Pasan los días. El señor Linh no sale del dormitorio común. Dedica el tiempo a ocuparse de la niña, con gestos tan cuidadosos como torpes. La pequeña no protesta. Nunca llora, nunca se queja. Es como si quisiera ayudar a su abuelo a su manera, aguantándose el llanto y sus imperiosos deseos de criatura. Eso es lo que piensa el anciano. Los niños lo miran y a menudo se burlan de él, pero sin atreverse a hacerlo en voz alta. A veces, cuando ven los líos que se hace al cambiarla o lavarla, las mujeres también se ríen.
—¡Usted no sabe, tío! ¡Déjenos a nosotras! ¡No se la vamos a romper!
Y ríen con más ganas. Los niños también, y todavía más fuerte que sus madres. Pero, una y otra vez, el anciano rechaza su ayuda con un gesto de la cabeza. Los hombres resoplan con cara de pena y reanudan la charla y la partida. Al señor Linh le trae sin cuidado lo que piensen de él. Lo único que le importa es su nieta. Quiere cuidarla lo mejor posible. A menudo le canta la canción.
La mujer del primer día, a la que interiormente llama «la mujer del muelle», los visita todas las mañanas para llevarles provisiones y se interesa por todos. La acompaña una chica joven. Ésta conoce la lengua de su país y hace de intérprete.
—¿Todavía no ha salido, tío? ¿Por qué no sale? ¡Hay que tomar el aire!
El anciano responde que no en silencio. No se atreve a reconocer que le da miedo salir, caminar por esa ciudad desconocida, por ese país desconocido, que le da miedo cruzarse con hombres y mujeres cuyos rostros desconoce y cuya lengua ignora.
La joven intérprete mira a la niña y luego habla con la mujer del muelle. La mujer le responde. Siguen hablando. Después la joven se vuelve hacia él.
—Si no la saca a pasear se pondrá mala. Mire qué pálida está, tío. Si parece un pequeño fantasma...
Las palabras de la joven consiguen alarmarlo. Al señor Linh no le gustan los fantasmas. Bastante tiene con los que acuden a atormentarlo todas las noches. Aprieta a Sang Diu contra su cuerpo y promete sacarla a pasear al día siguiente, si no hace demasiado frío.
—Aquí el frío es como la lluvia cálida en su país, tío —le dice la chica—. Tendrá que acostumbrarse.
La mujer del muelle se va con la joven intérprete. El señor Linh se inclina ante ellas ceremoniosamente, como hace siempre.
Al día siguiente, sale del dormitorio común por primera vez y se reencuentra con el exterior. Sopla viento, un viento que viene del mar y deja un regusto a sal en los labios. El anciano se relame para saborearla. Se ha puesto toda la ropa que le dio la mujer del muelle al día siguiente de su llegada. Una camisa, tres jerséis, un abrigo de lana que le queda un poco grande, un impermeable y, por último, una gorra con orejeras. Así vestido, parece una especie de espantapájaros hinchado. A la niña también le ha puesto toda la ropa que pidió para ella a la mujer del muelle. Se diría que lo que el señor Linh lleva en brazos es un enorme balón oblongo.
—¡No vaya a perderse, tío! ¡Esta ciudad es muy grande! —le gritaron las mujeres, sonriendo, cuando se disponía a salir.
—¡Cuide que no le roben a la niña! —añadió una de ellas, y todos se echaron a reír, las mujeres, sus hijos y sus hijas.
Los hombres también. Levantaron los ojos y, al verlo vestido de esa guisa, a través del acre humo de los cigarrillos —porque mientras juegan los dos fuman sin parar— uno de ellos le soltó:
—¡Si dentro de un año no ha vuelto, avisaremos a la oficina para los refugiados!
Él les hizo una inclinación y se marchó, asustado por lo que acababan de decir las mujeres sobre niños robados.
