6 LABORATORIO DE QUÍMICA

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Nos hallamos en el patio esperando que se desocupe el
laboratorio de química. Quienes están a punto de salir son los
muchachos del grupo de Ariadne y Sheccid. Eso me hace sentir un
poco inquieto.
Durante estas semanas he vuelto a declamar varias veces más. A
la gente le fascinan mis poesías. Las chicas mayores me han
adoptado como su amante platónico.
La puerta se abre repentinamente. Comienzan a desfilar los
jóvenes. Parecen molestos, se cierran el paso unos a otros como
queriendo escapar cuanto antes de ahí.
Casi al final de la procesión aparecen.
Ariadne llora. ¿Llora? ¿Pero qué le ha ocurrido? Sheccid la
abraza como consolándola. Pasan muy cerca de mí. Ensimismadas
en su problema me ignoran. Los veinte jóvenes de mi grupo
entramos al salón lentamente y podemos percibir intensas
vibraciones de un conflicto reciente. Acompañado de mis nuevos
amigos, Salvador y Rafael, camino directo hacia el ayudante del
laboratorio que acomoda el material en las repisas.
—¿Qué pasó? —cuestiono sin más preámbulo—, ¿por qué
tardaron tanto en salir? ¿Por qué lloraba la chica pecosa?
El asistente voltea para cerciorarse de que no es visto por un
superior e informa con rapidez:
—Alguien, jugando, le quitó la lente principal al microscopio del
que Ariadne era responsable. El nuevo profesor de química se
enfureció. Pidió que devolvieran la lente pero nadie lo hizo.
Amenazó con suspender a Ariadne, bajarle puntos y cobrarle la
reparación del microscopio si el gracioso que había quitado la pieza
no la regresaba. Nadie la ayudó. Yo vi que estuvieron jugando con el
cristal y lo dejaron ir por el desagüe. Es imposible recuperarlo. Lo
cierto es que la única perjudicada fue ella.
—¿La van a suspender?
—Si no se devuelve la lente a más tardar hoy, antes de la hora de
salida, sí.
El nuevo profesor de química sale de su privado con cara de
enfado y se para al frente. Todo el grupo guarda silencio y nos
acomodamos en los lugares. Es nuestra primera clase con él.
—De modo que ustedes son el grupo de la maestra Arelí —
comienza con sarcasmo—. Gusto en conocerlos. Me alegra tenerlos
en mi clase —sonríe—, veremos si son tan buenos como se asegura.
La sesión empieza en una atmósfera de rigidez. Primero por el
desagradable antecedente de cuanto ocurrió ahí con el otro grupo y
segundo por el agresivo recibimiento del profesor.
—Copien esto —ordena señalando un prolijo diagrama.
Comenzamos a sacar cuadernos y lápices para obedecer si hablar.
Después de unos minutos el laboratorio se halla en un silencio total.
Cada estudiante se esmera por bosquejar de la mejor manera el
complejo dibujo. Por mi parte copio mecánicamente, cuando
repentinamente recuerdo a mi buen amigo Fred, el microscopio
profesional que papá me regaló... Dejo de dibujar y me quedo
estático. Aprecio mucho ese aparato. Representa un bello vínculo
entre papá y yo, lo uso con frecuencia y lo coloco en la repisa central
del librero, pues le da a mi habitación un ambiente más intelectual,
más científico. No puedo evitar que me embargue la tristeza al
comprender lo que debo hacer. Es quizá una oportunidad para
demostrarle mis buenas intenciones a Ariadne y Sheccid. Si me gano
el cariño de la pecosa se me abrirá el camino para acercarme
también a mí princesa.
