Al día siguiente, el anciano sale del dormitorio común a la misma hora. Va vestido como ayer. También le ha puesto la misma ropa a la niña. Las mujeres y sus hijos han vuelto a burlarse de él. En cambio, los hombres ni siquiera han levantado la mirada, demasiado ensimismados en su juego.
A veces discuten. Se acusan mutuamente de hacer trampas. Las voces suben de tono. Las fichas vuelan por los aires. Y al punto todo se calma. Los dos hombres siguen fumando e inundan el dormitorio con una nube gris de olor fuerte e irritante.
Por la mañana todo está tranquilo, puesto que las tres mujeres salen con sus hijos. Los niños empiezan a hacerse con la ciudad. Vuelven con palabras que hacen resonar en el dormitorio y que el señor Linh no comprende. Las mujeres traen los alimentos que han ido a buscar a la oficina para los refugiados; luego preparan la comida. Siempre hay un poco para el señor Linh. Lo manda la tradición. El señor Linh es el mayor. Es un viejo. Las mujeres están obligadas a alimentarlo. Él lo sabe. Sabe que no lo hacen movidas por la bondad ni el afecto. Además, cuando una de las tres se acerca con el cuenco, hace una mueca que no deja lugar a dudas, se lo pone delante, da media vuelta y se aleja sin pronunciar palabra. Él le da las gracias con una inclinación de la cabeza, pero ella ni siquiera lo ve.
El señor Linh nunca tiene apetito. Si estuviera solo no comería. Pero si estuviera solo ni siquiera estaría allí, en aquel país que no es el suyo. Se habría quedado en su tierra. No habría abandonado las ruinas del pueblo. Habría muerto con él. Pero está la niña, su nieta. Así que se obliga a comer, aunque la comida le sepa a cartón y cuando la traga sienta una especie de náuseas.
Camina por la acera con cautela. Acurrucada en sus brazos, la niña no se mueve. Está tan tranquila como siempre. Tan tranquila como el alba cuando despunta y poco a poco disipa la noche que envolvía la aldea, los arrozales y el bosque con su manto de tinieblas.
El anciano avanza con pasos cortos. Hace tanto frío como el día anterior, pero las capas de ropa lo protegen. Sólo siente la mordedura del aire en los ojos, la boca y la punta de la nariz. La muchedumbre también es igual de numerosa. ¿Adónde irá toda esa gente? El señor Linh no se atreve a mirarlos. Camina con los ojos bajos. Sólo los levanta de vez en cuando, y entonces ve rostros, un mar de rostros que avanzan a su encuentro, lo envuelven, lo rozan; pero ninguno de esos rostros se fija en él, y menos aún en la niña que duerme en sus brazos.
Nunca había visto tantos hombres y tantas mujeres juntos. En la aldea vivía tan poca gente... Sí, a veces iba al mercado de la pequeña ciudad del distrito, pero también allí conocía a todo el mundo. Los campesinos que acudían a vender sus productos, o a comprar otros, vivían en pueblos parecidos al suyo, entre arrozales y bosques, en la ladera de montañas cuyas cimas se veían rara vez, puesto que casi siempre estaban envueltas en bruma. Lazos de parentesco más o menos lejanos, matrimonios, primazgos, los unían unos a otros. En el mercado se hablaba, se reía, se comunicaban noticias, defunciones, rumores... Podías sentarte en los taburetes de alguno de los pequeños restaurantes ambulantes y pedir una sopa de batata o un viscoso pastel de arroz. Los hombres contaban historias de caza o hablaban de los cultivos. Los más jóvenes contemplaban a las chicas, que de pronto se ruborizaban y empezaban a cuchichear y poner miraditas.
Pensando en todo eso, el señor Linh ha caído en una ensoñación. Pero, de pronto, un brusco encontronazo está a punto de derribarlo. Se tambalea. ¡La niña! ¡La niña! Abraza a la pequeña Sang Diu con todas sus fuerzas. Poco a poco recupera el equilibrio. Su viejo corazón le golpea el pecho, parece que va a rompérselo. El anciano levanta la cabeza. Una mujer gorda le está diciendo algo. Gritándole, más bien. Es bastante más alta que él. Lo mira con una cara que da miedo. Sacude la cabeza, frunce el ceño... La gente pasa sin prestar atención a sus farfullos. La gente pasa como un rebaño ciego y sordo.
El señor Linh se inclina una y otra vez ante la mujer gorda para hacerle comprender que lo siente. Ella se aleja refunfuñando y meneando la cabeza. El anciano tiene el corazón acelerado. Le habla como si fuera un animal acorralado. Intenta calmarlo. El corazón parece comprender. Se calma. Es como un perro que vuelve a tumbarse ante la puerta de casa después de haber ladrado de miedo al oír el trueno y la tempestad.
Mira a su nieta. No se ha despertado. No se ha enterado de nada. La sacudida sólo ha ladeado el gorrito y la capucha que le cubren la cabeza. El anciano le arregla la ropa. Le acaricia la frente. Le murmura una canción. Sabe que ella lo oye incluso dormida. Es una canción muy antigua. Él la aprendió de su abuela, que a su vez la había aprendido de su propia abuela. Es una canción que se pierde en la noche de los tiempos y que las mujeres cantan a todas las niñas de la aldea cuando vienen al mundo, desde que la aldea existe. Dice así:
La mañana siempre vuelve,
siempre vuelve con su luz,
siempre hay un nuevo día,
y un día serás madre tú.
Las palabras acuden a los labios del señor Linh, sus viejos, finos y agrietados labios. Y son como un bálsamo que los suaviza, y también le apacigua el alma. Las palabras de la canción se burlan del tiempo, del lugar y de la edad. Gracias a ellas, es fácil volver a donde se ha nacido, a donde se ha vivido, a la casa de bambú con suelo calado, impregnada del olor de la leña en que se cuece la comida mientras la lluvia derrama su líquida y transparente cabellera sobre la techumbre de hojas.
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La nieta del señor linh
Short StoryUna fría mañana de noviembre, tras un penoso viaje en barco, un anciano desembarca en un país que podría ser Francia, donde no conoce a nadie y cuya lengua ignora. El señor Linh huye de una guerra que ha acabado con su familia y destrozado su aldea...