Parte XVI

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Unos días después de lo que referido queda, Faraón bordeaba el Nilo, de pie en su carro y seguido de su cortejo. Iba a ver la altura que alcanzaba la crecida del Nilo, cuando en medio del camino se alzaron como dos fantasmas Aarón y Moisés. El rey contuvo sus caballos, que ya sacudían su baba en el pecho del gran anciano inmóvil.
Con voz lenta y solemne, Moisés repitió su conjuro.
—Pruébame con algún milagro el poder de tu Dios — respondió el rey, — y te concederé lo que me pides.
Volviéndose hacia Aarón, que le seguía a unos pasos, dijo Moisés:
—Toma tu bastón y extiende la mano sobre el agua de los egipcios, sobre sus arroyos, sus ríos, sus lagos y el conjunto de las aguas; que se transformen en sangre; sangre habrá en todo el país egipcio, como también en las jarras de madera y de piedra.
Aarón alzó su tranca y apaleó el agua del río.
Los acompañantes de Faraón esperaban e1 resultado con ansiedad. El rey, que tenía un corazón de bronce en un pecho de granito, sonreía desdeñosamente, confiando en la ciencia de sus magos para confundir a los extraños.
En cuanto el bastón del hebreo — aquel bastón que había sido serpiente — tocó el río, las aguas empezaron a enturbiarse y a agitarse, su terroso color se alteró de sensible manera, tonos rojizos se mezclaron, y finalmente toda la masa líquida tomó sombrío color púrpura y el Nilo asemejó un río de sangre con olas escarlata y que bordeaba sus orillas con espumas rosadas. Hubiérase dicho que reflejaba un inmenso incendio o un cielo relampagueante, pero la atmósfera estaba en calma; Tebas no ardía y un azul invariable se extendía sobre la sábana roja que tachonaban acá y allá blancos vientres de peces muertos. Los largos y escamosos cocodrilos, apoyándose en sus dobladas patas, emergían del agua, y los pesados hipopótamos, parecidos a bloques de granito rosa cubiertos de una lepra de espuma negra, huían por entre los cañaverales y levantaban encima del agua sus enormes hocicos, pues no podían respirar en aquella agua ensangrentada.
Los canales, los viveros, las piscinas, habían tomado el mismo color, y las vasijas, llenas de agua, estaban tan rojas como los cráteres en que se recoge la sangre de las víctimas sacrificadas.
Faraón no se asombró ante tal prodigio, y dijo a los dos hebreos:
—Ese milagro podría atemorizar al ignorante populacho, pero no veo en él nada que me sorprenda. Que hagan venir a Banana y al colegio de los "jeroglifistas", y ellos repetirán ese juego de magia.
Llegaron los magos, con su jefe a la cabeza. Ennana miró al río, que se agitaba en coloradas olas, y comprendió de qué se trataba.
—Haz que las cosas vuelvan a su primitivo estado — dijo al acompañante de Moisés; — yo reharé tu encantamiento.
Aarón golpeó e nuevo el río, y éste tomo inmediatamente su color natural.
Ennana hizo un gesto de aprobación como un sabio imparcial que hace justicia a la habilidad de un colega. Encontraba el prodigio bien hecho para uno que no tenía, como él, la facilidad de estudiar la sabiduría en las misteriosas habitaciones del Laberinto, donde sólo raros iniciados podían penetrar, pues las pruebas porque había que pasar antes eran enfadosas en extremo.
—A mí vez — dijo Ennana. Y extendió sobre el Nilo su bastón grabado de jeroglíficos, mascullando unas palabras en lengua tan antigua, que no debía de comprenderse ya en tiempos de Menes, el primer rey de Egipto; un idioma de esfinges, con sílabas de granito.
Inmensa sábana roja se extendió inmediatamente de una orilla a otra, y el Nilo volvió a correr en sangrientas ondas hacia el mar.
Los veinticuatro jeroglifistas saludaron al rey como si fuesen a retirarse.
—Quedaos — les dijo el Faraón.
Volvieron a su actitud impasible.
— ¿No tienes otra prueba que darme de tu misión? Como ves, mis sabios imitan bastante bien tus prodigio».
Sin desanimarse por las irónicas palabras del rey, Moisés le dijo:
—Si dentro de siete días no te decides a dejar salir los hebreos al desierto para que ofrezcan sacrificios al Eterno, según los ritos, volveré y haré ante ti otro milagro.
Al cabo de siete días volvió Moisés, y dijo a su servidor Aarón las palabras del Eterno:
Tiende tu mano con tu bastón sobre los ríos, los arroyos, los estanques, y haz que las ranas suban al país de Egipto.
