3 FESTIVAL DE FIN DE CURSO

3.8K 41 2
                                    

CCS: Martes, 25 de junio.
Mi amigo Mario ha desaparecido.
Tuve que hablar por teléfono con su madre viuda para darle
las señas del coche deportivo en el que lo vi por última vez. No
quise entrar en detalles con respecto a los ofrecimientos del
conductor, pero la señora se presentó en mi casa para averiguar
más. Mamá me ayudo a explicarle todo. La pobre mujer soltó a
llora de forma lastimosa. Nos confesó que Mario era un hijo
rebelde, que no la obedecía. No sabía cómo orientarlo. Me partió
el alma verla en ese estado. Pensé en el terrible daño que los jóvenes
causamos en ocasiones a nuestros padres sin darnos cuenta.
Por otro lado, yo también estoy confundido. El choque de
saberme rechazado injustamente por aquella chica me ha
producido una terrible depresión. Durante más de tres meses no
he hablado con casi nadie. Sé que está mal, pero me he hecho de
amigos inanimados a quienes trato como personas: el
microscopio profesional usado que mi padre compró en la subasta
para el mejoramiento de la escuela; lo llamo Fred y me paso
horas haciendo descubrimientos con él. También me he
reconciliado con mi bicicleta y he comenzado a entrenar con
tesón para las competencias dominicales. Por las noches leo
poemas y los memorizo con la secreta intención de declamar algún día frente a toda la escuela. Finalmente desmenuzo los
libros que mi madre me recomendó.
Me pregunto una y otra vez por qué la muchacha fue tan dura
conmigo, por qué no me permitió exponerle mi punto de vista.
El deporte favorito de la gente es juzgar y condenar con
un mínimo de datos.
Leí en uno de los libros que cierto pueblo de Europa, a fines
del siglo XIX, llegó a vivir una hermosa mujer viuda, madre de
tres hijos. A las pocas semanas todo el vecindario hablaba mal de
ella. Decían que era perezosa, que estaba casi siempre acostada y
que recibía las lujuriosas visitas de tres hombres; para no ser
sorprendida en prácticas promiscuas, mandaba a sus hijos a la calle y
éstos se veían obligados a comer con los vecinos... Un día la llevaron al
hospital y al fin se supo la verdad: tenía una enfermedad incurable, no
podía moverse mucho, los dolores eran tan atroces que prefería
dejar salir a sus hijos para que no la vieran sufrir; la visitaban su
médico, su abogado y su hermano. Era una buena mujer, condenada
por las suposiciones, difamada, rechazada injustamente.
¡Cuánta gente es víctima de los dedos acusadores!
Pienso en Mario y recuerdo que varias veces le escuché
hablar mal de su madre. ¡Cómo me gustaría que supiera la forma
en que la ha hecho sufrir! Los hijos juzgamos a nuestros padres
por sus errores, sin haber crecido donde ellos crecieron, con
las carencias que ellos tuvieron, con el trato que recibieron, con
sus presiones económicas, sus problemas, sus preocupaciones, sin
la menor idea delo que significa vivir en sus zapatos.

