Luquillo

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Lana despertó con la sensación de haberse dormido hacia solo unos minutos. Intentó descifrar por qué su cerebro se negaba a seguir durmiendo si no debían ser más de las siete de la mañana y estaba visiblemente agotada cuando notó los labios de Jen sobre su cuello depositándole tiernos besos a modo de buenos días y sonrió.

Habían sido muy pocas horas de sueño y estaba cansada pero no podía negarse a las atenciones de su mujer, la había echado terriblemente de menos. Cada vez se le hacía más difícil marcharse, separarse de ella, con el tiempo se consideraba completamente adicta a Jen, a sus ojos, sus besos tiernos y sus momentos a solas donde nada más existía, donde volvían a ser mujeres de mundos completamente distintos que se conocieron por casualidad y terminaron perdidamente enamoradas, volvían a ser las dueñas del mundo.

Se giró lentamente para atrapar sus labios y profundizar un beso casi tan necesario para ella como el oxígeno, dejando que el calor intenso que nacía en su vientre cada vez que Jen la besaba creciera de forma exponencial llevándola al punto de no retorno, llevándola al límite del deseo donde la razón no tenía cabida, donde solo reinaba la necesidad de ser una sola persona con aquella a quien amaba por encima de su ser.

Entre risas cómplices, caricias tiernas y expertas procuradas por amantes que se conocían demasiado bien, que habían aprendido a ser una juntas, dejó que Jen se deshiciera lentamente de su camisón y repartiera tiernos besos por su piel expuesta, besos cargados de añoranza y adoración. Con una lentitud que podía exasperar al más paciente de los hombres, se deshizo de esa camisa ancha que su mujer llevaba a modo de pijama, deleitándose una vez más con la hermosa figura de Jen, sus brazos musculosos y su vientre perfecto, su pechos blancos, suaves, sus pezones que ya marcaban su nivel de excitación.

La atrajo a sus labios y devoró con ansia cada beso que se regalaron, besos que acrecentaron su pasión y se volvieron cada vez más furiosos sintiendo el contacto de su piel, tibia y suave sobre ella. El resto de sus ropas terminaron con velocidad en el suelo y la necesidad de sentirse se acrecentó, completamente pegadas sin cortar ese beso eterno, cargado de emociones y sentimientos, cargado de un secreto que las estaba destrozando. Se conocían, sabían dónde tocar, dónde besar, dónde estaban aquellos rincones que podían llevarlas a la locura. Como una danza perfectamente ensayada, sin margen de error, ambas se amaron siendo ellas mismas, esposas a escondidas, amantes.

Pudo perderse durante unos instantes en los claros ojos de Jen, desde que se conocieron su pasatiempo favorito fue intentar descifrar cuál era su color exacto, tras tantos años a su lado aun no lo había conseguido. Su sonrisa pícara y sincera, siendo ella misma, conseguía enloquecerla, su deseo se hacía visible erizando su piel, la necesidad de demostrarse sin palabras que se pertenecían. La besó casi como una súplica ahogada, súplica muda que su esposa supo en seguida interpretar, entrando dentro de ella y ahogando sus gemidos con sus labios, encajando ambos cuerpos en uno solo comenzó la danza en la que se entregaban una vez más por completo, se hacían una, se pertenecían.

No fue muy largo puesto que la intensidad de sus movimientos, casi frenéticos, cargados de mucho más que amor y deseo, cargados de la temible necesidad de sentir que nada había cambiado, que pasara lo que pasara ellas eran las mismas y su amor era inalterable. Con gritos inconexos y palabras de amor susurradas y ocultas tras esas cuatro paredes donde el resto del mundo no existía, ambas se precipitaron al unísono hacia ese ansiado clímax, marcándose, poseyéndose y gritando sin palabras cuan ansiado había sido ese reencuentro.

Temblando y con su piel perlada de sudor, sintiendo el peso de Jen sobre su cuerpo, ahí donde había caído extasiada y agotada, podía notar el latido de ambos corazones, desenfrenado y enloquecido, sus agitadas respiraciones acompasadas y los rubios cabellos de su mujer desperdigados por su propia desnudez, suaves y con olor a vainilla. Sintió sus labios acariciándola, subiendo lentamente por su pecho, su cuello y depositando besos aquí y allá, notó su cálido aliento con cada jadeo que se le escapaba, intentando tranquilizar su respiración y finalmente su dulce voz susurrándole al oído que la había echado de menos.

El precio de la famaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora