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—¿Tardará mucho el director?
—No lo creo —contesta la secretaria—. Está con los representantes
de otro colegio que vienen a ofrecer un festival artístico. Si se ponen
de acuerdo, tal vez las clases se suspendan en un rato.
Me levanto de mi asiento como impulsado por un resorte.
—Ahora vengo.
Salgo corriendo.
Voy directamente hacia la reja trasera. No me detengo ni un segundo
a averiguar si el camino está libre. Trepo rápidamente por la esquina
más baja, arrojo el portafolios a la calle y salto sin mirar atrás.
Corro sin parar hasta mi casa.
Por fortuna mi madre no está. Con profunda pena destornillo de
Fred el objetivo principal, dejándolo inservible, y me lo hecho a la
bolsa para correr de regreso a la escuela. En mi fuero interno hay
una confusión enorme. Siento que traiciono a mi padre con esa
acción, que pierdo para siempre mi posesión más valiosa, pero a la
vez siento gozo al poder darle algo tan apreciado a Ariadne. De
regreso me es mucho más fácil entrar a la escuela. La puerta está
entreabierta y no hay ningún prefecto cerca. Las clases acaban de
suspenderse pues, en efecto, la escuela técnica de Hermosillo, Sonora,
ofrecerá un festival de exhibición en el patio central. Muchas sillas,
extraídas de las aulas, han sido colocadas alrededor del patio.
No veo a nadie de mi grupo. Tal vez siguen en la recepción de las
oficinas esperando audiencia. Tengo el impulso de ir a encontrarme
con ellos pero busco al mismo tiempo a Ariadne con la vista. El
festival está a punto de comenzar. Una voz femenina da órdenes,
intentando organizar el repentino mercado hindú que se ha
concebido de la nada.
Al fin localizo a la pecosa. Está sentada en las escaleras
principales junto a una muchacha alta y delgada. Tres escalones más
abajo se halla Sheccid conversando con un joven distinto del güero
rapado. Me irrito. ¿Cuántos pretendientes tiene esa chica?
Me aproximo por un costado y vislumbro, justamente detrás de
Ariadne, un pequeño espacio donde puedo sentarme. Corrijo el
rumbo y, de espaldas a ellas, bajo los escalones sorteando a las
personas que están acomodadas ya.
—Con permiso, con permiso, con permiso...
—¡Ay! Me pisaste, tarado.
—Perdón.
Llego al espacio vacío y tomo asiento con fingida naturalidad.
Me acomodo detrás de la desprevenida chica en el escalón contiguo
superior, a escasos centímetros de su oreja derecha.
Ariadne intercambia comentarios con la enorme flaca sentada a
su izquierda. Soy incapaz de interrumpirlas. Dominado por una
inseguridad atroz miro al frente.
Al cabo de un rato, la música del primer bailable comienza a
escucharse y un conjunto de chicos vestidos de veracruzanos aparece
brincoteando y azotando sin clemencia sus botas en el piso. Las
muchachas dejan de conversar para poner atención a la danza.
“Ahora o nunca.”
Me acerco a ella para hablar.
—Ariadne... —voltea y abre mucho los ojos palideciendo—. Por
favor —le digo—. No te asustes. No te enojes. Necesito hablar
contigo —intenta ponerse de pie, pero la detengo suavemente del
brazo—. No me tengas miedo. Soy incapaz de hacerte daño.
La chica me mira interrogante; se da cuenta de que, en efecto,
está rodeada de compañeros y le será fácil pedir ayuda si es
molestada, así que termina sentándose de nuevo.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo.
—Pues habla.
Asiento con la cabeza varias veces.

La Fuerza De Sheccid Donde viven las historias. Descúbrelo ahora