5 FENÓMENO PSICOLÓGICO

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Me acerco al coche rojo sin dudarlo, pero me detengo a unos
metros al identificar a Sabino y sus compinches deleitándose con los
peculiares productos que el conductor usa como anzuelo. Avanzo
con más preocupación.
—Miren quién llega.
—Acércate —me invitan—, y descubre lo bueno de la vida.
Uno de ellos me pone el brazo en la espalda. La presencia del
grupo me anima a hablar con energía.
—¿Dónde está Mario?
El conductor me ignora.
—¿No me oyó? La madre de mi compañero está muy preocupada
y enferma. ¿Dónde está Mario?
El sujeto se dirige a Sabino para urgirlo a que suba al coche de
una vez. Me desespero.
—Maldito cretino —tomo una de las revistas, la rompo y arrojo
los pedazos al suelo—, ¿qué le hizo a mi compañero?
El amigo que me abrazaba deja de hacerlo. Todos están
asombrados por mi actitud. El hombre sale del coche expulsando
chispas por los ojos. Retrocedemos temiendo una agresión física.
Toma los restos de su revista, sube al vehículo y arranca intentando
arrollarnos.
—Tomen el número de las placas —grito.
El prefecto se aproxima al escuchar un alboroto tan cerca de la
puerta.
—¿Qué pasa? —pregunta.
Nadie contesta.
—¿Alguien vio la matrícula? —cuestiono. Entre todos la
armamos. Saco pluma y la anoto en la palma de mi mano antes de
sentenciar—: Quiero hablar con el director de la escuela.
Mis compañeros me observan confundidos, temerosos. Se van
haciendo para atrás y murmurando diferentes excusas se alejan. El
prefecto me acompaña a la dirección.
CCS: Martes, 10 de Septiembre.
Algo está pasando en mi interior. Puedo sentirlo. Hay una
transformación lenta pero clara. Es el poder de la última experiencia.
Después de la declamación exitosa me siento muy fuerte y seguro.
Además de enfrentarme al conductor del coche rojo, me gané el respeto
de Sabino y su grupo. El director no podía creer la historia que le conté.
Llamó a la madre de Mario y la viuda se presentó de inmediato. Por
recomendación del director me ofrecí, como testigo principal, a
acompañarla a la delegación de policía. Ahora todos los agentes buscan
el llamativo automóvil. Sé que me he metido en problemas gratis. Sé
que puedo sufrir alguna represalia del promotor pornográfico, pero me
siento bien aprendiendo a sumir riesgos,
Levanto la cara sobresaltado al percibir la presencia de alguien.
El patio escolar está totalmente solitario a excepción de la banca en
que me encuentro y de la chica parada frente a mí.
—Hola...
Esta vez no viene acompañada de su amiga pecosa ni de su rubio
guardaespaldas. Me froto los párpados incrédulo.
—Sheccid...
—Me causa mucha hilaridad la forma en queme nombras. Algunos compañeros han comenzado a decirme así para burlarse.
—¿Burlarse? —Bajo la vista sin poder ocultar mi exacerbación.
—¿Estás ocupado?
—Un poco.
—No quiero quitarte el tiempo. Sólo he venido a disculparme.
—¿Disculparte...? ¿De qué?
—He hablado mal de ti. Te he hecho quedar en ridículo con
medio mundo. He difundido la idea de que eres un depravado. Tal
vez lo seas, pero eso no me da derecho a publicarlo. El haberme dado
cuenta de mi impertinencia me obliga a pedirte una disculpa, no sé si
lo entiendas y no me interesa. Sólo vine a cumplir conmigo misma.
La miro sin contestar.
—Tus normas morales son muy especiales —profiero al fin—; te
exigen sentirte bien contigo misma aunque hagas sentir mal a todos
los demás... Creo que no sabes valorar la amistad.
Tomo mi cuaderno nuevamente y empiezo a pasar las hojas simulando
que leo. Ella se queda de pie, tal vez arrepentida de lo que acaba de decir.
—No quise ofenderte. ¿Qué escribías?
Cierro el cuaderno. Me incorporo.
—Nada.
—Te escuché en la ceremonia de ayer. Me impresionaste.
—Todo el verano estuve ensayando.
—¿Y cómo evolucionó la herida que te hiciste en la frente? La
última vez que te vi estabas inconsciente.
Siento calor en las mejillas como cuando me ruborizo. Quiero
explicar que no fui yo el de la nalgada, que cuando protesté por lo
que mis compañeros hicieron me arrojaron del coche y que estaba
muy avergonzado por el incidente.
—Evolucionó bien —contesto—, me dieron tres puntadas —y
levanto el pelo para mostrar la herida.
Observa con aire maternal.
—Te ves del todo recuperado —lleva una mano a mi frente—.
Estás ardiendo. ¿Tienes fiebre? —me quedo paralizado al sentir
rozar lentamente el dorso de su mano en mi mejilla simulando que
pondera la temperatura—. Tal vez debes ir al médico.
No acabo de comprender el significado de su caricia. Me agrada,
me ilusiona, pero a la vez me produce la contradictoria sensación de
estar siendo manipulado. Es una chica muy hermosa. A sus quince
años, tiene en la mirada todo el candor de una niña y toda la
sensualidad de una mujer. Me asusta un poco estar tan cerca de ella.
Su piel es blanca, sus labios rojos, sus dientes perfectos, sus cejas
pobladas y bien delineadas, sus ojos azules, su brillante cabello
castaño, su postura erguida...
—¿Y te inscribirás en el concurso de declamación? —pregunta
apartando súbitamente la mano.
—Sí.
—Pues necesitarás practicar muchos veranos más antes de poder
ganarme a mí en un concurso.
Al ver su cambio de actitud tomo asiento de nuevo en la banca,
dando por terminada la entrevista.
Da la media vuelta y se retira.
Ya en mi casa reclino el sillón hacia atrás y contemplo el techo, el
tirol. Suspiro. Alguien llama a la puerta.
—Sí, pasen...
El intersticio se va agrandando muy despacio. Dirijo la vista al
libro y espero. La puerta se cierra con un leve chasquido metálico.
Volteo la cabeza. Mamá está recargada en la columna, en silencio,
solamente ahí, viéndome, en silencio.
—Adelante —susurro.
Pero ella no se mueve.
—¿Te puedo ayudar en algo? —pregunta.
¿Me puede? No. Respondo que no.
—Entonces... —da dos pasos, tres pasos, se aproxima más y
más—. ¿Te gustaría platicar conmigo?
La miro un segundo y después aparto la vista. No me gustaría y
en el fondo es todo mi deseo, así que sólo me encojo de hombros. Se
apoya en el librero.
CARLOS CUAUHTÉMOC SÁNCHEZ
—¿Te ocurre algo? —pregunta.
Asiento.
—¿Y puedo saberlo?
Fuera de la estancia se escucha el alboroto de mis hermanos jugando.
—No es nada importante... creo —recorro el sillón hacia atrás y
me enfrento a ella no dispuesto a dar muchas explicaciones—.
Estaba pensando... Sí. Solamente pensaba... No estoy seguro de que
puedas entenderme.
—¿Por qué no lo intentas?
—Es que... no es eso... en realidad no estoy seguro de que pueda
darme a entender.
Silencio.
Durante los últimos meses tuve deseos de conversar con ella
varias veces, pero no me atreví a llamarla, y como se mantuvo
alejada respetando mi intimidad, ahora son demasiadas cosas. ¿Por
cuál empezar? El fracaso en el festival de fin de curso, la agresión de
Sabino a Sheccid, la maestra Arelí, el grupo experimental, la
declamación, el segundo encuentro con el auto rojo...
—Entonces ¿por qué no intentas darte a entender?
Asiento. De acuerdo, haré lo posible.
—Es que, ve —medito un instante—, en ocasiones, cuando
conoces a una chica te sientes triste sin saber por qué.
—¡Ya! —sonríe—, es eso.
—Sí. Cada vez que me acerco a ella, a su amistad, todo se echa a
perder por algo, ¿me entiendes?
Asiente sin poder ocultar una mirada de ternura.
—La quiero mucho, mamá.
—¿Cómo es ella?
—Muy hermosa. Alta, delgada, de ojos azules y cabello castaño.
Genial. Artista... No la conozco bien, pero tengo la esperanza de que
sea alguien especial, capaz de comprenderme y valorarme...
—¿No la conoces bien y piensas todo eso de ella?
—Sí.
—Mmh...

La Fuerza De Sheccid Donde viven las historias. Descúbrelo ahora