Cap.9

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El anciano apenas pega ojo. La niña duerme apaciblemente a su lado, pero eso no lo sosiega. Esa noche le recuerda la última que pasó en su país, rodeado de oscuridad y miedo.

Caminó durante días. Tras abandonar la aldea, que ya no era más que cenizas, se dirigió al mar con Sang Diu en brazos. Cuando al fin llegó, comprendió que casi todos los campesinos supervivientes se habían marchado como él y estaban allí, desorientados, con las manos vacías, sin más posesiones que la ropa que llevaban puesta. En aquel momento, el señor Linh se sintió mucho más rico que la mayoría. El tenía a su nieta, sangre de su sangre. Y tenía su pequeña maleta con algunas pertenencias, la vieja fotografía, el saquito de tela con un poco de tierra de la aldea, negra y esponjosa, la tierra que había trabajado durante toda su vida, como su padre antes que él y su abuelo antes que su padre, una tierra que los había alimentado y recibido en su seno.

Los alojaron en un campamento de barracas. Eran centenares de personas hacinadas unas contra otras, calladas, con miedo de hacer algún ruido, de intercambiar unas palabras. Algunos murmuraban que iban a matarlos a todos, que el barco no llegaría, que los pasadores a los que habían entregado sus últimas monedas les cortarían el cuello a todos, o los dejarían allí, abandonados a su suerte.

El señor Linh pasó la noche estrechando a Sang Diu contra su pecho. A su alrededor todo era miedo e incertidumbre, respiraciones anhelosas, pesadillas... Luego llegó la mañana con su luz. Y al atardecer avistaron el barco, un barco desvencijado que luego se pasó días navegando a la deriva, bajo el espantoso calor de un sol que aplastaba el casco y la cubierta antes de, al final del día, hundirse en el agua muy despacio, como un astro muerto.

El señor Linh oye a los dos hombres jugar a las cartas en la otra punta del dormitorio y contarse historias en voz baja. Son relatos de tesoros y herencias fabulosas, de tinajas repletas de piastras enterradas en algún remoto lugar del país natal. Sueñan en voz alta mientras juegan sus cartas. El anciano piensa en lo que dicen. Piensa en lo que realmente es su país, y en lo que realmente es un tesoro. Abraza a su nieta. Se duerme.

A la mañana siguiente lo tiene todo empaquetado. Ha hecho la maleta y guardado la ropa que le dieron en la oficina para los refugiados. Espera. Está listo. La niña también está lista, vestida con ropa sencilla, la camisa de algodón, un jersey, unos leotardos y un pantaloncito. El vestido que le regaló el señor Bark está cuidadosamente plegado dentro de la maleta, con la fotografía y el saquito que contiene el puñado de tierra.

La mujer del muelle y la joven intérprete llegan sobre las diez.

—Venimos a buscarlo, tío —dice la chica tras darle los buenos días.

El señor Linh se levanta. Se siente pesado. No es que aquel dormitorio común sea un sitio muy acogedor, pero había acabado por cogerle cariño. Casi sin darse cuenta, había reconstruido en él algo así como la parte superviviente de una casa muerta.

Les dice adiós a las tres mujeres, que se vuelven para mirarlo, y a los hombres, que siguen enfrascados en su partida.

—¡Eso, adiós! ¡Que le vaya bien, tío! —responden las mujeres sonriendo maliciosamente—. ¡Y sobre todo cuide de la niña! ¡Los críos son muy delicados!

En cuanto a los hombres, alzan una mano en el aire y la agitan sin mirarlo. Eso es todo.

En el coche, el anciano no las tiene todas consigo. Ve pasar calles que no reconoce. Ha empezado a llover con fuerza. El agua resbala por los cristales de las ventanillas. La ciudad parece diluirse tras esa pantalla móvil que alarga las formas y emborrona y mezcla los colores.

El viaje es largo. El señor Linh no imaginaba que la ciudad fuera tan grande. Nunca acaba. Las dos mujeres cambian unas palabras de vez en cuando y vuelven a guardar silencio. La joven intérprete le sonríe como para tranquilizarlo. En cuanto al taxista, no abre la boca. Se limita a hacer que el coche se deslice por la corriente del tráfico.

La nieta del señor linhDonde viven las historias. Descúbrelo ahora