Festival de fin de curso.
Padres de familia, maestros y estudiantes se dan cita en la plaza
cívica del colegio para presenciar la celebración.
Repaso el poema con verdadera zozobra. Estoy muy nervioso.
Veo la magnitud del público y siento deseos de huir. Respiro
profundamente luchando contra el pánico escénico.
Faltan escasos diez minutos para que comience el espectáculo. Veo a lo lejos a mi princesa acompañada de un grupo de amigos.
Bajo del estrado y me dirijo hacia ella.
—¡Sheccid, espera!
Gira la cabeza al reconocer el nombre.
—Quiero decirte algo —profiero sofocado al alcanzarla.
—Déjame en paz...
Un muchacho alto y robusto se adelanta dos pasos y se planta a
su lado.
—No sé lo que te habrán dicho de mí —insisto—, pero te mintieron.
—Sólo desaparécete de mi vista.
—Dentro de unos minutos voy a... voy a recitar un poema para ti.
—No me interesa —y se da la vuelta para alejarse.
—¡Un momento! —le grito repentinamente fuera de mí—. ¿No
me oyes? ¿Por qué me tratas así? Ni siquiera sabes lo que realmente
ocurrió ese día.
La chica, ya de espaldas, se detiene un instante al escuchar mi
violento reclamo, pero finalmente decide ignorarme y continúa
caminando. Sus acompañantes la siguen. Sólo el tipo corpulento, de
cabello rubio recortado como militar y una portentosa nariz
aguileña, permanece frente a mí.
—Me han dicho que has estado molestándola y supongo que eres
una persona inteligente.
—Supongo que tú también lo eres —contesto furioso.
—Entonces podemos hablar como la gente. Yo no sé cuáles sean
tus intenciones, sólo sé que no quiero que le hables... ¿de acuerdo?
A pocos he tenido que repetirles eso más de una vez y créeme que
esos pocos lo han lamentado mucho.
—¿Ah, sí? ¿Y tú crees que no tengo manos para defenderme? —
exploto—. ¿Quién te crees? ¿En qué época crees que vives? ¡Yo me
acercaré a quien me dé la gana!
Me sujeta con fuerza del suéter. Lo empujo de inmediato.
—Estas advertido —susurra.
—¡Púdrete!
El guardaespaldas se retira. Tiemblo de rabia. Repentinamente
percato de que he perdido todo el ánimo, toda la energía, todo el
deseo de declamar en el festival, aunque me aya preparado durante
tres meses para ello.
Un alumno hábil con el micrófono hace la introducción al frente.
Profesores e invitados toman su lugar entre los espectadores y el silencio
comienza a hacerse notar pausadamente. Voy a la parte trasera del
escenario. No sé cómo ni cuándo son representados los primeros siete
números del programa; mi mente es incapaz de concentrarse. El maestro
de ceremonias anuncia mi nombre y el título del poema que declamaré.
Tardo varios segundos en reaccionar. Me pongo de pie con un insólito
mareo. Camino hacia el micrófono sintiendo la llama abrasadora de
cientos de miradas. Dudo mucho en poder llevar a cabo la representación.
Cuando llego al escenario echo un vistazo a mi alrededor y me percato de
la gran cantidad de gente, de lo verdaderamente enorme que es la escuela,
del desmesurado grupo de alumnos, padres y maestros que aguardan. Al
nombrar el título de la poesía me doy cuenta de que mi voz tiembla al igual
que mis manos y rodillas. Los ojos del público me están dominando,
venciendo, aniquilando. Eso no puede ocurrir; cuando oí declamar a
Sheccid fue ella quien dominó al público y éste se conmovió y se arrebató
en aplausos. Tengo que controlarme porque, además, ella debe de estar
observándome en algún lugar de esa monstruosa multitud.
Comienzo a hablar sin un ápice de fuerza:
—Con que entonces adiós. ¿No olvidas nada? Bueno, vete.
Podemos despedirnos. Ya no tenemos nada que decirnos. Te dejo,
Puedes irte. Aunque no, espera. Espera todavía que pare de llover
—el poema de Paul Geraldy salta de un lugar a otro en mi mente,
adelantándose, deteniéndose, volviendo a comenzar—. Un abrigo de
invierno es lo que habría que ponerte. ¿De modo que te he devuelto
todo? ¿No tengo tuyo nada? Has tomado tus cartas, tu retrato y
bien, mírame ahora.
De pronto me quedo callado perfectamente amedrentado frente al
micrófono, sin saber cómo continuar, qué decir, cómo disculparme,
cómo atenuar el ridículo que inesperadamente me percato que hago. La falta de concentración incrementa mi terror, pero en realidad
no es eso lo que me ha hecho olvidar repentinamente el parlamento.
Es Sheccid, es haberla descubierto sentada en la primera fila a uno o
dos metros de distancia, escuchando atentamente; pero tampoco es
ella, es su acompañante de nariz aguileña y casquete corto, quien le
rodea por la espalda con un cariñoso abrazo.
Alguien comienza a aplaudir y el resto de los estudiantes imita el
gesto para salvarme de la penosa escena.
Me retiro con rapidez y camino directamente a los sanitarios
queriendo desaparecer, deseando gritar, blasfemar, llorar. Me
encierro en un inodoro y no puedo evitar que algunas lágrimas de
rabia se me escapen. El intento de galanteo regresa a mi mente como
un fantasma de reproche: “Dentro de unos minutos voy a recitar un
poema... para ti...” Imagino cómo se estarán riendo Sheccid y su
enamorado cara de ganso.
Cuando salgo de los baños, me encuentro de frente con mi
maestra de lengua y literatura.
—Quiero hablar contigo.
Bajo la vista. Asiento y me dejo tomar del brazo por la joven
profesora, quien me conduce al edificio administrativo.
En la explanada principal se escucha la representación de un baile
folclórico. Llegamos a la oficina de asesorías.
—Toma asiento.
Me dejo caer en la silla.
—Nunca me dijiste que querías declamar. Ignoro qué te motivó a
hacer este primer intento, pero considero importante que trabajemos
juntos para que lo intentes de nuevo en otra ocasión.
—No se burle de mí, maestra.
—¡De ninguna manera! Puedes llegar a ser un gran declamador.
—Por favor... No me haga sentir peor. Soy un tonto. No sirvo
para nada...
—¡Eso es precisamente lo que no quiero que digas! Por eso me
levanté de inmediato para ir en tu busca. Debes volver a intentarlo.
Escúchame, alza la cara. Los seres humanos somos lo que creemos ser y nuestras “etiquetas” se forman con las últimas experiencias
con que nos quedamos.
—¿Qué?
—Cuando el conductor de un automóvil sufre un accidente
grave, su primera reacción es el miedo y el rechazo a volver a
manejar. Si se queda con esa última experiencia, jamás podrá
conducir un coche nuevamente, pero si hace un esfuerzo y
comienza poco a poco a superar el trauma, al cabo de un tiempo
recuperará su seguridad y manejará mejor aún que antes del
accidente. ¿Me comprendes? Quien se cae de la bicicleta y se
lastima terriblemente ya no querrá volver a pedalear y si sus
amigos le consienten su deserción quedará marcado para
siempre con una fobia. Todos los “no puedo” tiene el mismo
origen: un fracaso no superado, una caída tras la que no se
realizó otro intento, un error que se fijó como la última
experiencia. Tienes apenas quince años y si no vuelves a tomar el
micrófono pronto cumplirás los treinta con pánico a hablar en público.
He levantado la cara sin darme cuenta.

La Fuerza De Sheccid Donde viven las historias. Descúbrelo ahora