Viktor contemplaba como toda la estructura de su chabola vibraba sin razón. El ruido le había despertado.
«¿Un temblor?» pensó Viktor mientras se espabilaba.
Había oído noticias sobre temblores en Colonia Atenea, pero hasta esa mañana no había sentido ninguno en su catre.
Trató de volverse a dormir, pero el ajetreo que oía en el exterior se lo impidió. Si había tanta gente en movimiento quería decir que hora de trabajar.
Tomó su bastón, y con cuidado, lo usó para empujar con un extremo la chapa que mantenía a oscuras la estancia, mientras encajaba el otro extremo en uno de los agujeros de la "pared". La luz comenzó a entrar con pereza en la chabola.
La "vivienda" de Viktor era una suerte de chapas agujereadas y oxidadas. Las había encontrado entre los desechos de los exploradores, y con un poco de alambre, consiguió que pareciese un lugar dónde dormir. El mobiliario consistía en una manta apolillada, baúl para guardar ropa vieja y comida enlatada, una mochila polvorienta y un bastón de madera. Había aprendido hace mucho tiempo que en la Ratonera no hacía falta más.
Abrió el baúl y sacó una camisa y unos tejanos que habían visto tiempos mejores. Después removió en su interior hasta que encontró una ración de comida que metió en la mochila antes de echársela a la espalda. Sacudió la manta y la tiró sobre el baúl.
«¡Se está haciendo tarde!» le gritó su instinto. Y lo hizo con la voz del viejo Fleming.
Hacía dos años que Viktor vivía en la Ratonera. Desde entonces había estado trabajando para Barney Fleming, el capataz de los mineros del Túnel Norte. Se reunían en el Mercado de la Estación para desayunar antes de comenzar a trabajar. Barney era un tipo sencillo con reglas sencillas: no holgazanear, no contar chistes malos, no pelearse con los compañeros, no morirse bajo un desprendimiento, no salir limpio de la mina y no llegar tarde al desayuno. Para el viejo, el desayuno era la comida más importante del día. Quien no desayunaba, no trabajaba. Quien no trabajaba, no recibía ración de comida. Y Viktor llevaba su última ración de comida en la mochila.
El muchacho salió de su chabola y se dirigió a la Cantina. El camino no era muy complicado: una única calle que cruzaba La Ratonera, apenas trescientas casuchas construidas en el espacio que quedaba libre entre el Bunker 172 y las vías de trabajo. La complicación era, que lo que podría haber sido una calle recta, hacía años que se había convertido en un laberinto de chatarra, plástico y harapos amontonados sin orden ni concierto. Viktor recorría aquel trayecto casi todos los días, y en ocasiones juraría que el camino de ida era diferente al de vuelta. Mientras que Viktor vivía en un extremo del laberinto, el Mercado, la Cantina y la Estación se encontraban en el otro.
Cuando al fin llegó a su destino, sus temores se cumplieron: allí sólo estaba Franz.
Sentado en su casco, Franz, que hasta ese momento se encontraba mirando al techo de la caverna y con la expresión de quien cuenta hasta el infinito.
—Llegas tarde —dijo Franz con la expresividad de una lata de gasolina—. El viejo se llevó a los demás hace rato.
—¿Y por qué sigues aquí?
—Me dijo que hoy no necesitaban "niños" —escupió mientras se incorporaba. Franz odiaba la palabra "niño"—. Se han ido al Túnel Sur. Según he oído, esta noche se han venido abajo varios tramos y muchos equipos han ido a despejarlos.
—¿Has preguntado a alguien si necesita mano de obra?
—Esta semana no vendrá ningún tren de la Colonia, el último se marchó hace dos días. Y bueno... Te estaba esperando para desayunar —dijo agachando la cabeza.
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Colonia Atenea
מדע בדיוניLa gente de Bunker 172 lleva una vida tranquila, pobre y subterranea, hasta la llegada del último tren procedente de Colonia Atenea. Un tren que traerá la incertidumbre, el miedo, la discordia y la muerte. Tras la Última Guerra la humanidad ha queda...