un tisú tan vaporoso como el aire, tan transparente como e1 vidrio, que enrollaban los pliegues de su túnica en sus cuerpos de manera que resaltase coquetamente el contorno de su puro seno. Otras tenían el cuerpo aprisionado en una especie de sacos cubiertos de conchas azules, verdes y rojas, que marcaban exactamente sus formas. Y, finalmente, algunas tenían los hombros cubiertos con una especie de manta plegada, que apretaban por debajo del seno con un cinturón, cuyos extremos pendían, su larga falda adornada con franjas.
No reinaba menos variedad en los peinados; unas llevaban los cabellos formando espiral; otras los dividían en tres partes, una de las cuales caía por la espalda y las otras dos a los lados de la cara; voluminosas pelucas formadas con guedejas muy rizadas e innumerables trencitas atadas transversalmente con hilos de oro, cintas de esmaltes o hilos de perlas se ajustaban como cascos a cabecitas jóvenes y encantadoras, que solicitaban del atavío un atractivo inútil a su belleza.
Cada una de esas jóvenes tenía en la mano una flor de loto azul, rosa o blanca, y respiraba amorosamente, haciendo palpitar las aletas de su nariz, el penetrante olor que del ancho cáliz se exhalaba. Un tallo de la misma flor partía de su nuca, se curvaba airosamente sobre la cabeza y presentaba su capullo entre las cejas retocadas con antimonio.
Delante de ellas estaban las esclavas, negras o blancas, únicamente vestidas con el círculo lumbar que les presentaban collares tejidos con crocos, cuyas flores son blancas por fuera y amarillas por dentro, con alazores de color púrpura, con heliocrisos de color de oro, con tricos de rojas bayas, con miosotis, cuyas flores parecen hechas con el esmalte azul de las estatuitas de Isis, con nepentas, cuyo embriagador aroma hace olvidarlo todo, hasta la lejana patria.
A estas esclavas sucedían otras que llevaban sobre la palma de la mano derecha copas de plata o de bronce llenas de vino, y en la izquierda tenían una servilleta donde los convidados secaban sus labios.
Esos vinos se sacaban de ánforas de barro, de vidrio o de metal que estaban metidas en cestos de mimbre, colocados sobre bases de cuatro patas, construidas con madera ligera y dúctil y con curvas ingeniosamente entrelazadas. Contenían siete clases distintas de vino: de dátiles, de palmera y de vid, vino blanco, tinto y verde, vino nuevo, vino de Francia y de Grecia y vino blanco de Mareótica, con aroma de violetas.
También el Faraón tomó la copa de manos del copero, que estaba en pie junto al trono, y humedeció sus reales labios en el fortificador brebaje.
Entonces empezaron a sonar las harpas, las liras, las flautas dobles, las bandurrias, acompañando un canto triunfal que acentuaban los coristas colocados frente al trono, con una rodilla en tierra y la otra levantada, y que llevaban el compás dando palmadas.
Y empezó la cena. Los platos, que los etíopes traían de las inmensas cocinas del palacio, donde mil esclavos trabajaban en inflamada atmósfera, en los preparativos del festín, eran colocados en mesitas a corta distancia de los invitados; las fuentes, de bronce, de olorosa madera admirablemente tallada, de barro o de porcelana esmaltada con vivos colores, contenían cuartos de buey, jamones de antílope, ocas mechadas, siluros del Nilo, largos rollos de pastas, pasteles de sésamo y de miel, verdes sandias de rosada pulpa, granadas llenas de rubíes y racimos de color de ámbar o de amatista. Esas fuentes estaban coronadas de guirnaldas de verdes ramajes de papiro; también las copas estaban rodeadas de flores; y en medio de las mesas, entre un montón de panes de rubia corteza, estampados con dibujos y marcados con jeroglíficos, se alzaba un gran jarrón del que salian, como ancha umbela, un enorme ramo de persolutas, mirtos, granado, convólvulos, crisantemos, heliotropo, serifios y cornicabras, mezclando todos los colores, confundiendo todos los perfumes. Hasta debajo de las mesas y alrededor del zócalo había tiestos de flores. ¡Flores, flores y más flores! ¡Flores por todas partes! Las había hasta debajo de los sillones de los convidados. Las mujeres las llevaban en los brazos, en el cuello, en la cabeza, en forma de brazaletes, de collares, de coronas; las lámparas lucían en medio de enormes ramos; los platos estaban medio cubiertos con el follaje; los vinos espumaban rodeados de rosas y violetas; era un gigantesco amontonamiento de flores, una orgía de perfumes de un carácter particular, desconocido en los demás países.
A cada momento los esclavos traían de los jardines, que saqueaban sin poder esquilmarlos, brazadas de clemátides, de laureles rosa, de granados, crisantemos y lotos, para renovar las flores marchitas, mientras que los criados echaban en los rojos carbones de los amschirs granos de nardo y de cinamono.
Cuando se hubieron retirado las fuentes y las cajas talladas en forma de aves, dé peces, de quimeras que contenían las salsas, y también las espátulas de marfil, de bronce o de madera y los cuchillos de bronce o de pedernal, los convidados se lavaron las manos y continuaron circulando las copas de vino o de bebidas fermentadas.
El copero sacaba con un cacillo de metal de largo mango el oscuro vino y el vino transparente de dos grandes jarrones dorados, ornados con figuras de caballos y de carneros que estaban colocados sobre trípodes delante del Faraón.
