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Estoy dentro de un auto de camino a la casa de un chico del que llevo tres años escuchando rumores nada positivos y con el que nunca he hablado y me pregunto: ¿Qué me llevó a aceptar? Hasta el momento no he encontrado respuesta lógica para esa pregunta. Sí, varias teorías rondan en mi mente, pero... ¿Cuál es la correcta?

Lo cierto es que, dentro de este auto, el nivel de tensión es tan alto que puede respirarse, ¿o es solo cosa mía? Estoy rígido, e inerte sobre el asiento de cuero, como un niño al que reprenden por una travesura.

-¿Tus padres no se preocupan por ti? –pregunta Killian.

-No –respondo, tenso y nervioso.

-Ya veo... -lo miro de reojo y me percato de que, de vez en cuando, este se vuelve a mirarme-. Estás muy callado ¿pasa algo?

Se llaman nervios, no son muy comunes en mí, pero tu presencia los pone alerta.

-No me pasa nada.

Mientras el auto sigue avanzando mi mente no encuentra otra cosa en que pensar más que en su hogar. En cómo serán sus padres, su casa y sus hermanos. Pienso tanto en ello que consigo lo que creí imposible: el aumento de mis nervios.

-¿Es tuyo? -pregunto para aligerar el ambiente. Él se vuelve a mirarme por un par de segundos y luego pregunta:

-¿Qué cosa?

-El auto –digo. Regresa su mirada al frente y asiente.

-Mis padres son capaz de darme una isla con tal de no joderles la existencia.

En picada cayó mi intento de acabar con la incomodidad porque ¿cómo se responde a eso?

La velocidad del auto se reduce hasta detenerse completamente. Killian saca las llaves de auto y baja. Yo hago lo mismo y lo sigo hasta la puerta de su casa, que no es, ni por poco, parecida a la de mi imaginación. En mi mente era una mansión con una reja gigante, muy parecida a un palacio, pero, en cambio, y por lo menos por fuera, tiene el aspecto de un lujoso apartamento de soltero.

-Pasa –dijo. Con las manos dentro de los bolsillos del pantalón cruzo el umbral de la puerta observando detenidamente el interior del departamento. Dentro, los colores blancos, negros y grises predominan, dándole un aire casual y elegante al mismo tiempo al lugar. Un detalle que me llamó la atención fueron las numerosas esculturas de porcelana que habitan en cada rincón del departamento; mujeres, hombres, frutas, niños, y casitas situadas sobre mesas y repisas.

Como de la nada la idea de que este es su lugar para traer ligues me pasa por la mente como un proyectil. El estómago se me revuelve y, para sacar ese pensamiento de mi cabeza pregunto por sus padres, porque, obvio, si vive con sus padres estoy equivocado, pero si vive solo estoy en lo cierto. Ruego dentro de mí porque viva con sus padres.

-Vivo solo –responde, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón del uniforme.

Con esa respuesta la idea de los ligues se clavó aún más en mi estomago en forma de retortijón.

-Ya veo... -respondo desviando la mirada.

-Toma asiento donde quieras –dice. Yo le tomo la palabra y me siento en uno de los muebles de cuero situados en el centro de la sala. Empiezo a creer que este chico tiene un fetiche con los asientos de cuero-. ¿Quieres algo de tomar? ¿Agua, cerveza, jugo?

-Jugo está bien –él ríe, no sin antes soltar un bufido burlesco que me hizo sentir un grandísimo idiota-. Cerveza, prefiero una cerveza.

-A sus órdenes –murmura haciendo una reverencia, como si se tratase de un mayordomo. Un par de minutos después regresa con una lata de cerveza en cada mano.

Malas lenguasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora