Cap.6

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—¡Buenos días, señor Taolai! —El señor Linh da un respingo. De pie junto a él está el hombre gordo del día anterior. Le sonríe—. Bark, el señor Bark, ¿recuerda? —añade tendiéndole la mano con expresión amistosa.

El señor Linh sonríe, se asegura de que la pequeña está bien sentada en sus rodillas y extiende las dos manos hacia el hombre.

—Tao-lai! —responde.

—Sí, lo recuerdo —dice el hombre—, se llama usted Taolai. Y yo Bark, como ya le he dicho.

El anciano sonríe. No esperaba volver a verlo. Se alegra. Es como encontrar un letrero en un camino cuando uno se ha perdido en el bosque y lleva días dando vueltas sin reconocer nada. Se aparta un poco para darle a entender que puede sentarse, y el hombre lo hace, se sienta. A continuación se mete la mano en el bolsillo, saca un paquete de cigarrillos y se lo ofrece al señor Linh.

—¿No? Tiene usted razón...

Y se lleva un cigarrillo a los labios, que son gruesos y parecen cansados. El señor Linh se dice que tener los labios cansados no significa nada, pero es así. Los labios del hombre parecen cansados y tristes, con una tristeza insoluble y pegajosa.

Enciende el cigarrillo, que crepita en el aire frío. Cierra los ojos, da la primera calada, sonríe y luego mira a la niña, sentada en las rodillas del señor Linh. La mira y sonríe todavía más, con una sonrisa agradable. Mueve la cabeza como si asintiera. De pronto, el señor Linh se siente orgulloso, orgulloso de su nieta, que descansa en su regazo. La levanta un poco para que el señor Bark la vea mejor y luego le sonríe.

—¡Mire cómo corren! —dice de pronto el señor Bark señalando la muchedumbre. El humo del cigarrillo ondula caprichosamente ante sus ojos y lo obliga a entornarlos—. Cuánta prisa por llegar... Pero llegar ¿adónde? ¿Lo sabe usted? ¡Al sitio al que iremos todos algún día! Cuando los veo, no puedo evitar pensar eso...

Deja caer la colilla y la roja ascua llena el suelo de chispas que se apagan enseguida. Luego la aplasta meticulosamente con el tacón. No queda más que un rastro negruzco de cenizas, de delgadas hebras de tabaco y papel que absorben la humedad del suelo y se mueven un poco, como en un último estertor.

—¿Se ha dado cuenta de que casi todos van en la misma dirección? —prosigue el señor Bark, que se lleva otro cigarrillo a los labios y lo enciende con un mechero cuya llama es tan débil que apenas consigue prender el tabaco.

El señor Linh se deja mecer de nuevo por la voz del desconocido, que no obstante es un poco menos desconocido que ayer, y al que escucha sin entender una sola palabra.

A veces, un poco de humo del cigarrillo se cuela en la nariz del anciano, que se sorprende inspirándolo, haciéndolo penetrar en su interior tanto como puede. No es que el humo le resulte realmente agradable; el de los cigarrillos que fuman los hombres del dormitorio común es repugnante. Pero éste es distinto, tiene buen olor, un aroma, el primero que percibe en aquel país nuevo, un aroma que le recuerda el de las pipas que los hombres de la aldea encienden por la noche, sentados ante las casas, mientras los niños, incansables, juegan en la calle y las mujeres cantan y trenzan bambú.

El señor Bark tiene los dedos gruesos, con las últimas falanges teñidas de amarillo anaranjado, de tanto sostener los cigarrillos que fuma sin parar. Contempla el parque, al otro lado de la calle. Se ven madres que entran acompañadas de numerosos niños. Más allá se adivinan estanques, y también lo que parecen jaulas, quizá para animales grandes, quizá para animales del país del señor Linh. De pronto, el anciano piensa que ése es su destino, que está en una inmensa jaula, sin barrotes ni guardián, y que nunca podrá salir de ella.