El señor Linh ha echado a andar en línea recta, sin cambiar de acera. Se ha dicho que, si no cambia de acera y no cruza ninguna calle, no podrá perderse. Le bastará con volver sobre sus pasos para encontrar el edificio donde está el dormitorio común. Así que camina por la misma acera llevando a la niña en brazos, que con tanta ropa parece más grande. El frío le colorea las mejillas, que asoman entre la lana. Su carita no tarda en adquirir un delicado tono rosa, que al señor Linh le recuerda el de los capullos de nenúfar que eclosionan en las charcas apenas llega la primavera. A él le lloran los ojos. El frío le arranca lágrimas y, como no puede secárselas porque sostiene a su nieta con ambas manos para que ningún ladrón pueda arrebatársela, deja que le resbalen por la cara.
Avanza por la acera sin ver realmente la ciudad, absorto en su propio avance. La mujer del muelle y la joven intérprete tenían razón. Es verdad que sienta bien andar, moverse un poco, y la niña, que lo mira con sus negros ojillos, tan brillantes como piedras preciosas, parece pensar lo mismo.
El señor Linh sigue caminando un buen rato, sin apenas darse cuenta de que pasa y vuelve a pasar por delante del edificio del dormitorio, porque, como no baja de la acera, su paseo circular lo hace dar vueltas alrededor de una gran manzana de casas.
Una hora después, más o menos, se nota cansado y se sienta en un banco, frente al parque que hay al otro lado de la calle. Se coloca a la niña sobre las rodillas y saca de un bolsillo un envoltorio en el que ha metido arroz hervido. Se lleva el arroz a la boca, lo mastica hasta hacerlo tan pastoso como papilla y a continuación se lo saca y se lo da a la niña. Después deja vagar la mirada en derredor.
Nada le resulta familiar. Es como si hubiera venido al mundo por segunda vez. Pasan coches que nunca ha visto, en un número incalculable, como un fluido y ordenado ballet. En las aceras, los hombres y las mujeres andan muy deprisa, como si les fuera la vida en ello. Nadie lleva harapos. Nadie pide. Nadie mira a nadie. También hay muchas tiendas. Sus anchos y hondos escaparates están atestados de artículos que el anciano ni siquiera sabía que existieran. Mirar todo eso le da vértigo. Recuerda su aldea como se recuerda algo que se ha soñado sin saber a ciencia cierta si era un sueño o una realidad desaparecida.
La aldea no tenía más que una calle. Sólo una, y de tierra batida. Cuando caía la lluvia, violenta y perpendicular, la calle se convertía en un impetuoso torrente en el que los niños correteaban desnudos. Cuando estaba seca, los cerdos dormían y se revolcaban en el polvo, y los perros se perseguían ladrando. En la aldea se conocía todo el mundo, y todo el mundo se saludaba. En total eran doce familias, y cada una se sabía la historia de las demás, los nombres de los primos, los abuelos, los antepasados, y estaba al corriente de los bienes que poseían unos y otros. El pueblo, en suma, era como una gran y única familia distribuida en casas erigidas sobre postes, entre los que gallinas y patos picoteaban el suelo y cacareaban. El anciano repara en que, cuando habla de la aldea consigo mismo, lo hace en pasado. Y siente una punzada en el corazón. La siente realmente, así que se lleva la mano libre al pecho y se lo aprieta con fuerza para hacerla cesar.
El señor Linh no tiene frío sentado en ese banco. Pensar en la aldea, aunque sea en pasado, es un poco como estar en ella, pese a saber que ya no existe, que todas las casas fueron quemadas y destruidas, que todos los animales, perros, cerdos, patos y gallinas, han muerto como la mayoría de sus habitantes, y que los supervivientes se han dispersado por los cuatro rincones del mundo, como él. Se levanta el cuello del impermeable, acaricia la frente de la niña, que sigue durmiendo, y le limpia el arroz que le ha resbalado por las comisuras de los labios.
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La nieta del señor linh
NouvellesUna fría mañana de noviembre, tras un penoso viaje en barco, un anciano desembarca en un país que podría ser Francia, donde no conoce a nadie y cuya lengua ignora. El señor Linh huye de una guerra que ha acabado con su familia y destrozado su aldea...