12 Años Después

22 1 0
                                    

En las Montañas del Carnero la nieve no se derretía, sencillamente era desplazada por más nieve que se acumulaba por el tiempo. De esta forma, un copo de nieve que hubiera llegado a Lancre junto Eskarlata, normalmente no se habría tenido que preguntar qué ocurre cuando sientes que llevas demasiada ropa hasta pasados unos diez años. Pero como esto no es una historia normal, el pequeño copo de nieve tuvo que esperar doce años, hacer autostop junto a un camino de cabras a las afueras de la capital y subirse a un carro tirado por un caballo negro. Tanto es así, que para cuando empezó a sentir por primera vez lo que sería el sudor frío, ya había experimentado dieciocho tipos diferentes de aburrimiento, había pensado en cuatro posibles teorías sobre el origen de la vida y había llegado a ver las puertas de la ciudad de Ankh-Morpork. Algo parecido a lo que habían llegado a hacer sus compañeros de viaje.

—¿Y mamá por qué no ha venido?

—Porque alguien tendría que quedarse en casa.

—Pero si se han quedado Cyan, Goldi, y los otros cinco.

—¿Recuerdas lo que ocurrió la última vez que se quedaron tus hermanos al cargo?

Carly intentó bucear en su memoria y se encontró un recuerdo extraño. A su hermano Goldi se le ocurrió jugar a las brujas, por lo que todos se lanzaron al armario de las escobas y se pertrecharon con lo primero que encontraron. Cuando una pequeña Carly de 6 años llegó al armario, sólo quedaba un palo largo y grueso lleno de telarañas apoyado en el fondo. Para cualquiera de sus hermanos habría resultado el trasto más feo y mugriento que podrían haber visto, pero para la niña, el tacto de la madera, como si fuera terciopelo, el juego de dibujitos iluminados con los colores del arcoíris, la sensaión que recorrió su mano y hasta la huida de los bichos que habían creado una colonia a su alrededor, hicieron que le pareciese una joya incomprendida, una joya que arrancó de su escondite sin preguntarse nada. Y como en todo juego de niños, cuando siete mocosos con sobredosis de ausencia parental vieron aquel palo brillante que había encontrado su hermana, les faltó tiempo para lanzarse a por él.

Una hora más tarde, cuando la señora y el señor Ramanueva entraron en su vivienda se encontraron con su octava hija sentada en medio de lo que alguna vez fue su salón, y con el resto de su prole colgando de las paredes, junto con el resto del mobiliario.

—¿Quizá yo tuviese la culpa? —se le ocurrió decir mirando el cayado que descansaba sobre sus rodillas. Un cayado que fue su regalo de cumpleaños junto con la frase "ERES UNA MAGA. ¡SORPRESA!". Un cayado que se parecía sospechosamente al de aquel recuerdo.

Bron miró la cara de su hija, luego el cayado que emitía un suave parpadeo azulado y luego al pequeño nubarrón que se había formado sobre el carro. No se sorprendió cuando unas pequeñas gotitas de lluvia empezaron a calar su sombrero. Como tampoco le parecía casualidad haber atravesado el país asediado por un microclima ártico muy similar al de Lancre reconcentrado sobre su carro.

—Olvídate de eso ahora. Lo hecho, hecho está. ¿Recuerdas que te dijo Yaya?

—¿Que no me fie de los magos?

—Eh... sí, pero no...

—¿Que me lave los dientes todas las noches?

—Tampoco... aquello rollo sobre ser uno mismo...

—¡Ah! Que no importa lo que me digan porque soy lo que soy...

—Exacto. ¿Y sabes qué quería decir?

—Será algo relacionado con que no crea a Marrun cuando me llama Cara-Cabra.

—No creo que Yaya estuviera pensando en las lindezas de tu hermano... —contestó Bron apartando la mirada de su hija avergonzado. Lo cierto era que él tampoco sabía a qué se refería la bruja. Para Bron, las personas son lo que son, no lo que la gente dicen que deberían ser. De lo contrario el sería un conejo casado con una osa.

Para el leñador había sido más fácil criar a sus otros siete hijos que a su pequeña-hija-y-futura-maga-destinada-a-tener-un-gran-poder. Nunca sabía qué hacer o decirle, sobre todo cuando sentía la mirada de Yaya en la nuca y la de su mujer en los párpados. Cuando miraba a su pequeña Carly era como un niño mirando un pastel recién hecho: pura devoción rodeada de un terror casi primitivo.

Poco a poco el camino de tierra comenzó a convertirse en un camino empedrado y éste en una especie de calzada embarrada infectada de seres vivos, principalmente personas. Pronto cruzarían las murallas de la ciudad de Ankh-Morpork.

Por algún extraño motivo el padre de Carly comenzó a sentir una sensación extrañamente familiar en la nuca. Algo similar a lo que siente el presidente de una nación problemática un segundo antes de que el francotirador apriete el gatillo. Sensación a la que se añadió un sonido similar al que haría una avioneta (si estas existieran en el Disco) justo antes de estrellarse. Y por si fuera poco, ante sus ojos, la gente que rodeaba al carro se giraba y señalaba a algún punto a sus espaldas, como si un pájaro grande y exótico estuviera realizando una extraña danza de apareamiento y él se lo estubiese perdiendo.

El aterrizaje de Yaya sobre el carro solo podía calificarse de "efectivo". Opinar lo contrario sería algo así como decirle a Yaya que se había equivocado, y Bron sabía una bruja JAMÁS se equivocaba. El gruñido de dolor, el sonido a platos rotos y madera crujida eran detalles secundarios. Yaya se sentó entre los viajeros y abrió un paraguas para evitar que su vestido negro se convirtiese en una sopa.

—Carly, bonita, te importaría animarte un poco, estás arruinando el buen tiempo —para Bron, aquellas palabras eran lo más parecidos a un "Buenos días, pequeña" que obtendría de la Yaya Ogg.

—Es que no entiendo por qué tengo que irme a vivir con los magos. Tú siempre dices que son unos cret...

—Sé muy bien lo que opino de los magos. Tienes que vivir con ellos porque eres capaz de hacer llover sobre un carro sólo porque estás triste.

—Lo siento...

—No lo sientas. Contrólalo y soluciónalo. Sentirlo no hará que tu padre se seque —Minerva Ogg pronunció estas palabras mientras oía a Bron estrujar su sombrero como si furea una fregona.

Eskarlata agachó la cabeza, se sorbió los mocos que le colgaban de la nariz, alzó el rostro orgullo y dibujó su mejor sonrisa. Todo habría quedado muy bien de no ser porque de la pequeña nube calló un rayo en miniatura que desintegró el paraguas de la bruja.

Entre el gruñido de desaprobación que emitió Yaya, los caballos encabritados y el susto que se llevó su propia hija, Bron decidió intervenir de la forma más inteligente que se ocurrió.

—¿No tenéis hambre? —bueno, quizá no la más inteligente.

Homenaje a MundodiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora