Capítulo 3

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—¿La información es de fiar? —preguntó el hombre insignificante mientras se secaba el sudor de la frente.

—No tengo motivos para pensar lo contrario —respondió con paciencia su amo—. Cada día recibo informes de los diferentes exploradores a los que he encargado esta investigación y todos coinciden. Podría desconfiar de uno, pero de siete...

—Ni un sólo animal en 10 kilómetros...

La estatua escuchaba desde el otro lado de la habitación. No había necesidad de participar. Bastaba con que observarse cómo aquel gordinflón emperifollado sudaba sin control ante la presencia del Regidor. Esperar a que la paciencia abandonara definitivamente el escritorio. Y con cada pregunta, ese momento estaba más cerca.

—¿Lo sabe la Colonia? ¿Y la población del Búnker? Ya debe haber rumores...

—La Colonia será el último lugar al que envíe un informe con estos datos. Como comprenderá, si los militares oyesen algo extraño sobre nuestro Búnker, cerrarían los túneles con explosivos antes de que usted pudiese darles alguna escusa... —se detuvo el Regidor y la estatua notó el pequeño tic en la ceja derecha que indicaba que el momento estaba cerca—. Mejor dejarlos a un lado por ahora. Y en cuanto a la población... En fin, se hace lo que se puede. Por poner un ejemplo: el señor Loris, ese borracho que se encarga de la miel de los huertos, se puso a despotricar en la Cantina sobre abejas y "el fin del mundo" y ahora descansa en el sótano por "desorden público", de esa manera no podrá decirle sobriamente a nadie que los panales están vacíos...

—Imagino que a un borracho como Loris nadie le haría caso... ¿Pero qué ocurrirá con los cazadores y los carroñeros? Ellos salen a diario y ya habrán notado...

—Los cazadores fueron retirados del servicio por incompetencia —le interrumpió su superior—. Han sido sustituidos por el único carroñero que levantó la mirada de la chatarra en que se revuelcan y notó el silencio que lo rodeaba...

«¿Y quién en su sano juicio les haría caso? La escoria de la Ratonera tiene la misma credibilidad que las ratas de los túneles...» reflexionó la estatua.

—¿Podría ser la toxina? ¿Quizá esté acabando con...?

—No. La toxina, hasta el día de hoy, no ha hecho enfermar un sólo animal, mucho menos, matarlo. Y de haberlo hecho, habría dejado un maravilloso cadáver. Además, los niveles de toxicidad llevan estables desde hace más de tres años.

—¿Y las plantas...?

—Matthew... —respondió el señor Lextor posando su mirada en la de su hija—. ¿Podría hacer el favor de no hacer más preguntas estúpidas? Me está agobiando y esa no es la razón por la que le hice llamar.

—Lo siento... —un oportuno ataque de tos lo interrumpió— No... era...

—Petra... por favor, cielo, haz el favor de traerle un vaso de agua al señor Pittson. No quisiéramos que el Jefe de la Guardia se ahogara antes de la hora de la cena.

—Claro, padre —respondió con toda la dulzura posible la estatua—. Aquí tiene Jefe...

—Gracias... querida... —dijo el señor Pittson con la cara roja y los ojos llorosos sin hacer caso a la sequedad con la que Petra había pronunciado sus palabras.

—Cómo iba diciendo... —un ruido ensordecedor interrumpió al Regidor.

Todo tembló de golpe desequilibrando a Petra, quien luchaba por mantenerse en pie apoyándose en el quicio de la puerta.

—¿Eso ha sido una explosión? —chilló desconcertado el Jefe de la Guardia de Búnker 172, ahora tirado patéticamente en el suelo.

Bryan Lextor no contestó. Sencillamente dejó atrás su escritorio y salió con paso firme de su despacho. Petra intentó mantenerse a su lado sin perder la dignidad corriendo tras las zancadas de su padre. A su espalda pudo oír como el señor Pittson les llamaba casi al borde del llanto. Petra subió al ascensor justo cuando las puertas se cerraban.

Colonia AteneaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora