Para recibir a Moisés, pasó el rey a otra sala y se sentó en un trono, cuyos brazos estaban formados por leones; rodeó su cuello con ancho peto, tomó su cetro y adoptó una actitud de orgullosa indiferencia.
Apareció Moisés; otro hebreo, llamado Aarón, le acompañaba. Si Faraón parecía augusto en su dorado trono, rodeado de sus oeris y sus flabelíferos, en esa sala de alto techo, sostenido por enormes columnas, sobre el fondo de frescos que representaban los altos hechos suyos y de sus antepasados, Moisés no era menos imponente; en él la majestad de la edad equivalía a la majestad real; cuando cumplió ochenta años parecía tener viril vigor, y nada manifestaba en él las decadencias seniles. Las arrugas de su frente y de sus carrillos, que parecían surcos trazados con el cincel en el granito, le daban aspecto venerable sin acusar sus años; su cuello moreno y arrugado se unía, a los fuertes hombros con músculos descarnados pero potentes aún, y sus manos, que no agitaba el temblor habitual de los viejos, estaban cubiertas de un entretejido de salientes venas. Un alma más enérgica que la humana vivificaba su cuerpo, y su faz despedía singular resplandor, hasta en la oscuridad; hubiérase dicho el reflejo de un sol invisible.
Moisés avanzó hacia el trono del rey, sin prosternarse como era de costumbre, y le dijo:
—El Eterno, el Dios de Israel, ha hablado así: Dejad que mi pueblo vaya al desierto para que me celebre una ceremonia.
Faraón respondió:
— ¿Quién es el Eterno cuya voz debo escuchar para dejar marchar el pueblo de Israel? No conozco ningún Eterno, y no dejaré que Israel se vaya.
Sin dejarse intimidar por las palabras del rey, el gran anciano repitió claramente, pues su antigua tartamudez había desaparecido:
—El Dios de los hebreos se nos ha manifestado. Queremos, pues, ir a una distancia de tres días de camino hacia el interior del desierto, y allí ofrecer sacrificios al Eterno, nuestro Dios, no sea que nos castigue con la peste o con la espada.
Aarón confirmó con un signo la petición de Moisés.
— ¿Por qué distraéis al pueblo de sus ocupaciones? — replicó Faraón. — Id a vuestros quehaceres. Por suerte vuestra estoy hoy de clemente humor, pues hubiera podido haceros azotar, cortar la nariz y las orejas o echaros vivos a los cocodrilos. Sabed, me digno decíroslo, que no hay más dios que Ammón–Ra, el ser primordial y supremo, varón y hembra, al propio tiempo, propio padre suyo y propia madre, de quien también es marido; de él derivan los demás dioses que unen el cielo con la tierra, y no son más que diversas formas de esos dos principios constitutivos; los sabios le conocen y también los sacerdotes que han estudiado hace mucho tiempo los misterios en los colegios y en los templos consagrados a sus diversas representaciones. No aleguéis pues otro dios inventado por vosotros para excitar a los hebreos al motín e impedirles cumplir con su impuesta faena. Vuestro pretexto de sacrificar es transparente: queréis huir. Retiraos de mi presencia, y continuad moldeando arcilla para mis edificios reales y sacerdotales, para mis pirámides y mis murallas. Id; he dicho.
Moisés, viendo que no podía conmover e1 corazón del Faraón y que, si insistía, excitaría su cólera, se retiró silenciosamente, seguido de Aarón, consternado.
—He obedecido las órdenes del Eterno —dijo Moisés a su compañero cuando hubieron franqueado el pilón; pero el Faraón ha permanecido insensible, como si hubiese hablado a esos hombres de granito sentados en tronos a la puerta de este palacio, o a esos ídolos con cabeza de perro, de mono o de gavilán que perfuman de incienso los sacerdotes en lo interior de los santuarios. ¿Qué contestaremos al pueblo cuando nos pregunte por el resultado de nuestra misión?
Faraón, temiendo que los hebreos tuviesen la idea de sacudir su yugo por las sugestiones de Moisés, les hizo trabajar más y les negó la paja que necesitaban para mezclar con el barro con que hacían los adobes. Así pues, los hijos de Israel se diseminaron por todo Egipto, arrancando bálago y maldiciendo a los exactores, pues se sentían muy desgraciados y decían que los consejos de Moisés habían aumentado su miseria.
Un día volvieron Moisés y Aarón al palacio y requirieron al rey para que dejase partir a los hebreos, con el fin de que ofrecieran sacrificios al Eterno en el desierto.
— ¿Quién me demuestra — respondióles Faraón, que es verdaderamente el Eterno quien os envía a mí para que me digáis eso, y que no sois, como imagino, viles impostores?
Aarón tiró al suelo su bastón ante el rey, y la madera empezó a retorcerse, a ondular, a cubrirse de escamas, a mover la cabeza y el rabo, a enderezarse y lanzar tremendos silbidos; el bastón se había convertido en serpiente; hacia sonar sus anillos contra las losas, hinchaba el cuello, sacaba su punzante lengua, y, saltándosele los ojos, parecía escoger la víctima a quien quería picar.
Los oeris y los servidores que estaban alrededor del trono permanecían inmóviles y mudos de espanto ante ese prodigio. Los más valientes habían medio sacado las espadas.
Pero Faraón no se emocionó, y una desdeñosa sonrisa se dibujó en sus labios, y dijo:
— ¿Esos sabéis hacer? Pequeño es el milagro y la prestidigitación grosera. Que hagan venir a mis sabios, mis magos y mis "jeroglifistas".
Llegaron éstos. Eran unos personajes de formidable y misterioso aspecto, con la cabeza afeitada, calzados con zapatos de Biblos, vestidos de largos ropajes de hilo, y llevaban en la mano bastones con jeroglíficos grabados. Estaban amarillos y. consumidos como las momias, a fuerza de vigilias, estudios y austeridades; las fatigas de las sucesivas iniciaciones se leían en sus caras, en que sólo los ojos parecían vivientes.
Se pusieron en fila delante del trono, sin prestar la menor atención a la serpiente, que bullía, se arrastraba y silbaba.
— ¿Podéis — dijo el rey, — transformar vuestros bastones en reptiles, como acaba de hacer Aarón?
— ¡Oh, majestad! — dijo el más anciano; — ¿para ese juego de niños nos has hecho venir desde lo profundo de nuestras habitaciones secretas, donde, con la claridad de las lámparas, bajo techos estrellados, inclinados sobre los papiros indescifrables, arrodillados ante estelas jeroglíficas, soñamos con sus misteriosos y profundos sentidos, anudando los secretos de la Naturaleza, calculamos el poder de los números y acercamos nuestras temblorosas manos al velo de la gran Isis? Déjanos volver allá, pues la vida es corta, y apenas tiene tiempo el sabio para comunicar a los otros la palabra que ha conseguido conocer; déjanos volver a nuestros trabajos, cualquier malabarista, el psilo que toca la flauta por las calles, puede satisfacer ese deseo.
—Ennana, haz lo que quiero — dijo el Faraón al jefe de los magos y "jeroglifistas".
El anciano Ennana se volvió hacia el colegio de sabios que permanecían de pie, inmóviles, con el espíritu metido en el abismo de sus meditaciones.
—Tirad vuestros bastones al suelo, pronunciando por lo bajo la mágica palabra.
Cayeron al suelo los bastones, todos a la vez, con ruido seco, y los sabios volvieron a sus rígidas posturas, pareciendo las estatuas apoyadas a los pilares de los templos; ni siquiera se dignaron mirar al suelo para ver si el prodigio se cumplía, pues hasta tal punto estaban seguros del poder de la fórmula secreta.
Y se desarrolló entonces un espectáculo extraño y horrible: los bastones se retorcieron como ramas verdes en el fuego; sus extremidades se aplastaron formando cabezas y se afilaron formando rabos; unas permanecieron lisas, otras se cubrieron de escamas, según el género de serpiente. Todo aquello bullía, silbaba, se arrastraba se lanzaba y anudaba asquerosamente. Allí había víboras en cuyas frentes se veía la marca de una punta de lanza, cerastas de amenazadoras protuberancias, hidras verdes y viscosas, áspides de móviles ganchos, trigonocéfalos amarillos, luciones, culebras de vidrio, crótalos de corto hocico y piel negruzca, que hacían sonar los huesecillos de su rabo, aufisbenas andando hacia atrás y hacia adelante, boas que abrían bocas capaces de tragarse un buey Apis, serpientes con ojos rodeados de un disco como los mochuelos; todo el suelo de la sala estaba cubierto de reptiles.
Tahoser, sentada en el trono del Faraón, levantaba sus hermosos pies desnudos y los ponía bajo sí, pálida de espanto.
