Cap.10

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El señor Linh y el señor Bark se ven todos los días. Si hace buen tiempo se quedan en la calle, sentados en el banco. Cuando llueve, van al café y el señor Bark pide la extraña bebida, que toman agarrando la taza con las dos manos.

El anciano espera el momento de reunirse con su amigo desde que se levanta. En su fuero interno lo llama «su amigo», porque lo es. El hombre gordo se ha convertido en su amigo, aunque el señor Linh no habla su lengua, aunque no la comprende, aunque la única palabra que conoce es «buenos días». Eso es lo de menos. Después de todo, el hombre gordo tampoco sabe más que una palabra del idioma del señor Linh, y es la misma.

Gracias al señor Bark, el nuevo país tiene un rostro, una forma de andar, un peso, un cansancio y una sonrisa, y también un olor, el del humo de los cigarrillos. Sin saberlo, el hombre gordo le ha dado todo eso.

Sang Diu se ha acostumbrado a esos encuentros, al cálido aliento del hombre gordo, a sus grandes manos agrietadas y sus anchos dedos llenos de callos. A veces, cuando nota que al anciano empieza a pesarle la niña, la lleva él. Ella no protesta. Se ve muy graciosa en brazos del hombre gordo, que es tan grande y tan fuerte que a la niña no podrá pasarle nada. El señor Linh está tranquilo. Ningún ladrón de niños se atrevería a meterse con un hombre tan corpulento y tan fuerte.

El señor Bark sigue fumando tanto como de costumbre, puede que más, si cabe. Pero ahora sólo fuma cigarrillos mentolados, que además le parecen excelentes. Cuando el señor Linh saca el paquete para dárselo, el señor Bark siempre siente un pequeño estremecimiento, un leve y agradable nudo en el estómago que le sube hasta la garganta. Entonces sonríe al anciano, le da las gracias, se apresura a abrir el paquete, le propina un golpecito en la parte inferior y saca un cigarrillo.

A veces pasean por las calles. No por la calle, sino por las calles, porque el señor Bark lo lleva por toda la ciudad, le enseña otros barrios, plazas, avenidas, callejas, lugares desiertos y otros llenos de tiendas y gente que entra y sale, como las abejas de una colmena.

Algunos ojos se quedan mirando a la curiosa pareja, al anciano, tan pequeño y en apariencia tan frágil, envuelto en todas sus capas de ropa, y a ese gigante que fuma como una locomotora, y a continuación se posan en Sang Diu, la maravilla del señor Linh, que la lleva en brazos como se lleva un tesoro.

Cuando las miradas son un tanto hostiles o demasiado insistentes, el señor Bark mira a su vez al curioso, frunce el ceño y tensa las facciones. En esas ocasiones parece realmente temible. Eso divierte al señor Linh. El mirón baja la cabeza y sigue su camino. Y el señor Bark y el señor Linh ríen de buena gana.

Un día, en el café, mientras saborea la extraña bebida, que todavía sigue subiéndosele un poco a la cabeza y produciéndole una lánguida calorina, como cuando tenemos fiebre pero sabemos que la enfermedad que anuncia no es nada grave, el señor Linh saca de un bolsillo su fotografía, la única que ha tenido en toda la vida. La ha cogido de la maleta esa misma mañana para enseñársela a su amigo. Se la tiende. El señor Bark comprende que es importante. La toma con infinita delicadeza entre sus gruesos dedos. La contempla.

Al principio no ve nada, porque los años y el sol han decolorado la imagen, desvaneciéndola hasta casi borrarla. Por fin, distingue a un hombre joven delante de una curiosa casa, ligera y erigida sobre postes de madera, y al lado del hombre una mujer más joven y muy hermosa, con el lustroso pelo recogido en una larga trenza. Ambos miran directamente a la cámara. No sonríen y se los ve un tanto rígidos, como asustados o impresionados por la ocasión.

Cuando el señor Bark examina el rostro del hombre con más atención, constata sin ningún género de duda que es el señor Taolai, el anciano que está sentado frente a él. Es el mismo rostro, los mismos ojos, la misma forma de la boca, la misma frente, pero treinta o cuarenta años atrás. Y al volver a mirar a la joven, comprende que se trata de la mujer del señor Taolai, seguramente fallecida como la suya, puesto que nunca la ha visto con él. Entonces contempla las facciones de la mujer, joven, muy joven, y de una belleza a un tiempo humilde y misteriosa, misteriosa por humilde quizá, una belleza que se ofrece sin aderezos, con una sencillez ingenua y turbadora.

El señor Bark deja la fotografía en la mesa con cuidado, se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta y saca la cartera, de la que también extrae una fotografía, la de su propia mujer, que sonríe con la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda.

Sólo se ve el rostro, un rostro redondo y pálido, unos labios pintados y unos ojos grandes y entornados, debido a la sonrisa y sin duda también al sol, que le da directamente en la cara. Detrás, todo se ve verde. Probablemente se trata de un árbol. El señor Linh intenta reconocer las hojas, descubrir qué árbol es, pero no lo consigue. En su país no hay hojas como ésas. La mujer parece feliz. Es una mujer gorda y feliz. Debe de ser la esposa del hombre gordo. El anciano nunca la ha visto. Puede que trabaje sin parar. O puede... sí, puede que sea eso, puede que haya muerto. Está en el país de los muertos, como la suya, y quizá, se dice, quizá en ese lejano país su mujer y la mujer del hombre gordo se han encontrado, como se han encontrado ellos. La idea lo emociona. Lo reconforta. Espera que haya ocurrido así.

La niña duerme en el banco. El señor Bark enciende otro cigarrillo. Tiene los ojos brillantes. El señor Linh empieza a cantar la canción. Se quedan así un buen rato, con las dos fotografías encima de la mesa, junto a las tazas vacías.

Cuando salen del café, el señor Bark lo coge del hombro y lo acompaña hasta la puerta del edificio en que se encuentra el dormitorio común, como todos los días desde hace tiempo. Una vez allí, los dos se despiden sin prisa diciendo «buenos días».

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La nieta del señor linhDonde viven las historias. Descúbrelo ahora