En cuanto Aarón hizo el gesto que se le mandaba, millones de ranas surgieron del río, de los canales, de los arroyos, de los pantanos; cubrían los campos y los caminos, saltaban en las escaleras de los templos y en las de los palacios, invadían los santuarios y las habitaciones más apartadas; y nuevas legiones de ranas sucedían a las que primero aparecieron; había en las casas, en las artesas, en los hornos, en los cofres; no se podía posar el pie en parte alguna sin aplastarlas; como movidas por resortes, saltaban entre las piernas, a izquierda, a derecha, delante, detrás. Hasta donde la vista alcanzaba se las veía saltar, brincar, pasar unas sobre otras, pues ya les faltaba sitio y espesaban, se amontonaban, se apilaban; sus innumerables lomos verdes formaban sobre el campo como una pradera animada y viviente en que brillaban, en vez de florecíllas, sus amarillos ojos.
Los animales, caballos, cabras, asnos, asustados e irritados, huían a través de los campos, pero en todas partes volvían a encontrar esa pululación inmunda.
Faraón, que desde el umbral de su palacio miraba la creciente marea de ranas, con aire aburrido y asqueado, aplastaba cuantas podía con la extremidad de su cetro, y las que no, las empujaba con su patín curvo. ¡Inútil tarea! Otras ranas, salidas de no se sabía dónde, reemplazaban a las muertas, más revoltosas, más chillonas, más incómodas, más descaradas, arqueando el hueso del lomo, mirándole con sus redondos ojos, abriendo sus palmeados dedos, arrugando la blanca piel de sus barrigas. Los asquerosos animales parecían dotados de inteligencia, y su masa era más densa en torno del rey que en parte alguna.
La hormigueante inundación continuaba subiendo; en las rodillas de los colosos, en las cornisas de los pilones, en el lomo de las esfinges y criosfinges, en los cornisamentos de los templos, en los hombros de los dioses, en los piramidiones de los obeliscos, las repugnantes bestezuelas se habían colocado con el lomo arqueado y las patas replegadas. Los ibis, que al principio se habían alegrado de tan inesperada propina y las picaron con sus largos picos y las tragaron por cientos, empezaban a alarmarse de esta prodigiosa invasión y levantaban el vuelo a lo más alto del cielo, castañeteando con el pico.
Aarón y Moisés triunfaban; Ennana, a quien se había convocado, parecía meditar. Con el dedo apoyado en su calva frente, los ojos medio cerrados, hubiérase dicho que buscaba en lo profundo de su memoria una fórmula mágica olvidada.
Faraón, inquieto, se volvió hacia él.
— ¿Qué es eso, Ennana? ¿Has perdido la cabeza con tanto soñar? ¿Estaría fuera del alcance de tu ciencia este prodigio?
—Nada de eso, majestad; pero cuando se mide el infinito, se computa la eternidad y se deletrea lo incomprensible, puede suceder no acordarse de la extraña palabra que domina a los reptiles, los hace nacer o los anonada. Mira bien, toda esa plaga va a desaparecer.
El anciano jeroglifista agitó su varita y pronunció por lo bajo algunas silabas.
En un momento, los campos, las plazas, los caminos, los muelles del río, las calles de la ciudad, los patios de la ciudad, los patios de los palacios, las habitaciones de las casas, quedaron limpias de sus importunos huéspedes y volvieron a su primer estado.
El rey sonrió, orgulloso del poder de sus magos.
—No me basta con haber desecho el encantamiento de Aarón — dijo Ennana; — voy a repetírtelo.
Ennana agitó su varita en sentido opuesto, y pronunció por lo bajo la fórmula contraria.
En seguida reaparecieron las ranas, en mayor número que nunca, cantando y brincando; en un instante se cubrió la tierra de ellas; pero Aarón tendió su bastón y el mago egipcio no pudo desvanecer la invasión provocada por sus encantamientos. Por mucho que repitió las palabras misteriosas, nada consiguió; el conjuro había perdido su poder.
El colegio de magos se retiró pensativo y confuso, perseguido por la inmunda plaga. Las cejas del Faraón se contrajeron de cólera, pero continuó no queriendo ceder a las súplicas de Moisés. Su orgullo intentó luchar hasta el fin con el desconocido dios de Israel. Sin embargo, no pudiendo librarse de la plaga de ranas, Faraón prometió a Moisés conceder a los hebreos la libertad de ir a hacer sacrificios en el desierto si intercedía por él con su Dios.
Las ranas murieron o volvieron a las aguas, pero el corazón del Faraón se endureció de nuevo y, a pesar de las exhortaciones de Tahoser, no cumplió su promesa.