—Ya ves — dijo Faraón a Moisés, — que la ciencia de mis jeroglifistas iguala o sobrepuja a la tuya; sus bastones han producido serpientes como el de Aarón. Inventa otro prodigio si quieres convencerme.
Moisés extendió la mano, y la serpiente de Aarón se abalanzó sobre los veinticuatro reptiles. No fue larga la lucha, y la serpiente judía pronto se tragó los asquerosos reptiles, creación real o aparente de los sabios egipcios; después volvió a su forma de bastón.
Este resultado extrañó a Ennana; inclinó la cabeza, reflexionó y dijo como una persona que cambia de parecer:
—Ya encontraré la palabra y la señal. He interpretado mal el cuarto jeroglífico de la quinta línea vertical donde está la conjuración de las serpientes... Majestad, ¿nos necesitas aún? Me impaciento por continuar la lectura de Herma Trismegisto, que contiene secretos bastante más importantes que esos juegos de manos.
Faraón hizo signo al anciano para que pudiese retirarse; y el silencioso cortejo volvió a lo profundo del palacio.
El rey regresó al gineceo con Tahoser. La hija del pontífice, asustada y aun temblorosa por los prodigios que acababa de ver, se arrodilló ante él y le dijo:
— ¿No temes irritar con tu resistencia al dios desconocido a quien los israelitas quieren ofrecer sacrificios en el desierto, a tres días de camino? Deja marchar a Moisés y sus hebreos para que cumplan con sus ritos, no sea que el Eterno, como ellos dicen, castigue a Egipto y nos haga morir.
— ¿Qué? ¿esa prestidigitación de reptiles te asusta? — respondió Faraón. — ¿No has visto que también mis sabios han transformado sus bastones en serpientes?
—Sí; pero la de Aarón las ha devorado, y esto es un mal presagio.
— ¿Qué importa? ¿No soy el favorito de Phre, el preferido por Ammón–Ra? ¿no tengo bajo mis sandalias a los pueblos vencidos? Con un soplo, barreré cuando quiera toda esa casta hebraica, y veremos si su dios la sabe proteger.
—Ten cuidado, Faraón — dijo Tahoser, acordándose de las palabras de Poeri sobre el poder de Jehová, — no dejes que el orgullo endurezca tu corazón. Ese Moisés y ese Aarón me dan miedo; para que afronten tu enojo, preciso es que estén sostenidos por un dios bien terrible.
—Si su dios tuviese tanto poder — dijo Faraón, respondiendo al temor expresado por Tahoser, — ¿los dejaría así, cautivos, humillados y sometidos como bestias de carga a los más duros trabajos? Olvidemos, pues, esos vanos prodigios y vivamos en paz. Piensa en el amor que por ti siento, y reflexiona que Faraón tiene más poder que el Eterno, quimérica divinidad de los hebreos.
—Sí, tú eres el conculcador de pueblos, el dominador de tronos, y ante ti, los hombres, son como granos de arena que levanta el viento sur; ya lo sé — replicó Tahoser.
—Y a pesar e eso, no puedo conseguir que me ames.
—El ibex teme al león, la paloma tiene miedo del gavilán, la pupila se asusta del sol; no te veo aún más que a través de terrores y deslumbramientos; la debilidad humana tarda a familiarizarse con la majestad real. Un dios asusta siempre a un mortal.
—Me haces sentir no ser un cualquiera, un oeris, un monarca, un sacerdote, un agricultor o menos aún. Pero, puesto que no puedo hacer del rey un hombre, podré hacer de la mujer una reina y anudar la víbora de oro a tu encantadora frente. La reina no tendrá miedo del rey.
—Hasta cuando me haces sentar junto a ti, en tu trono, mi pensamiento permanece arrodillado ante ti. Pero eres tan bueno, a pesar de tu sobrehumana belleza, tu poder ilimitado y resplandeciente tu brillo, que acaso mi corazón se atreva y osa amarte.
Así conversaban Faraón y Tahoser. La hija de Petamunoph no podía olvidar a Poeri, y procuraba ganar tiempo halagando la pasión del rey con alguna esperanza. Escaparse del palacio e ir a reunirse con Poeri, era imposible. Además, que el joven hebreo aceptaba su amor, más bien que compartirlo. A pesar de su generosidad, Raquel era peligrosa rival, y, además, la ternura de Faraón conmovía a la hermosa doncella; hubiera querido amarle y acaso no estaba tan lejos de ello como se figuraba.