Parte IX

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Poeri llevaba en la mano un grueso bastón de palmera y se encaminó hacia el río por una estrecha calzada de papiros inmergidos que, llenos de ramas en la parte inferior, alzaban a ambos lados del camino sus rectilíneos troncos, de seis a ocho codos de alto y que se terminaban en un penacho de fibras como las lanzas de un ejército en línea de batalla.
Conteniendo la respiración, poniendo apenas los pies en el suelo, Tahoser se metió detrás de él en el estrecho camino. En la noche que esto sucedía no había luna, y además, la sombra de los papiros hubiese bastado para ocultar a la doncella que iba algo a la zaga.
Después hubo que atravesar un claro; y entonces, la falsa Hora dejó que Poeri se adelantase, se encorvó, y se arrastró por el suelo.
Llegaron más tarde a un largo bosque de mimosas y, disimulándose entre los macizos de árboles, pudo avanzar Tahoser sin tomar tantas precauciones. Temiendo extraviarse, iba tan cerca de Poeri que, frecuentemente, las ramas que éste apartaba la rozaban el rostro. Pero no se fijaba en tales cosas; un sentimiento de ardientes celos la impelía a buscar el misterio, que interpretaba diferentemente que las criadas de la casa.
Ni un instante creyó que el joven hebreo saliese todas las noches para efectuar un rito bárbaro e infame; pensaba que el motivo de esas nocturnas excursiones debía de ser una mujer, y quería conocer a su rival. La fría benevolencia de Poeri le indicaba que tenía ocupado el corazón, porque, si no, ¿hubiese permanecido insensible ante sus encantos, célebres en Tebas y en todo Egipto? ¿hubiese fingido no comprender un amor que hubiese enorgullecido a Oeris, sumos sacerdotes, y basilico–grammates y hasta a príncipes de sangre real?
Cuando Poeri llegó a la orilla del río, descendió unos escalones labrados en la escarpadura del margen y se inclinó como si estuviere desatando alguna cuerda.
Tahoser, de bruces en la cresta del talud y asomando únicamente la cabeza, vio, con gran desesperación, que el misterioso paseante desamarraba una ligera barquilla de papiro, larga y estrecha como un pez, y que se disponía a atravesar el río.
En efecto, Poeri saltó dentro de la barca, la empujó apoyando el pie en la tierra, y empezó a navegar maniobrando el único remo colocado en la popa de la ligera embarcación.
La pobre muchacha se retorcía las manos de desesperación; iba a perder la pista del secreto que tanto le importaba conocer. ¿Qué hacer? ¿Volver sobre sus pasos, con el corazón destrozado por la sospecha y la incertidumbre, los peores males?
Reunió todas sus energías, y pronto tomó una determinación. No había que pensar en encontrar otra lancha. Se dejó caer por la escarpadura, se quitó el vestido con presteza y se lo enrolló encima de la cabeza; después se metió denodadamente en el río, teniendo cuidado de no formar espuma. Flexible como una culebra acuática, alargó sus hermosos brazos sobre las sombrías vendas en que danzaban los reflejos de las estrellas, y empezó a seguir de lejos a la barca.
Nadaba admirablemente, porque todos los días se ejercitaba con sus acompañadoras en la vasta piscina de su palacio, y ninguna era tan diestra en nadar como Tahoser.
La corriente, mansa en aquella parte, no le presentaba gran resistencia; pero cuando llegó en mitad del río, le fue preciso dar vigorosos puntapiés al agua espumante y multiplicar sus brazadas para que la corriente no se la llevase. Su respiración se hacía entrecortada, anhelosa, y la contenía por miedo a que el joven hebreo la oyese. A veces, una ola más alta lavaba con espuma sus entreabiertos labios, humedecía sus cabellos y llegaba hasta sus vestidos que llevaba encima, enrollados como un paquete. Por suerte suya, puesto que sus fuerzas empezaban a flaquear, llegó pronto adonde las aguas estaban más tranquilas.
Una brazada de juncos, que la corriente arrastraba, la rozó al pasar y le produjo verdadero espanto. Esa masa, de un verde sombrío, tomaba la apariencia de un cocodrilo a través de la oscuridad. Tahoser creyó sentir la rugosa piel del monstruo, pero pronto se repuso, y se dijo, mientras continuaba nadando: — ¿Qué importa que los cocodrilos me devoren, si Poeri no me ama?
Durante el día, el continuo tránsito de barcas, el trabajo en los muelles, el tumulto de la ciudad, alejaban los cocodrilos, que iban a revolcarse en el cieno y a tomar el sol en riberas menos frecuentadas por el hombre; pero la oscuridad les devuelve toda su audacia, y de noche era probable el peligro.
