Cap.3

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De pronto advierte que ya no están solos en el banco. A su lado se ha sentado un hombre que lo mira, y también a la niña. Aparenta la misma edad que él, tal vez unos años menos. Es más alto, más grueso y lleva menos ropa. Esboza una sonrisa.

—Hace fresco, ¿eh?

El hombre se sopla las manos, saca un paquete de cigarrillos de un bolsillo y, con un preciso golpecito en la parte inferior, hace salir un pitillo. Le ofrece el paquete al señor Linh, que niega con la cabeza.

—Tiene razón —dice el hombre—. Yo también debería dejarlo. Pero habría que dejar tantas cosas... —Se lleva el cigarrillo a los labios con gesto mecánico. Lo enciende, le da una larga calada y cierra los ojos—. De todos modos, qué bien sabe... —murmura al fin. El anciano no entiende nada de lo que dice el recién llegado, pero intuye que sus palabras no son hostiles—. ¿Viene aquí a menudo? —le pregunta el hombre, pero no parece esperar respuesta. Sigue fumando como si saboreara cada calada, y sigue hablando, sin apenas mirar al señor Linh—. Yo vengo casi todos los días. No es un sitio demasiado bonito, pero a mí me gusta. Me trae recuerdos. —Se interrumpe, echa un vistazo a la criatura, que sigue dormida sobre las rodillas de su abuelo, mira al anciano, rígido bajo las capas de ropa, y vuelve a posar los ojos en el rostro del bebé—. Qué preciosidad... Parece una muñequita. ¿Cómo se llama? —pregunta y, uniendo el gesto a la palabra, señala a la niña con el dedo y levanta la barbilla en ademán interrogativo.

El señor Linh comprende.

—Sang Diu —dice.

—Sandiú... —murmura el hombre—. Curioso nombre. Yo me llamo Bark. ¿Y usted? —pregunta tendiéndole la mano.

—Tao-lai —dice el señor Linh, empleando la fórmula cortés que se utiliza en su lengua natal para dar los buenos días, y estrecha con las dos manos la del hombre, una mano de gigante, con unos dedos enormes, callosos, agrietados.

—Pues encantado, señor Taolai —dice el hombre sonriendo.

—Tao-lai —le corresponde el señor Linh, mientras siguen dándose la mano.

El sol asoma entre las nubes. Eso no impide que el cielo siga gris, pero de un gris horadado por boquetes blancos que se abren hacia alturas vertiginosas. El humo del señor Bark parece querer llegar al cielo. Escapa de sus labios y asciende muy deprisa. De vez en cuando lo expulsa por la nariz. El señor Linh piensa en los hocicos de los búfalos, y también en los fuegos que se encienden en el bosque al atardecer para ahuyentar a los animales salvajes, y que se consumen lentamente durante las horas de la noche.

—Mi mujer ha muerto —dice el señor Bark, y arroja la colilla a la acera para aplastarla con el tacón—. Hace dos meses. Dos meses es mucho tiempo, pero también poco. Ya no sé medir el tiempo. Por más que me digo dos meses, es decir, ocho semanas, cincuenta y seis días, eso para mí ya no representa nada. —Vuelve a sacar los cigarrillos y vuelve a ofrecerle al anciano, que rehúsa de nuevo con una sonrisa; luego se lleva uno a los labios, lo enciende y da la primera calada con los ojos cerrados—. Trabajaba ahí enfrente, en el parque. Tenía un tiovivo. Seguro que lo ha visto, unos caballitos de madera barnizada, un carrusel como los de antes. Ahora casi no quedan.

Se interrumpe y fuma en silencio. El señor Linh espera que la voz siga hablando. Aunque ignora el significado de las palabras de aquel hombre que lleva ya unos minutos a su lado, le gusta oír su voz, su timbre profundo, su grave fuerza. Por otra parte, puede que le guste oírla precisamente porque no entiende las palabras y sabe que no lo herirán, que no le dirán lo que no quiere oír, que no le harán preguntas dolorosas, que no irán al pasado para desenterrarlo con violencia y arrojarlo a sus pies como un cadáver ensangrentado. Mira al hombre mientras abraza a la niña sobre las rodillas.

—Seguramente está usted casado, o lo ha estado. No quiero ser indiscreto —prosigue el señor Bark—. Pero seguro que me entiende. Yo la esperaba en este banco todos los días. Ella cerraba el tiovivo a las cinco en invierno y a las siete en verano. La veía salir del parque desde este lado de la calle y ella me hacía un gesto con la mano. Yo también le hacía un gesto... Pero le estoy aburriendo, perdone...

El señor Bark acompaña esas palabras finales posando la mano en el hombro del señor Linh. A través de las capas de ropa, el anciano siente el peso de la gruesa mano, que se demora en su hombro. No se atreve a hacer ningún movimiento. De pronto, una idea atraviesa su mente como un cuchillo. ¿Y si aquel hombre fuera uno de esos ladrones de niños que mencionaban las mujeres del dormitorio? Abraza a la niña con fuerza. Sin duda el miedo se refleja en su rostro, porque el señor Bark se da cuenta de que ha pasado algo. Incómodo, aparta la mano del hombro del anciano.

—Sí, perdone, hablo demasiado. Como ahora lo hago tan poco... Bien, he de marcharme.

Y se levanta. Al instante, el corazón del señor Linh deja de palpitar y, poco a poco, se calma. La sonrisa vuelve a su rostro y sus manos aflojan la presión sobre la pequeña. Lamenta haber pensado mal de aquel hombre de rostro triste pero amable. El señor Bark se toca el sombrero.

—Adiós, señor Taolai. Espero no haberlo molestado con mi cháchara. Hasta otro día, quizá.

El señor Linh se inclina tres veces y estrecha la mano que le tiende el otro. Luego lo sigue con la mirada hasta verlo desaparecer entre la muchedumbre, una muchedumbre tranquila, que no grita, que no se empuja, que se desliza, ondulante y nudosa como una enorme serpiente marina.

La nieta del señor linhDonde viven las historias. Descúbrelo ahora