Comienzo a copiar nuevamente, pero mis últimos trazos resultan
descuidados y grotescos. Levanto la cara al frente para mirar, más no para escuchar, al profesor que habla, habla y habla... Me estiro los
dedos nerviosamente mientras empiezo a idear el plan. Una vez que
la clase termine, escaparé de la escuela por la parte trasera, correré
sin parar hasta mi casa y en menos de una hora estaré de regreso con
la lente principal del microscopio para dársela Ariadne. Debo tener
mucho cuidado de no ser visto saltando la reja pues, si algún un
prefecto me sorprende, me expongo a una suspensión. Empiezo a
sentir el hormigueo del temor subiendo por mis extremidades. Me
agacho dominado por la presión. Tendré que recurrir a toda mi
astucia y agilidad para burlar la vigilancia.
—¿Eh? ¿Mande?
—Te eh llamado tres veces... —el profesor me grita furioso—, y
no has tenido la atención de responderme. ¿Se puede saber en qué
piensas?
Repentinamente los pocos murmullos cesan y las miradas
temerosas se clavan en alumno y maestro; el aire se siente denso.
—¿Y ahora qué esperas? ¿Estás sordo o pretendes burlarte de mí?
Te he dicho que pases al frente y expongas lo que acabo de explicar;
¿o acaso no piensas obedecer hoy?
Me pongo de pie sintiendo un calor ardiente en el rostro, como si
las miradas mudas de mis compañeros me exigiesen que pase y de
muestre al profesor a quién está pidiendo que exponga la clase.
—¡Al frente!
Cuando llego y algunos se percatan de mi expresión confundida
y atemorizada, bajan la vista conscientes de que está a punto de
ocurrir algo malo. Demasiado tarde razono que no debí obedecer,
que debí defenderme desde mi trinchera, decir cualquier excusa,
reconocer mi distracción incluso, pero nunca pasar al frente.
—Bien —dice el profesor apartándose—, te escuchamos.
Tomo la tiza con un evidente temblor en la mano y ésta cae al
suelo rompiéndose en tres partes.
—No uses el gis; sólo habla.
Asiento y trago saliva. Mis amigos no me miran.
¿Exponer lo que ha explicado el maestro? ¿Y qué rayos es eso?
—No estabas atendiendo, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué? —la voz del químico se halla cargada de un
asombroso tono de rabia.
—Estoy un poco distraído.
—¿Por qué?
—Problemas.
—¡Magnifico! —estalla alzando violentamente los brazos y
dirigiéndose a la puerta—. Entonces ve a resolverlos afuera —la
abre—, aquí sólo quiero gente que tenga interés.
Me quedo petrificado. Imposibilitado para creer, para aceptar lo
que está sucediendo.
—¿No piensas salir? ¿Es que acaso mereces estar aquí?
He visto en otras ocasiones escenas similares, pero nunca se me
ocurrió que algún día sería la víctima. Trato de decir algo. Cualquier
cosa que intente atenuar la vergüenza que estoy pasando y no puedo.
—Estamos esperando que hagas el favor de abandonar el salón.
Intento articular alguna palabra pero la fonación se me ahoga en
el nudo de la garganta. El profesor se exaspera al no ver en mí
ninguna reacción.
—Ricardo, toma las cosas de este niño y sácalas.
Ricardo se queda helado. ¿Sacar las cosas de... ? ¿Yo?
No lo hará.
Dirijo una lenta mirada a mis compañeros que, apenados, no
saben cómo ayudarme. Todos ven de reojo a Beatriz, la chica que
tomó la iniciativa de organizar los números de la ceremonia cívica
frente a la maestra Arelí y que, posteriormente, fue nombrada jefa de
grupo por votación unánime.
“Tendrá que acostumbrarse a muchas presiones. Los profesores
en desacuerdo con el proyecto del grupo experimental intentarán
desacreditarlos y demostrar que nada bueno puede salir de él”.
¿Qué hacemos? Está ocurriendo lo que se nos advirtió.
—Yo puedo salirme solo —logro decir con voz trémula.
—Maestro, déle otra oportunidad —protesta Salvador al fin.
—¡Fuera, he dicho!
—Profesor —interviene Rafael—, le aseguro que él no era el
único distraído, además es un compañero que...
Carmen se pone de pie.
—Tiene razón —afirma con voz alta y segura—. No es justo lo
que ustedes está haciendo. Este grupo es muy unido y no vamos a
permitir que se pisotee la dignidad de ningún compañero.
—¡Un momento! —en repentino impulso, todos se han puesto de
pie, ¡todos!, como un leopardo listo para atacar—, ¡un momento! Se
hará lo que yo mande y al que no se siente de inmediato lo expulso
también del laboratorio —nadie toma asiento y nadie parece estar
dispuesto a hacerlo—. Además —continua al borde de la histeria—,
les eliminaré el resto de las prácticas del año y tendrán anulada la
materia.
—Trate de comprender —dice Laura.
—¡Silencio! Y tú, niño, sal si no quieres ocasionar a tus
compañeros ese castigo.
¿Y tú, niño? No puedo soportar más la presión y la culpa de que a
estros extraordinarios amigos se les castigue por mi causa. Me dirijo
hasta mi sitio y tomo las cosas para irme, pero Beatriz me detiene
del brazo cuando paso junto a ella.
—No te salgas.
El penetrante silencio parece intensificarse en el laboratorio
cargado de emociones negativas. El profesor se acerca a mí con los
ojos inyectados de furia, como si estuviese dispuesto a abofetearme.
—¿Quieres “ponerte con Sansón a las patadas”?
—Usted es quien se está amarrando la soga al cuello —asegura
Beatriz—. No estamos en la Edad Media.
—Ésta es mi clase —aúlla—, no voy a permitir indisciplinas.
—¡Está loco! —profiere Adriana Varela.
—Salgamos todos de esta maldita clase —increpa Salvador.
—Usted no puede tratarnos así —grita Rafael.
Beatriz toma sus cosas y sale del aula. Entonces todos la
imitamos. A pesar del enojo colectivo, ninguno vuelca su silla, nadie rompe un matraz o hace ningún estropicio. El área de trabajo queda
intacta pero sin alumnos.
Llegamos a las oficinas del director. Las secretarias se asustan al
vernos entrar en tropel. Nos informan que los directivos se
encuentran en una junta y no pueden recibirnos. Insistimos en que se
trata de algo muy importante.
—Tendrán que esperar —concede la recepcionista—; los recibirá,
pero no a todos. Nombren a un par de representantes.
Las protestas se suscitan de inmediato. Los veinte compañeros
hablamos alterados al mismo tiempo. Ante la algarabía, aparece la
maestra Arelí saliendo de su despacho. Callamos de inmediato.
—¿Podemos hablar con usted? —pregunta Beatriz.
—Claro... Pasen. No sé si quepan todos.
Entramos a la oficina en fila y nos apretamos unos contra otros
para entrar. De inmediato a la jefa del grupo comienza a relatar lo
sucedido. Algunos compañeros aportan frases cortas a la reseña. El
rostro de la maestra se va tornando tenso, después indignado, hasta
terminar verdaderamente encolerizado.
—No lo puedo creer —masculla con las mejillas enrojecidas—.
Ese tipo es un prepotente. Uno nunca sabe cómo reaccionará
alguien cuando tiene poder. Créanme. La aptitud de una persona
para actuar en puestos de autoridad es algo que no puede
saberse sino hasta que se le otorga jerarquía. Muchos humildes
trabajadores se convierten en alzados mandamases, miles de
buenos servidores públicos se vuelven arrogantes y despectivos.
¿Quieren saber si alguien es ignorante y acomplejado? Denle
poder. Extorsionará a todos. Eso es seguro.
Se deja caer en su sillón y suspira. Toma del cajón una carpeta de
argollas. Pasa las hojas lentamente hasta que se detiene en una. La
extrae y se la alarga a Beatriz.
—Sácale copias y me la devuelves.
—Sí maestra.
—Creo que, de entrada, no debo intervenir en el problema.
Presenten la queja al director y, por favor, manténganme informada.
Salimos de la oficina. Mientras esperamos, pasamos de mano en
mano el papel que la maestra nos dio. Más tarde lo insertaré en mi
diario como una de las piezas más preciadas de la colección.

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