Entonces cayó sobre Egipto un desencadenamiento de plagas y azotes; insensata lucha se entabló entre los jeroglifistas y los dos hebreos cuyos prodigios repetían aquéllos. Moisés convirtió todo el polvo de Egipto en insectos, y Ennana hizo lo mismo. Moisés tomó dos puñados de esperma y los lanzó hacia el cielo delante de Faraón, y enseguida la piel de los egipcios presentó una peste roja y ardientes manchas.
—Imita ese prodigio—gritó Faraón fuera de sí y con la faz tan encendida como si reflejase el fuego de un horno, dirigiéndose al jefe de sus magos.
— ¿Para qué?—replicó el anciano con descorazonado tono; en todo esto hay la marca de lo desconocido. Nuestras vanas fórmulas no pueden prevalecer contra esa fuerza misteriosa. Sométete, y déjanos volver a nuestros retiros para estudiar ese Dios nuevo, ese Eterno, más poderoso que Amón–Ra, que Osiris y que Tiphon. La ciencia egipcia está vencida; el enigma que guarda la esfinge no puede expresarse con palabras, y la gran pirámide sólo cubre la nada con su enorme misterio.
Como aun se negaba Faraón a dejar partir a los hebreos, todo el ganado de los egipcios fue herido de muerte, mientras los israelitas no perdían ni una cabeza.
Un viento del sur se levantó y sopló toda la noche; y cuando amaneció el siguiente día una nube roja cubría el cielo por completo; el sol lucia rojo como un escudo en la fragua, al través de esa niebla leonada y parecía desprovisto de rayos. Esa nube roja era distinta de las demás nubes, era viviente, sonaba y cala a la tierra, no en gruesas gotas de lluvia, sino en forma de bancos de saltamontes rosados, amarillos y verdes, más numerosos que los granos de arena del líbico desierto; la langosta venía en torbellinos, como la paja que la tormenta dispersa; la atmósfera se obscurecía, se espesaba y la langosta llenaba los fosos, los barrancos, los ríos, y apagaban con su masa los fuegos que se encendían para destruirla; cuando tropezaba en un obstáculo se amontonaba, y después desbordaba; si se abría la boca para respirar, una entraba; se metían entre los pliegues del vestido, entre el pelo, en las ventanas de las narices; sus espesas columnas hacían retroceder a los carros, tiraban a los caminantes aislados y pronto los cubrían; ese formidable ejército avanzaba sobre Egipto, desde las cataratas hasta el Delta con inmensa anchura, segando la hierba, reduciendo a los árboles al estado de esqueletos, devorando las plantas hasta la raíz y dejando tras de sí la tierra árida y agostada como una era.
A ruegos de Faraón, Moisés hizo cesar la plaga; un viento oeste de extremada violencia llevó toda la langosta al mar de las algas; pero el obstinado corazón del rey, más duro que el bronce, el pórfido y el basalto, no se dio por rendido.
Del cielo cayó una granizada — tempestad desconocida en Egipto — entre cegadores relámpagos y truenos capaces de hacer ensordecer, compuesta de enormes granizos que todo lo rompían, y arrasó el trigo mejor que una hoz. Después, negras, opacas y aterradoras tinieblas, en medio de las cuales se apagaban las lámparas como en lo profundo de las galerías subterráneas privadas de aire, extendieron sus pesadas nubes sobre esa tierra de Egipto tan rubia, tan luminosa, tan dorada bajo su cielo de azur y cuya noche es más clara que el día de otros climas.
El pueblo egipcio, aterrorizado, creyéndose envuelto ya por la oscuridad impenetrable del sepulcro, erraba a tientas o sentándose a lo largo de los propileos, dando lastimeros gritos y rasgando sus ropas.
Una noche, noche de espanto y de horror, un espectro voló sobre todo Egipto, entrando en todas las casas cuyas puertas no estaban marcadas de rojo, y murieron los primogénitos varones, desde el hijo del Faraón, hasta el del parasquita más miserable. Y, sin embargo, a pesar de todo eso, el rey no quería ceder.
Permanecía en su palacio, irritado, silencioso, contemplando el cuerpo de su hijo, extendido sobre el fúnebre lecho de patas de chacal, y sin notar las lágrimas con que Tahoser le bañaba la mano.
Moisés apareció en el umbral de la puerta sin que nadie le hubiese introducido, pues todos los servidores habían huido hacia un lado u otro, y repitió su petición con solemnidad imperturbable.
—Id — dijo por fin el Faraón; — ofreced sacrificios a vuestro Dios como mejor os plazca.
Tahoser se abrazó al rey, y le dijo:
—Ahora te amo; eres un hombre y no un dios de granito.

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