Cap.5

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La canción alivia al anciano. Le hace olvidar el frío y también a la señora gorda que ha embestido con la cabeza. Camina con pasitos cortos. Como deslizándose por la acera. Ya ha dado dos vueltas a la manzana y siente que el cansancio se apodera de él. El aire frío penetra en su garganta y le produce una especie de aspereza, pero se sorprende pensando que en el fondo no es tan desagradable.

Por el contrario, cuando inspira no percibe nada. Está claro que aquel país no huele a nada, a nada familiar o agradable. Sin embargo, el mar no está lejos. El señor Linh lo sabe. Todavía le parece estar viendo el barco en que llegó, el inmenso puerto bordeado de enormes grúas que picoteaban en el profundo vientre de los cargueros como si quisieran despedazarlos. Pero, por más que inspira, cierra los ojos y vuelve a inspirar, no consigue percibir el olor del mar, esa mezcla de humedad, salitre y pescado abandonado al sol, el único olor a mar que conoce desde el día que tuvo que viajar hasta la costa, a dos jornadas de marcha de la aldea, para buscar a una vieja tía medio loca que había acabado perdiéndose. El señor Linh sonríe al recordar a su tía, su boca desdentada y sus ojos quemados por el sol, aquella mujer al margen de la vida que miraba el mar y le hablaba como si fuera un pariente: «Conque aquí estás... ¿Lo ves? He acabado encontrándote. Ya te lo había dicho. ¡Ahora no te servirá de nada esconderte!».

La tía se había marchado del pueblo una semana atrás. Había pasado varios días vagando por los arrozales. Como dormía tumbada en el suelo tenía el pelo lleno de barro seco. Las zarzas de los caminos le habían desgarrado la ropa. Parecía lo que había acabado siendo: una vieja loca y exhausta que le hablaba al mar y a la que él tuvo que llevarse de allí a fuerza de tirones. Durante todo el viaje de regreso no paró de murmurar maldiciones y conjuros, porque en cada campesina que se cruzaban creía ver a una ninfa y en cada porteador encorvado bajo su pértiga, a un genio maléfico.

En aquella época, el señor Linh era fuerte. Llevó a su tía a cuestas la mayor parte del trayecto de vuelta. Se le marcaban todos los músculos y tenía unos brazos tan nervudos que podía parar un búfalo agarrándolo por los cuernos. Y las piernas lo mismo; afirmándose en ellas, giraba la cintura y derribaba adversario tras adversario en las fiestas de la aldea. De eso hace mucho tiempo. Sang Diu aún no había nacido, claro. Ni el padre de Sang Diu, su hijo. El señor Linh todavía era un joven que no había tomado mujer, aunque a su paso las chicas volvían la cabeza y gorjeaban como los pájaros en primavera.

Ahora el señor Linh es viejo y está cansado. Aquel país desconocido lo agota. La muerte lo agota. Lo ha chupado como los ávidos cabritillos a su madre, que se tumba sobre un costado porque no puede más. La muerte se lo ha quitado todo. No le queda nada. Está a miles de kilómetros de una aldea que ya no existe, a miles de kilómetros de unas tumbas huérfanas de sus cuerpos, muertos a unos pasos de ellas. Está a miles de días de una vida que antaño fue hermosa y feliz.

Sin darse cuenta, acaba de apoyarse en el banco enfrente del parque. El mismo en que el día anterior se sentó a descansar. El mismo en que aquel hombre sonriente y más bien gordo le puso la mano en el hombro y le habló con amabilidad. El señor Linh se sienta y, de pronto, lo asalta el recuerdo del hombre, de su boca, que parecía tragarse los cigarrillos, de sus ojos serios y risueños a un tiempo, de la cadencia de su voz, que pronunciaba palabras incomprensibles para él, y recuerda también el peso de su mano cuando se la puso en el hombro haciéndolo estremecer de miedo, antes de avergonzarse de su reacción.

Sí, fue aquí, se dice, y coloca a la niña en su regazo. La pequeña ha abierto los ojos. Su abuelo le sonríe.

—Soy tu abuelo —le dice—, y tú y yo estamos solos, somos los dos únicos, los dos últimos. Pero estoy aquí, no tengas miedo, no va a pasarte nada... Soy viejo, pero tendré fuerzas mientras haga falta, mientras seas un pequeño mango verde que necesita al viejo árbol.

El anciano mira los ojos de Sang Diu. Son los ojos de su hijo, los ojos de la mujer de su hijo, y los ojos de la madre de su hijo, su adorada esposa, cuyo rostro está siempre presente en él, como un retrato primorosamente trazado y pintado con colores maravillosos. Bueno, otra vez el corazón. Ha empezado a latirle con fuerza al recordar a su mujer, pese al tiempo transcurrido desde que la perdió, cuando todavía era un hombre joven y su hijo apenas tenía tres años y aún no sabía cuidar los cerdos ni atar el arroz paddy.

Su mujer tenía ojos grandes, de un castaño casi negro y orlados de pestañas tan largas como palmas, y un cabello fino y sedoso; se lo trenzaba ella misma en cuanto acababa de lavárselo en la fuente. Cuando caminaba por los senderos de tierra que discurrían entre los arrozales, apenas más anchos que dos manos unidas, llevando sobre la cabeza un cuenco lleno de buñuelos, su cuerpo hacía soñar a los chicos que trabajaban en los campos anegados en agua fangosa. Ella se reía con todos inocentemente, pero fue con el señor Linh con quien se casó y fue a él a quien le dio un hermoso hijo, antes de morir de unas fiebres, o quizá porque una mujer estéril y envidiosa que había pretendido al señor Linh le echó una maldición.

El anciano piensa en todo eso. Sentado en ese banco que en sólo dos días se ha convertido en un pequeño rincón familiar, un madero flotante al que se hubiera agarrado en medio de una ancha, turbulenta y extraña corriente. Y con su cuerpo calienta el último brote de la rama, que de momento duerme sin temor, melancolía ni tristeza, con ese sueño de criatura ahíta, feliz de sentir la calidez del ser querido, su tibia suavidad y el arrullo de una voz acariciante.

La nieta del señor linhDonde viven las historias. Descúbrelo ahora