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Después de muchos años la volvió a ver, estaba más alta, más sarcástica y más inteligente. Había viajado, había reído, había gozado de la libertad que se ganó. Cruzó continentes, aprendió nuevas lenguas y con estas insultos tan icónicos que era difícil no enamorarse, otra vez.
Volvió a desearla, a quererla entre sus brazos, a tenerla bajo sus sábanas y sudada, volvió a anhelar sus besos y sus gemidos, y justo en ese momento, en ese corto y bello momento, se dio cuenta de que no la había dejado de amar en el pasado, de que, por poco que quisiera, la había recordado cada día, relacionando pequeñas cosas con ella, recordando que no le gustaba el café cada vez que se tomaba uno, recordando que prefería una cerveza barata sobre un vino difícil de pronunciar, recordando su nombre cada vez que estaba con otra mujer.
Aquel amor despertó de su sueño, y cuando ella le sonrió mostrando aquella dentadura tan perfecta que siempre le había gustado se dio cuenta de que estaba perdido, condenado a esa mujer, de que ella lo iba a destruir y él iba a amar aquella destrucción, ella no volvería a creerle sin embargo, él estaría ciego por ella. 

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