Al ver que el señor Linh mira la entrada del parque, el señor Bark la señala con el dedo.

—Eso es otro mundo, ahí la gente no corre. Los únicos que corren son los niños, pero ellos corren de otro modo, corren riendo. Es totalmente distinto. ¡Si viera cómo sonríen en el tiovivo! ¡En los caballitos de mi mujer! ¡Qué sonrisas! Sin embargo, bien mirado, un tiovivo no es más que un redondel que da vueltas... Entonces, ¿por qué les gusta tanto a los niños? Yo siempre me emocionaba viéndolo, viendo a mi mujer accionar el tiovivo, sabiendo que su trabajo consistía en hacer felices a los niños.

Cuando el señor Bark habla, el señor Linh lo mira y escucha con mucha atención, como si lo comprendiera todo y no quisiera perderse nada del sentido de sus palabras. Lo que comprende el anciano es que el tono del señor Bark trasluce tristeza, una profunda melancolía, una especie de herida que la voz subraya, acompaña más allá de las palabras y el lenguaje, algo que la recorre como la savia recorre el árbol sin ser vista.

Y, de pronto, sin pararse a pensarlo, sorprendido de su propio gesto, el señor Linh posa la mano izquierda en el hombro del señor Bark, como había hecho éste el día anterior, y al mismo tiempo lo mira sonriendo. El otro le devuelve la sonrisa.

—No paro de hablar... Soy un charlatán, ¿verdad? Es usted muy amable aguantándome. Hablar me sienta bien, ¿sabe? Con mi mujer hablaba mucho... —Se queda en silencio unos instantes, los que tarda en dejar caer la colilla, aplastarla con la meticulosidad de costumbre, sacar otro cigarrillo, encenderlo y saborear la primera calada con los ojos cerrados—. Pensábamos marcharnos en cuanto se jubilara. Le quedaba un año. Pero ella no quería abandonar su tiovivo así sin más; quería encontrar a alguien que se lo quedara, alguien de confianza, porque era una mujer muy escrupulosa, no quería dejárselo a cualquiera. El tiovivo era un poco como su hijo, el hijo que nunca tuvimos... —Al hombre le brillan los ojos, seguramente debido al frío o al humo del cigarrillo, se dice el señor Linh—. No queríamos quedarnos aquí. Esta ciudad nunca nos gustó; no sé usted, pero lo que es nosotros nunca pudimos soportarla. Así que pensábamos buscar una casita en el interior, en un pueblo, un pueblo cualquiera en el campo, cerca de un bosque, de un río, un pueblecito, si es que todavía existen sitios así, en el que todo el mundo se conociera y se saludara, no como aquí. Era nuestro sueño... ¿Ya se marcha?

El señor Linh se ha puesto en pie. Acaba de darse cuenta de que es tarde y de que no ha traído nada para darle de comer a su nieta. Tiene que volver antes de que se despierte. Antes de que llore de hambre. Nunca llora, pero precisamente el anciano espera que siempre sea así, que nunca llore mientras él sepa cuidar de ella, mientras esté ahí para ella, para adelantarse a todos sus deseos y ahuyentar todos sus miedos.

El señor Bark lo mira con sorpresa y tristeza. El señor Linh comprende que está extrañado y seguramente también decepcionado, así que señala con la cabeza a la niña, que sigue dormida.

—Sandiú... —murmura el señor Bark sonriendo. El señor Linh asiente con la cabeza—. Bueno, entonces adiós, señor Taolai. ¡Hasta la próxima!

El señor Linh se inclina tres veces a modo de despedida y el señor Bark, como no puede estrecharle la mano porque el otro tiene a la pequeña en brazos, posa la suya en el hombro del anciano pesadamente, con afecto.

El señor Linh sonríe. Era todo lo que deseaba.

La nieta del señor linhDonde viven las historias. Descúbrelo ahora