Los músicos se retiraron y vinieron las tocadoras. Largas túnicas de gasa cubrían sus cuerpos, jóvenes y esbeltos, sin ocultarlos más que el agua pura de un estanque las formas de la bañista que en él se mete. Sus cabelleras estaban sujetas con guirnaldas de papiro, cuyas flotantes ramitas llegaban hasta el suelo; encima de sus frentes se vela una flor de loto; grandes anillos de oro brillaban en sus orejas, petos de perlas y esmaltes envolvían sus cuellos, y las pulseras que en las muñecas llevaban se entrechocaban con ruido.
Una tocaba el arpa, otra la bandurria, la tercera, con los brazos cruzados, una flauta doble, la cuarta sostenía, horizontalmente y apoyada en su pecho, una lira de cinco cuerdas, la quinta golpeaba la piel de onagro de un tambor cuadrado. Una niña de siete u ocho años, desnuda, con flores en la cabeza, ceñida con un cinturón, marcaba el compás dando palmadas.
Entonces entraron las bailarinas. Eran delgadas, esbeltas, flexibles como serpientes; sus grandes ojos brillaban entre las negras líneas de sus pestañas, sus dientes de nácar entre las rojas listas de sus labios; largas guedejas les azotaban las mejillas. Unas llevaban amplias túnicas rayadas de blanco y azul, que flotaban a su rededor como una niebla; otras no tenían más que una sencilla cota plegada, que, empezaba en la cintura y concluía en las rodillas y permitía contemplar sus piernas elegantes y finas y sus redondos muslos, nerviosos y robustos.
Empezaron por tomar actitudes de lenta voluptuosidad, de perezosa gracia; después ejecutaron pasos más vivos, posturas más arriesgadas, mientras agitaban floridos ramos, hacían sonar una especie de castañuelas de bronce con cabezas de Hathor, golpeaban timbales con sus puñitos y hacían sonar la curtida piel de las panderetas con sus pulgares; y luego hicieron piruetas, pasos de baile, y giraron cada vez con mayor viveza. Pero el Faraón, preocupado y pensativo, no se dignó hacerles ningún gesto de asentimiento; sus ojos, fijos, ni siquiera las habían mirado. Y las bailarinas se retiraron ruborosas y confusas, oprimiendo con sus manitas sus pechos anhelantes.
Los enanos de torcidos pies y jorobados y disformes cuerpos, cuyas muecas tenían el don de animar la granítica majestad del Faraón no obtuvieron mayor éxito; sus contorsiones no arrancaron una sonrisa a sus augustos labios, cuyas extremidades no querían moverse.
Al son de una música extraña, compuesta por harpas triangulares, sistros, castañuelas, címbalos y clarines, se adelantaron bufones egipcios, que llevaban en la cabeza altas mitras blancas de ridícula forma, con dos dedos de la mano cerrados y los otros abiertos, repitiendo su grotesco gesto con automática precisión y entonando extravagantes canciones mezcladas con disonancias. Su Majestad no pestañeó siquiera.
Después vinieron unas mujeres con la cabeza cubierta con un pequeño casco, del que pendían tres largos cordones terminados por borlas, con los tobillos y las muñecas rodeados de vendas de cuero negro y vestidas con un ceñido calzón, sujeto con un solo tirante que pasaba sobre el hombro, y ejecutaron ejercicios de fuerza y flexibilidad a cual más sorprendentes, arqueándose, tumbándose, doblando como una rama de sauce su dislocado cuerpo, tocando el suelo con la nuca sin mover los talones y soportando en esa postura extraordinaria el peso de sus compañeras. Otras hicieron juegos malabares con una bola, con dos, con tres, hacia delante, hacia atrás, con los brazos cruzados, a caballo o de pie en las espaldas de sus compañeras; una de ellas, la más habilidosa, se tapó los ojos como Temis, la diosa de la justicia, para no ver, y recogió las bolas con las manos sin dejar caer ninguna. Pero el Faraón permaneció insensible ante esas maravillas.
Y tampoco se interesó a las proezas de dos luchadores que, resguardando sus brazos izquierdos con cestos, se atacaban con unos palos. Tampoco le divirtieron unos hombres que clavaban cuchillos en un bloque madera y cuyas puntas se hincaban exactamente en el punto designado. Llegó a rechazar el ajedrez que le presentó, ofreciéndose para adversaria, la bella Twea, a quien el rey consideraba favorablemente de ordinario; en vano intentaron acariciarle tímidamente Ámense, Taía y Hont–Reché; el Faraón se levantó y se retiró a sus habitaciones sin haber pronunciado una palabra.
En el umbral estaba inmóvil el servidor que durante el desfile triunfal había notado el imperceptible gesto de S. M., y al pasar éste, le dijo:
—Escucha, rey querido de los dioses; me separé del cortejo, atravesé el Nilo en una frágil barca de papiro y seguí la canga de la mujer sobre la que te dignaste echar tu mirada de gavilán: es Tahoser, la hija del sacerdote Petamunoph.
El Faraón sonrió y contestó:
—Está bien. Te regalo un carro con sus caballos y un peto de granos de lazulita y de cornalina con un cuello de oro que pese tanto como si fuese de basalto verde.
Y mientras tanto, las mujeres, desconsoladas, arrancaban las flores de sus peinados, rasgaban sus túnicas de gasa, sollozaban tendidas en las losas pulimentadas, que reflejaban como espejos sus hermosos cuerpos, y decían: "Alguna de esas malditas cautivas ha debido de apoderarse del corazón de nuestro Señor".