5-. Discapacidad
Conducir tu bicicleta siempre te fue reconfortante. El viento en tu cara, sentir que tus piernas estaban adormecidas después de un largo trayecto. Lo cuál, era siempre, porque te encantaba recorrer absolutamente toda la ciudad.
Había algo terapéutico en ello, o eso solía decir Nana Lidia. No sabías a qué se refería, pero solías utilizarlo como excusa, para irte y no volver durante horas.
Nana Lidia te había enseñado a leer hacía cosa de un año—a petición tuya—, y solías practicar mientras conducías, leyendo el nombre de las calles y de los carteles.
Nunca te habías interesado mucho en la "lecto-escritura"—así lo llamaba Nana— aunque ultimamente algo te había llamado la atención. No se lo habías dicho a nadie, pero desde el momento en el que observaste a las sobrinas de doña Marcela leyendo ese libro de cuentos en el salón, te había encantado.
Tu familia te apoyaba incondicionalmente, y te ayudaban en todo, apesar de estar confundidos por tu reciente interés.
Desde que tomaste esa decisión, tu padre ya no discutía con tus tías e iban a más reuniones familiares. Don Enrique ya no tenía tanta vergüenza de salir contigo, y sus hermanas ya no hacían esos comentarios desagradables sobre tí, sin que te dieras cuenta.
Recordabas una vez estabas sentado con tus primas menores, jugando a las cartas, cuando tu padre te llamó y te dijo con esa voz dura que te sentaras en la mesa. No sabías la razón de su orden, pero le hiciste caso igualmente. Sabías que no debías hacerlo enojar.
Lo que no sabías era que los comentarios de tus tías fueron el porqué de su exalte. Siempre era lo mismo, nada nuevo en el repertorio: «Pero que hace ese chico ahí», «Está molestando a los gruises», «Cuando no, haciendo monerías, Carlitos»
Odiabas ese apelativo, no se sentía bien. Siempre te llamaron así, y nunca te agradó. Siempre te hacía enojar, y cuando te enojabas llorabas. Así que cuando eras pequeño, los niños te coreban de esa forma, para lograr que las lágrimas te invadieran.
Solías correr a tu casa y berrear frente a tu madre, quién te cargaba en su regazo y te consolaba. Durante años fue así, incluso cuando ya no era apropiado. Tal vez por eso su olor se te hacía inolvidable. Su tacto, un recuerdo agradable. Su voz, una caricia para tus oídos.
Tu padre siempre le reclamó que así te estaba malcriando. Jamás te dejó sentarte en sus rodillas o algo por el estilo; decía que te estaba haciendo fuerte.
Él jamás lo admitiría, pero tu recordabas el día del funeral de tu madre, cuando volvieron a casa, y dejó que apoyaras tu cabeza en sus piernas, mientras acariciaba tu cabello.
Mientras ambos lloraban.
Al otro día te sacó al patio y te enseñó a montar en bici. Tenías catorce, y él te dijo que si te lo proponías, un día de esos podías huír en ella. Huír de la gente mala, de los problemas. Solo tú, y el viento en tu cara.
Tu padre se distanció desde entonces. A veces solía verte y decirte lo parecido que eras a tu madre, para después ya no dirigirte la palabra. En esos momentos tenías miedo de que ya no te quisiera, nadie nunca lo había hecho de verdad, excepto él, Nana Lidia, y tu madre. Tal vez esa era la razón del porqué no habías escapado hacía tiempo. Si te ibas, él iba a dejar de amarte definitivamente, y no podrías aguantar eso.
Pero, a pesar de no haberle hecho caso a tu padre ese día, algo en sus palabras te atraparon. El viento en la cara, la sensación de estar volando. Hacía que las veces que él dejaba de hablarte, se hicieran menos dolorosas. Al menos por unas horas. Y que las veces en que te sonreía, se repitieran en tu mente, mientras cruzabas en alguna avenida.
ESTÁS LEYENDO
Miras.
General FictionY finalmente, terminas este extraño poema-no-poema, mirando por la ventana, la sombra de esos niños jugando en esa calesita del jardín