Tahoser no había pensado en esto; la pasión no calcula. Si se hubiese fijado en tal idea, hubiera desafiado el peligro, ella que tan tímida era y a quien asustaba una mariposa que porfiadamente revolotease en torno suyo tomándola por una flor.
De pronto, la barca se detuvo, aunque la orilla estaba aún a cierta distancia. Poeri, dejando de remar, miró a su alrededor con desconfianza. Había visto la mancha blanquecina que hacía la enrollada ropa de Tahoser sobre el agua.
Creyéndose observada, la intrépida nadadora buceó denodadamente, decidida a no volver a la superficie del agua, aunque se ahogase, hasta que se disipasen las sospechas de Poeri.
—Hubiera dicho que alguien me seguía nadando—se dijo Poeri volviendo a remar. —Pero, ¿quién se aventuraría en el Nilo a esta hora? Soy tonto; he tomado por cabeza humana enturbantada con un trapo, alguna planta de loto blanco, quizá un sencillo copo de espuma, puesto que nada se ve ya.
Cuando Tahoser, cuya sangre silbaba en sus orejas y que empezaba a ver cruzar rojizos resplandores en la sombría agua del río, volvió apresuradamente a la superficie para dilatar sus pulmones con una gran bocanada de aire, la barca había tomado de nuevo su marcha confiada y Poeri remaba con la imperturbable calma de los personajes alegóricos que conducen el "barí" de Maut en los bajo relieves y las pinturas de los templos.
La orilla estaba ya a unas cuantas brazas. La prodigiosa sombra de los pilones y de los enormes muros del palacio del Norte, que destacaba sobre el azul violáceo de la noche sus opacas masas coronadas por los piramidiones de seis obeliscos, se extendía inmensa y formidable sobre el río y protegía a Tahoser, que podía nadar sin miedo de ser vista.
Poeri atracó un poco más abajo del palacio, en sentido de la corriente, y amarró su barca a un pilote para poder encontrarla cuando regresase; después, cogió su bastón de palmera y subió la rampa del muelle con decidido paso.
La pobre Tahoser, casi sin fuerzas, se agarró, crispando las manos, al primer escalón, y salió penosamente del agua. Sus miembros chorreaban y el contacto del aire los entumecía, haciéndole sentir súbitamente la fatiga; pero lo más difícil de su empeño estaba hecho.
Subió las escaleras, con una mano sobre su corazón que latía violentamente y sosteniendo con la otra su ropa enrollada y mojada sobre la cabeza. Después de ver qué dirección tomaba Poeri, se sentó en lo alto de la rampa, desplegó su túnica y se vistió.
El contacto de la ropa mojada le produjo un ligero estremecimiento. Sin embargo, la noche era bella y la brisa del sur soplaba templada. Pero e1 cansancio la ponía febril, y castañeteaban sus dientecillos. Sacando fuerzas de flaqueza y rozando con los muros en talud de los gigantescos edificios, logró no perder de vista al joven hebreo, quien dobló el ángulo del inmenso muro de ladrillo que cercaba el palacio y se metió entre las calles de Tebas.
Al cabo de un cuarto de hora de marcha, desaparecieron los palacios, los templos, las grandes casas, y empezaron a encontrar habitaciones más humildes; al granito, a la caliza, a la' arenisca, sucedían los adobes, el barro petrificado con paja; desaparecían las formas arquitectónicas; chozas redondas como ampollas o como verrugas se destacaban en terrenos desiertos, en vagos cultivos, y la oscuridad les prestaba monstruosas configuraciones; troncos de madera, montones de ladrillos sin cocer aún, obstruían el camino.
Extraños e inquietantes ruidos rompían el silencio, un mochuelo cruzaba los aires con su vuelo silencioso; flacos perros, levantando su hocico largo y puntiagudo, ladraban plañideramente a un murciélago que revoloteaba; escarabajos y reptiles, amedrentados, se largaban, haciendo zumbar la seca hierba.
— ¿Será posible que Harfré esté en lo cierto?—pensaba Tahoser, impresionada por el siniestro aspecto del camino. — ¿Si vendrá Poeri a sacrificar niños a esos bárbaros dioses, a quienes gustan la sangre y el sufrimiento? Ningún sitio parece más propicio para ritos crueles.
Aprovechándose de los ángulos de la sombra, de los extremos de muros, de las malezas, de las desigualdades de terreno, procuraba ir siempre a distancia constante de Poeri.
—Iré hasta el fin, aunque tenga que presenciar, testigo invisible, una escena tan espantosa como una pesadilla, oír los gritos de la víctima y ver cómo el sacrificador, con sus manos tintas en sangre, saca del cuerpo del niño el corazón aun humeante — se dijo Tahoser, al ver que el joven hebreo penetraba en una choza de tierra, cuyas hendiduras dejaban filtrarse algunos rayos de luz amarillenta.
Cuando Poeri hubo entrado, se acercó la hija de Petamunoph, sin que una piedra rodara delatando su presencia, sin que un perro ladrase ante su paso de fantasma. Conteniendo la respiración, apretando su corazón, dio la vuelta alrededor de la cabaña, y descubrió, al verla lucir sobre el fondo sombrío del muro de arcilla, una grieta lo bastante ancha para poder examinar lo interior.
Una pequeña lámpara alumbraba la habitación, que era menos pobre de lo que hubiera podido suponerse por la apariencia del tugurio. Las enlizadas paredes estaban estucadas; había jarrones de oro y de plata colocados sobre pedestales de madera, pintados de diversos colores; en unos cofres entreabiertos, refulgían las joyas; unos platos de brillante metal, resplandecían en los muros, y un ramillete de raras flores exhalaba sus aromas en un florero de barro esmaltado, colocado sobre una mesita.
Pero no eran estos detalles del moblaje lo que interesaba a Tahoser, aunque el contraste de ese lujo oculto con la miseria exterior de la casa le hubiese extrañado en un principio. Otra cosa era lo que atraía, inevitablemente su atención,
En un estrado cubierto de esteras, estaba una mujer de raza desconocida y maravillosamente bella. Era más blanca que las muchachas de Egipto, blanca como la leche, como las azucenas, como los corderos que regresan del lavadero; sus cejas parecían arcos de ébano, y las puntas se unían a la raíz de una nariz fina, aguileña, con las aletas coloreadas de tonos rosa como el interior de las conchas; sus ojos se parecían a los de las tórtolas, vivos y lánguidos al mismo tiempo; sus labios eran como dos cintas de púrpura y al entreabrirse mostraban brillos de perlas; sus cabellos pendían, a cada lado de sus carrillos de grana, en mechones negros y lustrosos como racimos de uva madura; en sus orejas se bamboleaban las arracadas y collares dorados con plaquitas incrustadas de plata, brillaban alrededor de su cuello, redondo y fino como una columna de alabastro.
Su traje era raro: consistía en una larga túnica bordada con listas y dibujos simétricos de diferentes colores, que la cubría desde los hombros hasta media pierna y dejaba los brazos desnudos.
El joven hebreo se sentó junto a ella, en la estera, y la habló, diciéndola cosas que Tahoser no podía entender, pero cuyo sentido comprendía demasiado por desdicha suya, porque Poeri y Raquel se expresaban en el idioma de su patria, tan amable para el desterrado y el cautivo.
El corazón enamorado no se desengaña fácilmente. — Quizá sea su hermana — se decía Tahoser, — y viene a verla en secreto, porque no quiere que sepa que pertenece a esta raza reducida a la esclavitud. — Y después acercaba la cara a la grieta, y escuchaba, con dolorosa intensidad de atención, esas palabras harmoniosas y llenas de cadencias, cada una de cuyas sílabas contenía un secreto que gustosa hubiese averiguado al precio de su vida y que musitaban vagas, fugitivas, desprovistas de significación para ella, como el viento en la enramada y el agua en la orilla.
—Muy hermosa me parece... para ser su hermana... — murmuraba, devorando con celosos ojos aquella cara extraña y encantadora, de pálido matiz, de rojos labias, que realzaban atavíos de exótica forma, y cuya belleza tenía algo de misteriosamente fatal.
— ¡Raquel, mi amada Raquel! — decía Poeri con frecuencia.
Tahoser recordó haberle oído musitar esa palabra mientras que le abanicaba y velaba su sueño.
—Pensaba en ella hasta dormido; Raquel debe de ser su nombre. — Y la pobre doncella experimentó agudo padecimiento en el pecho, como si todos los uraetos de los entablamentos, todas las víboras reales de las coronas faraónicas le hubiesen clavado sus venenosos aguijones en el corazón.
Raquel apoyó la cabeza en el hombro de Poeri como una flor harto cargada de perfume y de amor. Los labios del joven rozaron los cabellos de la bella judía, que se echó hacia atrás, presentando su húmeda y templada frente y sus entreabiertos ojos a esa tímida y suplicante caricia; sus manos se buscaron y se estrecharon nerviosamente.
— ¡Oh! ¡Ojalá le hubiese visto practicando una ceremonia impía y monstruosa, degollando con sus propias manos una victima humana, bebiendo la sangre en un vaso de negro barro y restregándose la cara con ella! Creo que eso me hubiese hecho padecer menos que verle besar tan tímidamente a esa hermosa mujer — balbuceó Tahoser con débil voz, desplomándose en tierra, en la sombra de la cabaña.
Dos veces intentó levantarse, pero volvió a caer de rodillas; sus ojos se anublaron, sus miembros se doblaron y cayó desvanecida.
Mientras tanto, Poeri salía de la choza y daba a Raquel un último beso.

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