Nathan.

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Una azafata me despierta del turbio sueño que tuve durante el viaje, y se lo agradezco encarecidamente. El motivo por el que más odio a Heyly y a las suyas es este; los recuerdos. No me dejan seguir con mi vida, me atormentan día y noche, acorralándome donde no puedo huir de ellos, mis sueños.

Repito el procedimiento del viaje anterior; esperar a que el pasillo esté libre. Una vez todos los desesperados bajan, yo los sigo.

Los Ángeles son como un segundo hogar para mí. Mis padres eran de aquí, así que siempre veníamos a visitar a mis abuelos. Además de que siempre vengo aquí, bien sea por cosas de negocios o vacaciones.

Llego al hotel y León está fuera, recostado del capó del auto, leyendo un periódico despreocupadamente. Cuando me ve llegar, cambia su postura y me entrega la valija.

—Gracias León. Te pagué una habitación aparte. Me quedaré más tiempo aquí. —Le explico, mientras él asiente.

Esta vez pasaré más tiempo en L.A, pues además de ser uno de mis lugares favoritos, mi víctima lo requiere. Quiero enamorarlo y luego, romper su corazón en mil trocitos, tal y como él hizo conmigo.

Pero mis planes los pospongo hasta mañana. Hoy quiero salir y divertirme, alivianar el estrés y tan sólo pensar en una noche de música y bebidas.

Abro las enormes puertas de cristal del edificio y entro en el lobby. La recepcionista me saluda por mi nombre, y yo hago lo mismo. Os lo dije, vengo mucho por aquí.

Subo a mi habitación, me ducho y me coloco un ceñido vestido negro que llega un poco más arriba de la rodilla. Me pongo tacones de gamuza, pero no demasiados altos, ya que no quiero intimidar a las demás chicas por mi altura. No me gusta ser más alta que algún hombre, se me hace incómodo, pero amo mi estatura.

De más joven, era muy bajita, por lo que a Heyly se le hacía más sencillo intimidarme por su estatura y actitud. Mi aspecto menudito me hacía parecer más débil de lo que era

Meto en mi bolso de mano negro celular, identificación, dinero y perfume. Una dama siempre debe oler bien.

Bajo al lobby y espero a que la recepcionista llame a un taxi. Cuando el auto está afuera esperándome, me despido de Marjorie —la recepcionista— y salgo del hotel.

—¿A dónde? —Pregunta el hombre con voz amable.

—A la discoteca Black Star —le respondo.

Él asiente y arranca. Black Star es una refinada discoteca, a la que asisten adolescentes «rebeldes», pero no son tan valientes como para ir a una donde se frecuenten peleas.

Cuando llegamos, le agradezco al hombre y le pago, dejándole propina extra por su amabilidad. Veo la pequeña estructura que es la discoteca: un edificio de dos plantas, con cuatro ventanas, dos arriba y dos abajo, con una puerta de metal gigantesca y un robusto gorila frente a ella. A través de los vidrios de las ventanas, se ven las luces estroboscópicas, más las oscuras figuras de los bailarines al ritmo del bajo, que se escucha hasta aquí. Sobre la puerta, hay un brillante cartel de neón con el nombre de la discoteca en una estrella fugaz.

El gorila me detiene en la puerta, pidiendo mi identificación. Luego de verla, se hace a un lado y me deja pasar.

El olor a bebidas caras, perfume y sudor me golpea de frente, mareándome un poco. Me abro paso hasta la barra a codazos, haciendo que las personas que restriegan sus cuerpos contra los de sus parejas de baile —si a eso llaman bailar, claro— se peguen aún más.

Me dejo caer sobre el taburete de la barra y le pido al bar tender un Martini, gritando por encima de We Go Down. Él chequea mi identificación nuevamente, algo que me parece exagerado, pues si tuviera menos de dieciocho, el gorila no me habría dejado pasar.

Revenge©.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora