Miras su fotografía otra vez. Su cabeza está ladeda, cómo si hubieran tomado la foto de imprevisto, y en su rostro una sonrisa resplandece e ilumina la habitación.
Arrugas la frente. Su cabello es corto y esponjado, negro como el ollín. Su piel es del color de la almendra, como si en su cuerpo corrieran las aguas del río Parána. No logras ver su rostro, este no se deja ver ante la lente.
Con ansiedad tomas las demás fotografías y las ojeas presurosamente atenta. Todas son del mismo día, sacadas en el mismo momento, y sin el rostro de Nilda en ellas.
Dejas las fotografías en la caja nuevamente, con desgano. Te echas hacia atrás y cierras los ojos.
En tu mente aparece una mujer joven. Sus brazos son largos, frágiles, y pálidos, como las alas de un gorrión. Sus manos son delicadas y delgadas, y con una que otra ampolla al reverso de la palma. Su cabello es largo y lacio, del color del caramelo.
Pero su rostro, ay, su rostro.
Este es inexpresivo, e indiferente. En su faceta no hay ningún rasgo que la defina. No tiene esos ojos verdes que todos desean tener, ni esos labios gruesos pero pequeños, de color rosado. Ni esas cejas negras, pero delicadas, de las que tanto solían presumirla a ella, y a ti también.
Su rostro es flemático y blanco, como el de un muñeco. Sin vida, sin origen, sin identidad.
Cómo el de un maniquí.
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Miras.
General FictionY finalmente, terminas este extraño poema-no-poema, mirando por la ventana, la sombra de esos niños jugando en esa calesita del jardín